Las que paran la olla: por un reconocimiento salarial para las cocineras comunitarias

En cada rincón de la Argentina, hay quienes se organizan para garantizar que a nadie le falte su plato de comida. El 80% son mujeres y disidencias que no reciben un salario. Con donaciones, con lo que haya, con tormenta o sin gas, trabajan para que nadie se quede con hambre y se estima que alimentan a 10 millones de personas en todo el país. Trabajan: de eso se trata. Organizaciones populares impulsan un proyecto de ley exige que se las reconozca con un salario a cambio. Una vez más, decimos: que sea ley.

Son las 12 del mediodía y la fila comienza a armarse en el Centro Cultural “Ni un pibe ni una piba menos” del Barrio Fátima de Villa Soldati, al sur de la ciudad de Buenos Aires. “A fin de mes la gente llega más temprano, nadie quiere quedarse sin comida. Antes, fin de mes era después del 20 pero ahora el 15 ya nadie tiene un mango”, dice Mónica Troncoso, vecina del barrio y referente de La Poderosa.

El comedor empezó a funcionar en 2019 y cocinaban sólo los sábados. “Empezamos a gestar la olla porque los fines de semana acá, en el barrio, no se cocina. Por lo general, a los comedores oficiales que son asistidos por el gobierno les dan mercadería para que cocinen de lunes a viernes, y nosotras teníamos muchos jóvenes que los fines de semana deambulaban de acá para allá. Nos dimos cuenta de que esos días los pibes no comían”, explica Mónica. Al comienzo eran solo tres compañeras y se arreglaban con lo que había: pidieron prestada la olla al merendero del barrio; una vecina ponía dos kilos de cebolla, otra, dos kilos de papa; entre varias juntaban unos pesos y compraban arroz o fideos; el panadero del barrio les donaba lo que quedaba del día anterior y el carnicero les guardaba las alitas de pollo o los huesos para el caldo; los pibes y las pibas cortaban verdura y ellas cocinaban. Como no alcanzaba para la garrafa, prendían un fuego en la puerta del centro cultural. “Cuando llegó la pandemia, la olla que hacíamos para 150 personas se fue a 300 y una olla ya no alcanzaba. Era terrible ver que no nos alcanzaba”, cuenta Moni y recuerda que en los momentos más difíciles del aislamiento llegaron a entregar hasta 600 raciones (“todavía no sé cómo hicimos”). Así fue como agregaron ollas los lunes, miércoles y viernes, y se sumaron más vecinas que se turnan para garantizar que a nadie en el barrio le falte su plato de comida.

“Nosotras no especulamos con si sos de La Poderosa, si estás anotado o no. Si vemos que hay una fila más grande, ponemos a hervir una olla de agua y hacemos fideos, preparamos una salsa rápida o un poco de aceite y queso, lo que sea, porque es feo ver que estás repartiendo y que ya llega el final de la olla y todavía tenés una fila de 10 o 15 personas para entregar”.

Desde la cocina avisan que faltan 10 minutos para servir la comida. Afuera, la fila no para de crecer. Algunas traen tuppers, envases de helado o ensaladeras. Son hombres y mujeres de todas las edades. Piden las porciones para llevar a la casa y comer con los suyos. Cuatro, cinco, seis; no importa el número. Piden y se les da. Es un acto de confianza. Nadie pide lo que no necesita. Carolina cuenta que empezó a ir a la olla durante la pandemia, cuando perdió su trabajo cuidando adultos mayores. “A mí esto me salvó. Tengo 52 años y 4 hijos.Yo ahora estoy con changas y el más grande trabaja, pero no alcanza”, dice. Detrás suyo, sobre una de las paredes del comedor, se lee “Justicia por Ramona Medina”, la referente de La Poderosa en el Barrio Múgica que falleció por coronavirus después de contagiarse mientras participaba en actividades comunitarias y denunciaba públicamente la falta de agua potable en el barrio. La fila avanza y dos chicas que no llegan a 16 años se ponen la capucha de sus camperas. Se miran y se ríen incómodas. No quieren quedar escrachadas. A les jóvenes les da vergüenza venir a la olla, mostrar la carencia a cielo abierto. Pero el hambre no pregunta la hora ni la edad.

