Febrero infernal en Buenos Aires, 39° a la sombra. La fila para el Ciclo Básico Común avanza cada quince minutos. Mira, con la frente empapada de sudor: faltará una cuadra de cola. Lleva la foto 4×4, fotocopia del documento y algunos que otros papeles en una carpeta. Al cabo de cinco horas de espera, del segundo sánguche y 2 litros de agua, comienza la odisea diaria de cada persona travesti y/o trans frente a la inscripción en cualquier universidad previamente a la Ley de Identidad de Género: no me autopercibo como en mi DNI, no es mi nombre, no soy yo. Logra anotarse luego de mil peripecias: en el Departamento de estudiantes no reconocen su identidad, tampoco ingresa a los baños por las miradas, esas que le hacen sentir que está haciendo las cosas mal. Dejó e intentará varias veces más.
Durante 2019 se realizó la primera Encuesta de Vulnerabilidad Trans de América Latina, en Santa Fe. Esta es la única existente a nivel estatal, ya que todos los estudios, cifras y datos duros sobre esta población, son recabados por gente de la misma comunidad. Es la vulnerabilidad a la que se lxs expone y la falta de respeto y oportunidades la que genera aquella discriminación. Este informe arrojó que solo el 5 por ciento de personas trans llega a la universidad. El resultado varía muy poco en todo el país y atraviesa a más de 10.000 personas trans que habitan el suelo argentino, según se estima. Particularmente, esa pérdida de esperanza que aparece con la imposibilidad de acceso a universidades y terciarios, ya sea por discriminación, conservadurismo de las instituciones o por falta de herramientas arraigada a la vulnerabilidad, cede espacio a la ansiedad, depresión y, en otros casos, el suicidio.
La Ley 26.743 establece el derecho a la identidad de género de las personas, y en cuanto a ella, dice que es “la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo”. Este sería el salvavidas de la población travesti/trans, pero en el ámbito académico se sigue trabajando, en gran medida, “a la antigua”.
Cabello rapado a un lado, saco de hilo a rayas y un collar con colgante del pañuelo verde de la lucha por la legalización del aborto, Belén Toriacio, psicóloga integrante del área de Salud Mental de la Federación Argentina LGBT (es decir, comunidad de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transgénero), comenta: “Las personas trans conforman uno de los grupos históricamente vulnerados. El padecimiento subjetivo se manifiesta de distintas formas: desde dejar la universidad, que sería una conducta más de evitación, hasta cuestiones más graves”. Desde su espacio no solo trabaja con pacientes para aliviar estos padecimientos sino que también trata el empoderamiento.
“Estamos tapando un agujero del estado”, dice Toriacio. Así como la Federación, existen otras agrupaciones sin fines de lucro, como es el caso de la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina (ATTTA), que se conformó en los ‘90 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como resultado de la lucha contra los Códigos Contravencionales de Faltas a nivel nacional, que criminalizaban el travestismo y la transexualidad; que, además, exponían a la población trans a la violencia institucional metódicamente.
Esta organización trabaja para el cumplimiento de los Derechos Humanos de su población, implementando estrategias comunitarias, de fortalecimiento y de promulgación de políticas públicas inclusivas. Exigen que el Estado responda a una democracia real y efectiva para la comunidad trans, que garantice la inclusión: el acceso a la salud, a la justicia, a la educación y al trabajo. Ese es su objetivo, pero la bandera es de cada una de las agrupaciones civiles que se sostienen gracias a la solidaridad de su propia comunidad, y que presentan batallas solo para obtener derechos básicos.
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En otra variante del espacio tiempo: Luly Arias, catamarqueña. Transicionó durante la adolescencia y estudió Pedagogía y Educación Social en 2004. Tuvo la suerte de que le tocó un lindo grupo y fue respetada en la institución. Nuevamente, ninguna legislación la amparaba frente a situaciones como cuando la nombraron segunda escolta de la bandera y tuvo que renunciar: “Me emocioné mucho, me pareció algo re inclusivo” pero en el acto la llamaron por su nombre masculino. La respuesta de la rectora fue “bueno, lamentablemente tiene que ser así”.
Dos años después de que Luly realizó sus estudios superiores se sancionó la Ley de Educación Nacional. En su artículo 4 expresa que el Estado tiene la responsabilidad principal e indelegable de proveer una educación integral, permanente y de calidad para todos/as los/as habitantes de la Nación, garantizando igualdad, gratuidad y equidad. Esta mujer no tuvo el apoyo jurídico necesario para ejercer su derecho, aquel que con orgullo ganó, el de acompañar a la bandera argentina. Nuestra Constitución Nacional sí la escudaba pero el conservadurismo no lo aceptó. Tanto el artículo 14 como el 19, que hablan de garantizar equidad en la educación, fueron ignorados.
