Violencia obstétrica y aracnoiditis: “La idea no es asustar, sino que se sepa”

De la aguja de la peridural a las que usa para tejer como terapia sanadora, Lucrecia Peñalva es una mujer que crea formas de convivir con un síndrome que contrajo en el parto de su segunda hija. Hay millones de historia de mujeres y personas gestantes que atravesaron situaciones violentas mientras cursaban un embarazo o parían. Lucrecia es una de esas tantas víctimas, pero su historia es singular. Poco después del parto se le vencieron las piernas y descubrió que había contraído Aracnoiditis. Caminó años con bastón y luego pasó a la silla de ruedas. Buscó justicia y perdió el juicio penal y el civil pero hoy, 11 años después del parto, le da pelea al dolor crónico y la rabia a través de la palabra y la creatividad. Y, claro, va a apelar, para que se haga justicia.

Lo último que escuchó Lucrecia en el parto de su segunda hija fue: 

─Dormila. 

Segundos antes, intentó respirar y no pudo. Abrió la boca, hizo fuerza desde el abdomen, desde los hombros, desde la pelvis, al unísono, pero el aire bloqueado no llegó a los pulmones. Con la ayuda de sus brazos buscó incorporarse en la cama, pero solo rozó la bandeja con instrumentos quirúrgicos. El acero inoxidable sonó al rebotar en el piso. Después irrumpió un paro cardiorrespiratorio. Minutos más tarde, la bruma de la anestesia total.

Se despertó cuatro o cinco horas más tarde. No sabe con exactitud. Desde ese momento el tiempo empezó a ser difuso. Estaba en el mismo lugar, en el quirófano de la Clínica San Lucas, en Neuquén Capital. Su vista, nublada, un poco granulada. Escuchó voces, pero no reconoció ninguna. Al rato, volvió a despertar, ya estaba en una habitación. Sus pies, piernas, brazos, cuello, todo su cuerpo a la vez, suspendido. La anestesia todavía hacia efecto. Tenía sangre en los labios y en la pera. La garganta le ardía, sentía cómo le raspaba al pasar la saliva. 

Lucrecia Peñalva parió en la clínica donde era empleada administrativa. Trabajó ahí durante 6 años. Conocía a la ginecóloga y al anestesista. Había pedido parir de forma natural, pero durante el trabajo de parto la ginecóloga de guardia le anticipó un escenario que quería evitar: vamos a ir a cesárea, la bebé está sufriendo. No dudó, “por supuesto”, le dijo y entró al quirófano. 

Lo que le pasó esa tarde de septiembre de 2010 lo entendió años después. Hasta ese momento nunca había escuchado la palabra “aracnoiditis”. Y tampoco lo hará hasta que sus piernas le dejen de responder. 

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Cecilia Thurin es licenciada en Obstetricia. Hace 12 años que acompaña a mujeres, personas gestantes y sus parejas durante el embarazo y el parto en el Alto Valle de Río Negro y Neuquén. Sus amigas, como viaja tanto, la llaman “la partera rutera”. Con los ojos puestos sobre el asfalto de la ruta 22 y manos en el volante, confiesa lo que muchxs no quieren oír: 

─Es más riesgoso una cesárea que un parto. Para la madre y para él bebe. Nadie habla de los efectos secundarios de la anestesia. 

Hace minutos visitó a la última pareja que acompaña en Plottier, una ciudad a poco más de 10 kilómetros de Neuquén Capital.  Se va a tomar un descanso, está gestando a su cuarto hijx y decidió acompañar solo partos cerca de su casa, en Villa Regina, Río Negro. 

Cada vez que puede, marca la diferencia entre nacer por parto y por cesárea. El parto natural, explica, sucede en el momento en que el bebé está preparado e inicia su nacimiento. En cambio, en la cesárea, el momento de nacer es cuando alguien desde afuera decide que el bebé está preparado para hacerlo. 

─Los médicos y las médicas se adueñaron de los procesos fisiológicos. A hacer pis, a hacer caca, nadie nos enseñó. Nadie nos dijo, bueno ahora para hacer caca tenes que relajar y soltar el ano. Esos son procesos fisiológicos igual que parir. 