El viernes es feriado y cocina Petrona. Son las ocho de la mañana y aunque el cielo se cae a pedazos, se apura a hervir unos porotos. El hambre no sabe de feriados ni de tormentas. Un rato más tarde Petrona, Alicia, Eudelia y Yamila hablan con Moni: está entrando agua al comedor y no van a poder abrir. Improvisan un cartel con fibrón sobre cartón: “No hay olla porque nos inundamos. Mil disculpas”. Pero llueva a truene, en el centro cultural se trabaja igual: hay que sacar el agua, resguardar la comida para que nada se eche a perder y atender a quienes con tormenta eléctrica se acerquen igual. Se les da un paquete de fideos, arroz, unos porotos, algo para salvar las papas. El hambre tampoco pide permiso.

Según datos del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, 10 millones de personas se alimentan en ollas populares, comedores y merenderos en Argentina. El 80% de quienes sostienen estos espacios —unos 35.000 según datos del Registro Nacional de Comedores y Merenderos Comunitarios (ReNaCom), aunque las organizaciones calculan un número mucho mayor— son mujeres y disidencias que todos los días hacen malabares para garantizar un plato de comida para sus vecinos y vecinas. Pero el trabajo que realizan no está reconocido y el peso de la triple jornada se hace sentir en los barrios, donde el tiempo también es un bien escaso.

Un informe realizado por el Observatorio de Géneros y Políticas Públicas (OGyPP) señala que las mujeres de barrios populares dedican un promedio de 12 horas y 24 minutos por día al trabajo no remunerado, cerca del doble que el promedio de sus pares de aglomerados urbanos. Y es que ellas no son solo las responsables del cuidado en sus hogares y familias, también encabezan y sostienen las tareas de cuidado de la comunidad. Cerca del 23% de las encuestadas participa de espacios sociocomunitarios y el 85% de ellas lo hace en ollas y comedores, dedicando por lo menos 2 horas 45 minutos por día a esa actividad. Sin embargo, solo el 23% percibe una contraprestación por su participación. En “Ni un pibe menos” solo una de las cocineras es beneficiaria de un Plan Potenciar Trabajo, $40.171 lo que representa el 50% del Salario Mínimo, Vital y Móvil; el resto del comedor se sostiene a base de militancia y de poner el cuerpo.

Por eso, desde La Poderosa impulsan un proyecto de ley de reconocimiento salarial para las cocineras comunitarias. La iniciativa, que beneficiaría a unas 135.000 personas en todo el país, contempla un ingreso equivalente al Salario Mínimo, Vital y Móvil, vacaciones, jubilación y seguridad social. En resumen, buscan ser reconocidas por el Estado como lo que son: trabajadoras. “Nosotras trabajamos y le ponemos el cuerpo, entonces queremos que eso sea remunerado, que sea reconocido. Primero por nosotras, que hacemos ese triple trabajo, pero sobre todo que lo reconozcan económicamente desde el Estado porque se hicieron los boludos demasiado tiempo. Cuarenta años haciéndose los boludos”.

Según cálculos de la organización, poner en marcha este proyecto representaría un presupuesto equivalente al 0,07% del producto bruto interno. Como contracara, la exención del pago de ganancias del Poder Judicial representa una pérdida para el Estado argentino equivalente al 0,16% del PBI. “Nosotras sabemos que lo que representaría nuestro sueldo es un número muy pero muy ínfimo para el Estado, no es que sería una patada en el hígado al presupuesto nacional”, dice Mónica e insiste con que los distintos gobiernos saben del trabajo que hacen las organizaciones comunitarias en los barrios y en muchos casos articulan con ellas la entrega de alimentos y mercadería. Solo en Fátima, hay 10 comedores y el 50% reciben asistencia del gobierno porteño y del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, aunque el comedor de La Poderosa hace ocho meses no recibe asistencia. El problema, insiste Mónica, es que no lo reconocen como un trabajo. “Es algo que está naturalizado porque es lo que venimos viendo en los barrios desde hace 40 años, incluso nosotras lo veíamos así. Pero no es natural que vos estés trabajando para garantizar un derecho y el Estado no se de cuenta. ¿Por qué quién cocina todos esos alimentos que bajan en seco? ¿Quién los va a buscar, los reparte, corta, pica, cocina, controla el stock? ¿Quién gestiona todo? Nosotras. Pero se piensa que todo eso es voluntariado”.

Un informe reciente elaborado por Unicef y La Poderosa muestra que en el último año al menos de niñas, niños y adolescentes dejaron de ingerir al menos una comida al día como consecuencia de la pérdida de ingresos en sus hogares. Además, en siete de cada diez hogares argentinos se redujo el consumo de carne y en cuatro bajó la ingesta de frutas, verduras y lácteos. En los barrios populares, el hambre se multiplica y es ahí donde las redes comunitarias y la economía popular cobran aún más importancia. ¿Cuántos más pasarían hambre sin el trabajo cotidiano de las que paran la olla? “Tenemos que entender que la ley sería beneficiosa para muchas compañeras de los barrios populares, y a la vez también es  dignificar un trabajo que está invisibilizado y que en el Estado saben que se hace. Ahora que nosotras nos dimos cuenta de que es un trabajo, como también lo es el trabajo de cuidado que hacemos en los hogares. El problema es que tiene que haber un reconocimiento salarial, que en el Estado lo vean así, porque ahora nosotras sabemos que es un trabajo”.