Arias, larga cabellera rubia, mirada profunda y sonrisa de encanto, mantiene una vida de activismo y de lucha constante, más allá de que su adolescencia no fue para nada fácil: su papá la echó a los 16. Así y todo se recibió en 2009 y siendo profesional viajó a buscar trabajo a Buenos Aires. “La ciudad era super discriminadora. No conseguía trabajo ni con el título secundario ni universitario”. Luego de tres meses comenzó el momento más oscuro: “Fui prácticamente expulsada y obligada a prostituirme. Así logré vivir”. Hace cinco años consiguió su trabajo soñado y ser respetada, en el Mocha Celis, el primer bachillerato trans. La exclusión en todos los ámbitos conlleva a vivir de lo que se pueda. Esa es, en gran parte, la batalla por la Ley de Cupo Laboral Trans.
Esta lucha, con esfuerzo y perseverancia, sigue logrando visibilizar la vulnerabilidad a la que todo el resto de la población la expone, pero con debates y derechos ganados. Estos últimos días fueron cuna de grandes discusiones a nivel país, como el pedido de cupo laboral trans ante la Corte de Justicia de Salta, mérito de la organización Mujeres Trans Argentina (MTA) y la Cátedra abierta de Géneros y Disidencias. El cupo laboral sigue formando parte de la necesidad de igualdad, así es que en Neuquén también se propuso y se consiguió. El orgullo, por el que levantan banderas estas organizaciones y particulares, radica en que los debates no mueren en eso, sino en derechos ganados, como el cupo trans en Banco Nación, que establece que no menos del 1 por ciento de los puestos debe ser ocupado por personas travestis, transexuales y transgénero.
Retomando aquellas garantías en la educación travesti/trans: para febrero de 2019, la mitad de las 57 universidades públicas argentinas contaban con un protocolo sobre la violencia de género, abarcativo para discriminación en cuanto a identidad de género. Eso según el informe de la Red Interuniversitaria por la Igualdad de Género y contra las Violencias. Solo dos lo aplican en algunas facultades. Las denuncias no se escuchan y esta comunidad está cansada de que la encasillen dentro de categorías como la violencia de género, se fastidia por la distinción y solo busca acceder y permanecer en las instituciones.
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Diego Watkins tenía 17 y no consultaba sobre su pesar porque creía que estaba mal lo que quería hacer, cómo se sentía, su vida, en general. Nunca se vio cómodo en aquel cuerpo con el que nació. Tampoco había referentes trans masculinos, ni a quién consultar. “Todas las actitudes que salían de mi deseo siempre eran una cagada a pedos o ‘esas cosas no se hacen’. Después de que pude acceder a mi identidad, se me abrieron oportunidades, porque antes al no tener un imaginario ya desde mi identidad, desde mi existencia, imaginate a nivel desarrollo educativo-laboral, era algo impensado”. Su expectativa frente a la vida era cero, recién cuando pasó a ser Diego se dio cuenta de que lo que le pasaba no era una enfermedad.
Actualmente participa de Dirección de Diversidad de la Municipalidad de Avellaneda y estudia Abogacía en la Universidad Nacional del mismo barrio, pero no es su único acceso a una institución de nivel superior. Con su barba prolija, cabello morocho y una remera de los Red Hot, cuenta que estudió también Trabajo Social y Políticas Públicas. Que no dejó por discriminación sino que, en todos los casos, lo hizo por creer que le faltaban las herramientas para continuar. La exclusión no la vivió porque dice tener un passing “muy hegemónico”, adora dar explicaciones, es entonces que agrega “la verdad no me gusta nombrarme así porque ¿qué es la hegemonía? Me veo muy cis.” Cisgénero referencia a las personas en las que su identidad de género coincide con su fenotipo sexual. La orientación sexual y por género está en el quinto puesto de discriminaciones en el Mapa Nacional de la Discriminación con Base INADI 2013.
Según esta fuente, también, personas travestis y trans aparecen como los grupos más rechazados socialmente. “Los pibes ejercen poder desde la discriminación, desde la hostilidad y también lo construyen desde la empatía. Si un chiquito viene de una familia que todo el tiempo le está diciendo ‘¿qué, sos puto?’ después va a la escuela y si ve una actitud que a él le parezca de puto, va a repetir lo mismo que dice el padre en su casa”. Eso dijo Watkins, quien desde chico pudo mostrarse como Diego porque sus padres así lo aceptaban.
“Capaz no nos nombran porque en el imaginario del docente nunca se le paró una persona trans a decirle ‘che, mirá, las cosas no son así’ y bueno, hay que estar ahí, calentar el culo en la silla en las universidades”. Diego es otro integrante de la comunidad al que lo atraviesa la desigualdad y cuya estrategia es ver dónde meterse para seguir visibilizando los problemas de su población. No es el único que pasó raspando en los otros niveles educativos porque no tenía ganas de vivir, no es el único pero lo cuenta con una crudeza desgarradora.