Aprieta el pedal del embrague, baja a segunda y desacelera. Está entrando a Cipolletti y hay más tránsito. Ingresa a la rotonda que une la ruta 151 y la 22 y toma la primera salida en dirección a Fiske Menuco – Roca. Con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambio, dice: 

─El sistema así como está planteado también es re cruel para los médicos. Tienen que asistir a un millón de mujeres por mes para poder vivir holgadamente. Nadie quiere que la cesárea salga mal. Pero en ese afán de saquemosla rápido de acá, que se vaya  con su bebe a upa y que estén los dos vivos, se las mandan.

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La primera vez que las piernas no le respondieron a Lucrecia fue en la calle. Unas semanas antes visitó a su ginecóloga y en un control post parto le contó: “las piernas me molestan, me duelen, las siento raras”. Pero la médica la tranquilizó. Le dijo que podía ser la gordura, los kilos de más que una gana en el embarazo. Esa respuesta la convenció. La que le molestó fue cuando le consultó por ligarse las trompas de Falopio. Recuerda que la escena fue así: 

─Me quiero ligar las trompas. 

─No. Esperá.

─¿Qué cosa? No quiero tener más hijos. 

─Espera porque viste, que se yo, el día de mañana, le pasa algo a tu familia y vos tal vez quieras tener hijos.

Lucrecia se fue del consultorio. Cerró la puerta y se dijo: no vuelvo más. “Claro”, explica hoy, “¿De dónde venía la mano? A mí ya no me podían poner más anestesia ahí”. 

La primera caída fue con su segunda hija en brazos. Estaba en Bariloche de visita en la casa de su padre y su madre. En la peatonal, en pleno centro, se le aflojaron las piernas y se desplomó. Cayó con las dos rodillas al piso. No entendió. Apretujó contra su cuerpo a la bebé para confirmar que no se había golpeado. Antes de pararse le buscó una razón: “debe ser el cansancio”.

Con la segunda caída empezó a dudar. Estaba en la vereda de la clínica en donde trabajaba, había salido a la calle para hablar por teléfono con su marido y de un momento a otro, como si alguien le desenchufara un cable, sus piernas se apagaron. Sintió, desprevenida, el golpe contra el piso. 

Por esa misma época le llamó la atención que cada vez que intentaba hacer pis, no podía. Dudó. Preguntó si eso era tener cistitis. En las piernas sentía como si una colonia de hormigas caminara desde la planta de los pies hasta la cintura. Insistió con la misma explicación: “debe ser el cansancio”. Las caídas fueron cada vez más frecuentes. En la cocina, en su trabajo, en la entrada de su casa. Por vergüenza dejó de contarlas. Sintió (siente) cómo los músculos se astillaban. Crujían.

─¿Aracnoiditis? 

Con cejas fruncidas pidió más explicación. Era la primera vez en su vida que escuchaba esa palabra. Estaba en el consultorio de un neurocirujano. Había llegado ahí por recomendación de su médico clínico: a la vuelta de tus vacaciones, con los resultados de estos estudios, te vas a ver al neurocirujano. 

El médico fue rotundo. 

─Con esta enfermedad podés quedar en sillas de ruedas. 

Ese diagnóstico le pareció lejano. Creía que sus piernas le dolían por cansancio, por mal postura. Por tener dos hijas y estar atareada de actividades y obligaciones. 

─Una aracnoiditis —cuenta Lucrecia de memoria y sin apuntes— es cuando la membrana se adhiere a la medula porque se inflama. Esa membrana no se debe inflamar. Pero cuando se pincha mal o se coloca mal la anestesia, se inflama y no tiene cura. Y genera coágulos de sangre que son quistes y eso va apretando cada vez más la medula. Y lo que genera es dolor. 

Lucrecia hace 3 años usa silla de ruedas para trasladarse.

Y el dolor creció. Las piernas le empezaron a arder, sintió fuego y calor. Se le hincharon, temblaron, se le retorcieron, se le pusieron tiesas y  tirantes. No hubo día en que no sintiera que colapsaban. Lo masticó por meses y decidió que entraría de nuevo a un quirófano, el segundo en su vida, para operarse. Pero no salió como lo esperaba. La pierna derecha ya no le respondía y el bastón le servía cada vez menos. No le alcanzó con un diagnóstico, viajó a Buenos Aires para buscar otra explicación. Pero el médico del Hospital Italiano no le contestó lo que esperaba: la miró, Lucrecia bastón en mano, esperó. Después miró a su marido y les anticipo su futuro: de ahora en más a concentrase en la calidad de vida. Para esto no hay operación.