Mónica recalca la importancia de la soberanía alimentaria, un concepto que —explica— entendió estando acá, trabajando en esto y escuchando a compañeras de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT), con quienes empezaron a organizar ferias y ollas populares cuando la pandemia expuso la desigualdad en su versión más cruel . “Todavía no la alcanzamos, pero estamos en eso. La idea de la olla es que cada familia que viene con el tupper, se lleva las porciones a su casa y la coman allá, cuando quieren y con quienes quieren. Soberanía será cuando, además, puedan elegir qué y cómo comer”.

Mónica tiene 46 años y su vida está marcada por los vaivenes de la historia argentina. Nació en Barrio Fátima, por entonces una de las villas más pobladas de la ciudad de Buenos Aires que llegó a tener 50 manzanas, pero en 1977 ella y su familia tuvieron que mudarse cuando Osvaldo Cacciatore, el intendente de la última dictadura cívico-militar, comenzó su plan de erradicar las villas.

“Yo nací acá, en este barrio donde empieza la manzana cinco. Soy la tercera de mis cinco hermanos. Mi familia trabajaba en la quema, que era donde la gente tiraba la basura de la ciudad, acá en el fondo. Y parte de los vecinos que vivíamos acá en el barrio iban a sacar tanto cosas para vender, para reciclar como para comer. De ahí venimos nosotros.” Con las topadoras de los militares, subieron todo lo que tenían a un camión y se fueron a la provincia. Pero cuando llegó la crisis de la hiper, ya en la democracia alfonsinista, tuvieron que volver. “En la provincia no había trabajo, no había nada y los boletos carísimos. Mi papá trabajaba acá y trabajaba de lo mismo. Mi mamá hacía limpieza de casas particulares, mi abuela también trabajaba acá y nos pusimos a hacer cuentas y entre todo lo que se gastaba no daba para poder viajar y poder comer. Era una comida o el viaje.” Ese año, Moni estaba entrando a la adolescencia, y como su familia volvieron muchas otras. El barrio se agrandó. 

Entre el desabastecimiento, los saqueos y el Estado de sitio, a Moni le quedó una imagen grabada en la retina: “Era como pasó en el 2001, tal cual, pero en el año 89. Entonces los vecinos de acá de Fátima lo que hicieron es organizarse. Y yo me acuerdo que tenía una tía que era muy de hacer cosas por los demás. Y con un grupo de vecinas, mi mamá, otra prima más, todas se juntaron y empezaron a hacer ollas populares en las esquinas.”

Ahora, dice, se reconoce “feminista villera”: “El feminismo lo empecé a conocer a los 40 años porque empecé acá a trabajar con las compañeras. Cuando contaba un poco lo que fue mi vida, las compañeras me decían “Moni, vos sos feminista y sos de la mejores porque vos sos una feminista villera”. Y yo decía, villera sí pero feminista, ¿por qué? Y me dijeron que el feminismo es esto, es el trabajo que hacemos, el reconocernos a nosotras mismas por sobre todas las cosas. Y ahí entendí qué era feminismo para mí”. 

Cuando la olla se acaba y la fila termina, se lava, se ordena y se vuelve a casa. Mónica hace el mismo camino todos los días. En las cuatro cuadras que separan su casa del comedor, hay una cancha de fútbol, un centro de salud, una plaza seca y un pequeño retablo de la Virgen de Luján. En uno de los pasillos sorprende un mural hermoso e imponente de Marielle Franco. En la pintura tiene el gesto que recuerda al ya clásico grito furioso de las portadas de La Garganta Poderosa, la revista de la organización. ¿Por qué grita esa mujer?, se podría leer. En esas cuatro cuadras, Moni saluda a vecinos, pasa un pibe y le pregunta: “¿Comiste, Fran?”. Parece la madre tana o judía del barrio: no quiere que nadie tenga la panza vacía. Fran frena su paso, la abraza y le dice que no, y Moni lo manda para el comedor. Las que paran la olla nunca paran.

Este artículo forma parte del proyecto “Las informales: trabajo y economía popular”, que cuenta con el apoyo de la Fundación Friedrich Ebert Argentina.