Watkins llegó a la militancia trans en 2011, cuando en Gran Hermano vio a Alejandro Iglesias salir de la casa y habló de la Federación, diciendo que había un espacio de trans masculinidades. “Yo lo que había encontrado en Internet era toda terminología patologizante, disforia de género. Tenía que ir a un psiquiatra y me tenía que dar un tratamiento, tenía que hacer un montón de cosas. No había información de la Argentina porque no la habíamos construido”. Todo comenzó con aquella reunión, después llegaron congresos, charlas, viajar por todo el país y desembocó en la Asociación de Travestis, Transexuales y Trasgéneros de Argentina, donde permaneció hasta 2018 y se convirtió en su amada organización de base.
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Como les pasa a Luly y a Diego, la discriminación se extiende en la Argentina y en el mundo. A diario se ejerce rechazo y violencia. Según la Encuesta de Vulnerabilidad Trans, el 65 por ciento dijo que se había autolesionado, 75 por ciento tuvo problemas de consumo de alcohol y el 77, de otras sustancias. De esto sabe cada integrante de la comunidad y Daniela Puglisi también lo vivió en carne propia.
Es diseñadora gráfica y se graduó en tiempo record. Transicionó a sus 24 años y borró para siempre a Daniel, luego de una vida de privilegios por ser un hombre hegemónico, blanco y con impronta arrasadora. Era una persona más en el mundo, lejos de ser marginada, una vez decidió aceptar su identidad de género autopercibida. Ella, con su pulsera de la diversidad, aros de los que siempre quiso usar, maquillaje y uñas de rojo, pasó de estar cómoda a no tener nada. Estuvo 4 años sin trabajo y hasta pensó en volver al traje y corbata. En los momentos más difíciles, tuvo en cuenta quitarse la vida. Para 2019 cada 96 horas moría una persona trans a causa de asesinatos, suicidios y travesticidios o transfemicidios sociales, según el Observatorio de Crímenes LGTB.
Cuando estudió su carrera era un hombre y pedía a gritos su transición, pero dentro de esa incomodidad, estaba cómoda, sabía que lo que venía era muy difícil. Es así que prácticamente no sufrió de discriminación en la universidad, porque fue una de las personas que tuvo que cursar y graduarse como no se autopercibía. ¿Temor al qué dirán, puede ser por tener miedo? Solo ella lo sabe, como también el camino de sinsabores que acompañó su transformación.
Todo era oscuro en la vida de Puglisi: no tenía trabajo, no conseguía porque siempre en las entrevistas los reclutadores querían finales felices y ella se cansaba del sexismo, de la falta de oportunidades. Un día la llamaron de una organización donde había dejado su currículum vitae: “No te tengo un laburo pero es una buena noticia”: Google la había becado para un curso de marketing digital. Fue sin esperanzas, pero bueno, era Google, tenía que conocer su funcionamiento. Se topó con la realidad más hermosa: vio que la sociedad no estaba podrida por completo. “Sentía un rechazo horrible que es muy triste y lo sentís en una panadería, en la calle, en una parada de colectivo. Es muy fea la gente cuando quiere ser fea. Cuando llegué a Google me encontré con un ‘Hola Dani ¿cómo estás? Vení sentate acá’ ‘Mirá, soy trans’ ‘¿y?’ no tenía que aclarar nada”. Incluso, un chico se le acercó y la abrazó, de lo más normal. Bueno, eso nunca lo había vivido con desconocidos.
Ese curso le cambió la vida y le devolvió las ganas de vivir y de mostrar que está bien ser “diferente dentro de lo diferente”, como ella siempre dice. Gracias a la oportunidad que le dieron es que consiguió trabajar en una agencia de publicidad. Emocionada esboza una sonrisa y dice: “A veces no cuenta lo de afuera sino la fuerza que tenes por dentro”.
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Desde la Federación Universitaria de Buenos Aires, la presidenta Eva Dimopulos, declaró que “las universidades vienen corriendo un paso por detrás de lo que el momento histórico está demandando” y en cuanto a la Universidad de Buenos Aires, que hay muy pocas facultades donde el protocolo de violencia funciona correctamente, “porque las autoridades no pusieron un peso y su aplicación depende de la voluntad de los profesionales a cargo”.
El contexto pide a gritos un cambio. Abandonar el olvido y la exclusión también en las universidades. Parar la vulneración y seguir con la lucha de la comunidad travesti, trans, que se levanta organizada o desde el anonimato y que cambia el mundo año tras año.