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Cecilia pone luz de giro y baja la velocidad, “hay que partir de la base”, dice, baja de la ruta y toma el acceso a Cipolletti “si una mujer está gestando, es una mujer súper sana, porque si tuviera algún problema de salud no podría estar generando una vida”. Aprieta el embrague y después el freno. Como está por la zona, aprovechó a comprar, según ella, una de las mejores empanadas del valle. Desde el auto, frente a la rotisería, explica: 

─En el momento en que se empieza a medicalizar un proceso que es absolutamente incontrolable, como por ejemplo el crecimiento de un bebé en un útero, empieza el pánico de que algo falle. 

Antes de bajarse del auto ensaya un posible diálogo entre medicxs y personas gestantes:

─Hola, quiero quedar embarazada.

─Bueno, lo primero que tenés que hacer es tomar ácido fólico. 

Después, de corrido y  casi sin respirar, enlista lo que sigue: de ahí le hacen análisis de sangre, en el análisis de sangre le dice que está anémica, entonces además del ácido fólico tiene que tomar hierro, como el hierro constipa, va a tener que hacerse un enema cada tanto, después le hacen la prueba a la tolerancia a la glucosa, y de ahí ecografía, después el scan fetal y el ecocardiograma fetal. ¡Ah! y no te olvides de la trasluz nucal. 

Camina a la rotisería y entre risas cuenta un dato que pocos saben: 

─Hay tanto negocio alrededor de la gestación, el parto, el nacimiento. Hay clínicas en Neuquén que tienen hasta el servicio de peluquería para las mamás que parieron. Las maquillan, las peinan y le sacan una foto con su hijo. Claro, no importa si después internan al bebé.

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Son las tres de la tarde de un invierno atípicamente poco frío para Neuquén. La luz que entra por la ventana alcanza para iluminar el salón. En su mano derecha tiene una aguja. En la izquierda un gajo de madeja de fieltro rosa. Y la mirada ahí, justo donde entra la aguja, arrastra lana y compacta. Donde mete la aguja, desgarra y moldea. Donde mete la aguja, sublima y escapa de la atadura de esa silla. 

Antes de irse de la clínica, cuenta Lucrecia desde el living de su casa, le dijeron que se habían pasado una membrana. En ese momento no le dio importancia, nunca había escuchado hablar de las consecuencias de la anestesia. Pero a medida que la molestia en sus piernas fue mayor, investigó. Y encontró el protocolo que deberían haber aplicado en su cesárea, cuando la aguja de la inyección de anestesia epidural punzó y tocó parte del cuerpo que no debía, la aracnoides, la membrana que protege la médula espinal.

Se acomoda en la silla y arranca con firmeza un pedazo de vellón. Levanta la vista y  enlista lo que el personal médico tendría que haber hecho con ella: “me tendrían que haber dado medicación, me tendrían que haber hecho una resonancia, me tendrían que haber hecho una revisación”. Respira: “¿Sabes qué más me tendrían que haber hecho?”, baja la cabeza, acomoda el vellón y pincha con la aguja, “me tendrían que haber hecho un acompañamiento”. 

El tejido la acompaña de día y de noche.

Una de sus mayores proezas fue iniciarle juicios a lxs médicxs y a la clínica. Perdió los dos, el civil y el penal. El último lo supo en plena pandemia. El abogado le mandó mensaje de WhatsApp: “salimos para atrás”. Estaba en la cocina de su casa y se le paró el mundo. “¿Sabes qué me da bronca?”, arranca una parte de fieltro, “que la aracnoiditis está demostrada del día cero y ellos lo dicen”. Deja la aguja y la lana sobre la mesa. Se masajea la pierna derecha que se pone tiesa, inmóvil como una piedra. 

─¿Sabes que estoy esperando? Que alguno de estos médicos me diga de dónde me agarre la aracnoiditis. Nadie jamás me pudo decir de dónde vino la aracnoiditis. Yo antes de la cesárea no tenía ninguna patología. 

Hace algún tiempo atrás, una conocida le contó algo que fue una revelación para Lucrecia: en Neuquén hay otra chica con aracnoiditis. Tuvo una cesárea en la misma clínica y con el mismo anestesiólogo. No esperó, la buscó y la contactó. Su cesárea había ocurrido algunos años antes, con otro ginecólogo. 

─A ella le dio miedo, no quiso reclamar. Yo sí. No quería que esto quede impune. 

