Si alguna vez miraste por el ojo de la cerradura, sabés que lo que está al otro lado de la puerta se magnifica en ese acto de espía.
Ahora vení y mirá por este pequeño agujero que te ofrece la cámara del celu o la compu y sumate a una jornada ESI virtual, realizada por docentes de una escuela pública de la ciudad de Buenos Aires, en cuarentena, tratando de llevar un derecho a cada estudiante.
Podés dejar la cámara apagada, porque la idea es que estés cómodx. Para participar podés usar el chat o abrir el mic y hacer preguntas. Pero vení puntual, porque cerca de 10 minutos después la capacidad de la sala llega a 100 y ya no hay más posibilidades de admitir participantes. Les pedimos a algunxs profes que se vayan para dejar lugar a más estudiantes que no paran de llegar, con su cámara apagada y su silencio a escuchar qué va a decir la profe de Lengua sobre Diversidad Sexual. ¡De Lengua tenía que ser! Por eso arranca a hablar, aunque la interrumpa el timbre que hace a cada instante la llegada de más y más personas a esa jornada en la que sólo cinco profes muestran el rostro.
Mientras esperamos que lleguen todxs, un alumno pregunta si puede poner música y decimos síííí y la música suena y ya esto tiene pinta de fiesta, de reunión social en donde vamos a divertirnos. De eso se trata, de conversar un rato, pasarla bien, abrir el juego, nombrar aquello que a veces se susurra o se calla.
Vinimos a hablar de diversidad sexual y justo es que haya música y bailemos, frente a la cámara apagada o prendida, como hace el profe de Tecnología, que ni bien se abre el power point con la placa de LGTBIQ+, se “desmutea” para decir que es un agradecido de este espacio y que su familia siempre aceptó su homosexualidad, porque es gay y lo dice así, sin tapujos, a viva voz.
El chat, que se había puesto picante con la música, se detiene y ya no hay intercambios con bromas, porque hubo que empezar a hablar en serio. Es seria la charla, pero no es solemne.De pronto, pasamos de la fiesta a la confesión sentida y eso que pasa tras la pantalla llega a las casas y trae silencio y escucha. Me doy cuenta, entonces, yo que soy de lengua, que ese silencio no es represión sino atención. Detrás de ese muro oscuro, con pequeñas fotos de perfil que tengo delante, imagino los ojos atentos de estudiantes que escuchan al profe decir que es gay y está feliz de serlo y de decir que cuando era chico se burlaban de él, pero que ahora celebra que exista la ESI. Ya nadie se burla; al contrario, el chat se hace celebración y aliento; “¡Grande, Profe!” Y volvemos a las placas del ppt, pero no van a dejarme seguir, porque vendrá la pretendida preceptora a decir que no es la. “Yo no me siento ni mujer ni varón, soy no-binarie”, dice, y ese yo quiebra el silencio, porque el lenguaje se abre y entra elle a decir, hola, existo y me estoy nombrando.
Se abre un mic y habla la alumna B, dice que gracias por esto. Y cuando dice esto sé que la jornada ESI pasó de ser una fiesta a un espacio fundante de diálogoy que ya no es tan necesario seguir pasando las filminas en las que se detallan las múltiples opciones de identidades sexuales. Porque ahora, esto que era una presentación amable, pero taxonómica, se volvió vida, palabra, carne. Porque B dice que está cansada de que siempre le pregunten si le gustan los chicos o las chicas, porque es rara. Pero ella no es rara; es una chica a la que no le gusta nada, por ahora, y no quiere a apurarse; que cree que es asexual y que eso está bien. Su mamá la apoya. Y el chat se enloquece de preguntas a B y se hacen bromas respetuosas -para cortar un poco la seriedad- y también se dan aliento. Entonces, una alumna se anima, pide la palabra, pero no prende la cámara. La virtualidad la protege cuando sale a la intemperie del mundo heterosexual, tan hostil con quien no entra en esa norma. Pone un pie afuera -afuera del closet, de la casa, de la escuela, pero también adentro porque ésta también es la escuela, ¿o no?- y nos cuenta, a 100 personas reunidas tras una cámara, que su familia no quiere hablar del tema con ella y que sufre. Ella llora y llora el profe de Historia que comprende los hechos de la pequeña historia mejor que nadie. Lloramos todxs. Entonces esa intemperie se vuelve refugio, el chat estalla y M le dice que la apoya, aunque no se conozcan, que va a estar ahí para hablar, que cuando vuelva la presencialidad se junten. Y B la aconseja. Y el resto pone ¡Vamos, nena! en el chat y enmudecemos lxs profes para dar paso a esa magia que a veces sucede cuando nos atrevemos a llevar la escuela más allá del edificio.
Y la Jornada-fiesta-conversación seria-confesión termina una vez más con música que pone el mismo alumno y bailamos de felicidad porque un poco entendemos que la virtualidad -tan denostada y agotadora durante el 2020– ha sido la condición de posibilidad de eso por lo que B agradeció.
¿Cuántas veces durante la pandemia pensamos que las clases virtuales nos alejaban de lxs alumnxs, que era necesaria la presencia? “Poner el cuerpo”, decía un viejo sabio docente. Sin embargo, poner el cuerpo también es exponerse, sufrir la hostilidad del afuera, dar la cara en un mundo que te señala y te dice que no entrás en su norma. ¿Quién puede animarse a tanto siendo adolescente después de un año de encierro y dudas? Cuánto mejor parece ser, en este caso, esconderse detrás de una pantalla, escuchar aunque no sepamos quién está detrás, respetar cómo quiere nombrarse. Ir permitiendo que cada quien espíe por la cerradura, salga cuando pueda a la luz, se muestre cuando la fuerza del deseo le permita traspasar la pantalla y conmover la escuela.
Esta fue publicada por primera vez en Gloria y Loor y forma parte de la alianza entre LatFem y el nuevo medio argentino especializado en educación.