En La fracture (Catherine Corsini [dir.], 2021), Kim (Aissatou Diallo Sagna) enfrenta en su rol de enfermera las dificultades producto de la desfinanciación neoliberal en la Guardia de un hospital público de París, con el personal médico en huelga activa y las calles de la ciudad ocupadas por una manifestación de los Chalecos Amarillos. La represión brutal de las fuerzas policiales estilo Pato Bullrich desencadena un pandemónium hospitalario, a cuya sala de Emergencias llegan decenas de manifestantes herides, que se suman así al elenco “normal” de accidentades y urgides de ayuda y contención.
En medio de la tensa andadura de la noche, una pequeña escena llama mi atención: entre psicóticos y malherides, ancianas al borde de la muerte y parturientas a punto de dar a luz, el marido de Kim la llama con insistencia, la mensajea pidiéndole que interrumpa lo que está haciendo –un trabajo de altísima complejidad e importancia, de cuidado de la vida– y se ocupe de su pequeña hija de meses, a quien supuestamente él estaría cuidando en la tranquilidad y comodidad del hogar común, porque la beba tiene fiebre y él no sabe qué hacer (sic). Pienso en esta escena mínima a la inversa: una madre interrumpiendo a su varón mientras este trabaja, pidiéndole que vuelva al hogar para ocuparse de su pequeña hija afiebrada porque ella no sabe qué hacer (?). Como Kim no cede a las alarmas de su compañero, este se apersona con la beba a la guardia y le impone de facto la resolución del problema, es decir: lo “resuelve” cargándoselo a ella. Resignada, Kim lo consuela: “Hiciste bien en venir”; la beba tiene broncoespasmos y dormirá el resto de la noche en la nursery, cerca de su atareada madre.
En su excelente Patriarcado y acumulación a escala mundial (Traficantes de sueños, 2019), la socióloga Maria Mies sostiene: “Al contrario que Marx, yo considero la producción capitalista como un único proceso consistente en la fusión de los otros dos: la superexplotación de los trabajadores no asalariados (las mujeres, las colonias, los campesinos) sobre los cuales se hace posible la explotación del trabajo asalariado […] el modelo depredador de producción de los hombres, basado en el monopolio de las armas, podía transformarse en un método ‘productivo’ solo cuando existía algún otro tipo de economía de producción, normalmente una producción femenina, que pudiese ser asaltada […] Este modo de apropiación, no productivo y depredador, se ha convertido en el paradigma de todas las relaciones de explotación históricas entre los seres humanos” (108 y ss.). La benevolencia que la película voluntariosamente busca imponer sobre ese padre desesperado no hace sino resaltar la superexplotación de Kim, a quien no se le permite un minuto de descanso.
Resulta sugestivo que las sinopsis de la película disponibles en internet (incluida la de la propia productora, Chaz productions) mencionen como protagonistas a la pareja de mujeres blancas de clase acomodada (Valeria Bruni Tedeschi y Marina Loïs) que ocupan con las idas y vueltas de su litigio amoroso grandes partes del metraje. A pesar de ellas, de Yann (Pio Marmaï), Chaleco Amarillo ingresado con heridas de perdigón, y del fugaz vínculo que se teje entre elles, hechos que quienes hicieron la película promocionan como su núcleo argumental, La fractura cuenta la historia de Kim, una mujer cuya negritud constituye una ética subalterna de solidaridad tanto con quienes padecen como con quienes se manifiestan, que no cede frente a las presiones de la supervisión del hospital para que señale a les manifestantes ingresades, que está a favor de abrir las puertas a quienes huyen de la represión, que sigue firme en su trabajo (su función social) a pesar de los requerimientos alarmados de su marido, a pesar de que su propia vida corre peligro a manos de un paciente con un brote psicótico. Esto que está borrado de la promoción de la película, velado por un racismo estructural (cf. Solo nosotros, de Claudia Rankine), es el corazón de este largometraje, que palpita a pesar de quienes lo hicieron posible.