Para conseguir su historia clínica tuvo que hacerlo a través de su abogado. Cuando logró retirarla encontró sorpresas:

 ─En mi historia clínica ellos dicen que hicieron un trabajo espectacular. Que mí no me durmieron y que salí con la bebé del quirófano. Y la firma otro anestesiólogo. Del paro cardiorrespiratorio no dicen nada. Tampoco de la anestesia completa. 

El juicio civil duró 7 años. Ese fue el tiempo que tardaron en hacerle los estudios. ¿La razón? Ninguno de los peritos la quería ver. Generalmente, explica, los peritos son otros médicos, son compañeros de trabajo y se cuidan entre ellos. 

─¿Por qué te crees que terminan falsificando una historia clínica? Porque saben que se la re mandaron. Lo que no esperaban es que yo los denuncie. Aunque es muy difícil pelear contra las corporaciones médicas, vamos a apelar. 

Hace tres años que Lucrecia está en silla de ruedas, los siete anteriores se ayudó de un bastón para caminar. A los 30 años recibió la pensión por discapacidad. De la noche a la mañana, de laburar toda su vida, de ir y venir, pasó a depender de los tiempos de los demás. 

─Amor, ¿estás ahí? 

─Sí. 

─¿Me subís a la rampa? Quiero ir al baño. 

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En 2010, año que Lucrecia parió a su segunda hija nacieron 12.100 bebes en Neuquén. Para esa fecha la provincia ya estaba lejos de lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS) que considera que la tasa ideal de cesárea debe oscilar entre el 10% y el 15%, tasas superiores no se correlacionan con disminución de mortalidad materna ni neonatal. En Neuquén la cantidad de cesáreas fue en aumento: del 2010 al 2019 se registró un incremento porcentual del 24% de la participación relativa de nacimientos a través de cirugías. En hospitales públicos las cesáreas pasaron de ser el 26% en 2010 a 32,5% en 2019. Y en clínicas privadas se incrementaron de un 52% en 2010 a un 65% en 2019.  

Estas cifras a Cecilia no le llaman la atención: 

─Un parto tal vez te lleva 20 horas. Una cesárea, 30 minutos. Entonces por el mismo resultado, que es un bebe afuera, trabajan mucho menos. 

Cecilia espera en la puerta de la rotisería el pedido que hizo por teléfono. No le importa si hay personas que la puedan escuchar. Cuenta que les mediques hacen un montón de partos por mes. Todo pasa a ser un trámite: no saben a quién atienden, cuántos hijos tiene o si la mamá de la persona gestante se murió en el parto. 

─En muchas instituciones, al bebé se le sigue diciendo “producto de la gestación”. Entonces tenemos el producto, que hay que sacarlo vivo y tenemos un envase que hay que dejarlo lo mejor posible. Y nada más, no hay una persona con su historia familiar, no existe el contexto, es un envase con un producto. 

“No se respetan ninguna de las normas que cuidan a las personas que paren”. Cecilia se refiere a las normativas que amparan a mujeres y cuerpos gestantes a no ser violentadas en el momento, ni antes ni después de parir. Se refiere a la declaración de la OMS que en 1985 estableció que “el embarazo no es una enfermedad” y que diseñó recomendaciones para la atención perinatal. También se refiere a la Ley N°25.929 de 2004 conocida como “Ley de parto respetado”, que defiende y promueve derechos para quien pare y quien nace. Por ejemplo, prohíbe el trato humillante y el abuso de medicalización. También Cecilia se refiere a la Ley N° 26.529 llamada “Derechos del paciente con los profesionales e instituciones de salud” de 2009, que establece que el paciente tiene derecho a ser asistido por los profesionales de la salud, sin menoscabo y distinción alguna, o que en la historia clínica se deberá asentar todo acto médico realizado o indicado. Y a la Ley 26.485 también sancionada en 2009 de “Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales” que en su artículo N°6 define la violencia obstétrica como: “aquella que ejerce el personal de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, expresada en un trato deshumanizado, un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales”. Y por último, Cecilia también se refiere a la Ley provincial N° 2.499 de 2005 que otorga el derecho a toda persona que está en trabajo de parto y al momento del nacimiento de estar acompañada por quien designe. 

A la altura de Allen hay control policial. Empuja el embrague, pone segunda y baja la velocidad. A paso lento, pasa por delante del destacamento de tránsito y enumera lo que a muchas personas gestantes les sucede en instituciones privadas: “te haces el seguimiento con un ginecólogo o una ginecóloga, pero en el trabajo de parto te acompaña la partera que esté, si es que esa institución tiene partera. Si no te acompañan las enfermeras. Entonces ahí ya hay dos o tres personas que intervienen, si le pagaste a tu ginecóloga que te cayó bien va la misma persona que te acompaño todo el proceso de gestación, si no es otra persona diferente que nunca viste. En el puerperio te da de alta el ginecólogo o la ginecóloga que este de guardia ese día en el piso. O sea es alguien totalmente distinto que ni te vio gestando ni te vio pariendo. Al bebé le da de alta un neonatólogo que ojala sea la misma persona que lo recibió cuando nació, pero la mayoría de las veces es el que está de guardia. Entonces —pone segunda y levanta un poco la velocidad—¿cómo puede haber una continuidad en un proceso que intervienen tantas personas?”. 

Si la ruta no está cargada de camiones en 40 minutos llega a su casa.  Detrás de una fila de autos explica que el modelo que ella adopta es uno canadiense, que se usa también en Reino Unido y Suecia. Se llama modelo de continuidad y de cuidado y plantea que una misma persona o equipo de profesionales acompaña todo el proceso de gestación y de parto. Las familias en esos países, aclara, tienen la opción de elegir parir en sus casas o en institución. Antes de perderse en la ruta 22, hace la última reflexión: 

─A ese modelo de poder parir en sus casas, en esos países, lo financia el sistema de salud público. Y no es, como es acá, algo elitista. 

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Lucrecia teje, a su lado la muñeca que la representa y otras creaciones de La Sanadora

Hoy sortea una vereda sin terminar, vecinxs que estacionan en la puerta de su casa aun con el cartel de reservado por discapacidad, a conocidxs que le preguntan “¿Desde que estas en sillas de ruedas tu marido te dejó?” o “¿Vos ya no tenés más relaciones sexuales, no?”. Lucrecia tiene 2 gatos y 1 perro que nombró Felipe. Pasó de no tomar ninguna medicación a gastar $8 mil en pastillas todos los meses. Ahora esta ahorrado para comprarse un nuevo apoyabrazos para su silla de ruedas, le dijeron que sale $12 mil. Ya no duerme 8 horas de corrido. El dolor la despierta. Duerme de a 20 minutos y sus noches son una paleta de actividades: mira tele acostada en la cama hasta que se le entumecen las piernas, se levanta y en sillas de ruedas va a la cocina. Agarra el celular y se distrae en redes sociales hasta que los pies le punzan. Se baja de la silla y vuelve  a la cama. Intenta ver un capítulo de alguna serie que haya empezado y antes de quedarse dormida arranca la colonia de hormigas a correrle por las piernas. Se levanta de la cama y va al baño. Intenta hacer pis y no puede. Vuelve al living y se reencuentra con sus muñecas. Toma un gajo de madeja, penetra con la aguja y moldea. Desde hace un tiempo empezó con el “needle felting”, una técnica que con una aguja con púas, compacta vellón de lana para dar forma y crear personajes. Se hizo a ella misma en sillas de ruedas, a una amiga con su hijo y a las Abuelas de Plaza de Mayo. Del éxito que tuvo, una amiga le abrió un perfil de Instagram: “La sanadora artesanías” y ahora hasta recibe encargos. La pierna derecha le tiembla y se pone dura como una viga. Esta firme, tensa, estirada. No puede hacer nada más que esperar a que esa espasticidad pase. Las piernas se hinchan, bombean y pican. Se entumecen. La biblioteca de Lucrecia habla de su búsqueda por la sanación. Tiene desde Juan Salvador Gaviota hasta La magia del poder psicotrónico. Desde La salud a través de la filosofía y la dieta vegetariana hasta las predicciones de algún año de Ludovica Squirru. Clava la aguja, arrastra la lana y moldea. Habla de la ginecóloga y del anestesista que le hicieron la cesárea, “yo no digo que ellos no se puedan equivocar”, inserta la aguja, enreda las fibras y comprime, “pero si hubiesen tenido la calidad humana de hacer un seguimiento, de acompañarme, yo podría no haber tenido aracnoiditis”. Mete la aguja una vez más, engancha vellón y moldea, “la idea no es asustar”, levanta la mirada, “sino prevenir, que se sepa”.