La precarización y las prácticas institucionales de descuidos como obstáculo para la lucha contra las violencias machistas

La pandemia nos ha impuesto límites desde el cuerpo y desde las prácticas: no es del todo posible continuar como antes. Sin embargo en muchos espacios laborales -incluso las organizaciones que trabajan contra la violencia machista- esos límites son negados, cuando no se instrumentalizan. La psicóloga feminista María José González Prado reflexiona sobre la precarización actual y sobre la vuelta al trabajo presencial desde su experiencia en España y en Mendoza, Argentina. Las condiciones laborales se imponen “sin evaluar estados de salud, estrés laboral, hemos enfrentado despidos disciplinantes, más que disciplinarios, que imponen perspectivas capacitistas, productivistas y descartan trabajadoras o les imponen condiciones insalubres para su desempeño”.

¿Cuál es el lugar, espacio, tiempo que las, instituciones, asociaciones, empresas, entidades del tercer sector (entidades que en España nuclean en su mayoría profesionales especializadas en violencias machistas) dan a las prácticas efectivas de cuidados para las profesionales de la salud? ¿Qué se entiende por cuidados y a quienes se incluye? ¿Qué implica, en momentos de generalizada vulnerabilidad social, precarizar laboralmente a quienes ejercen funciones esenciales de acompañamiento e intervención directa en salud?

En el mismo momento en el cual me dispongo a escribir unas líneas acerca de la precarización de las profesionales en salud, incluidas aquellas que trabajamos hace muchos años en intervención directa en violencias machistas, me llega un burofax que me informa que la entidad para la cual trabajaba como psicóloga me despedía. 

Un despido más en plena pandemia, aparecen las causas y las excusas, quien tiene el poder escribe e instituye “el relato”. La excusa empresaria fue la indisciplina de mi parte al peticionar continuar con el teletrabajo hasta que mejorara la situación epidemiológica en Catalunya-Barcelona. Dicha petición, que comuniqué a la empresa-asociación, se explica a partir de tener una condición autoinmune que me coloca en la población de riesgo frente al coronavirus. Teletrabajé todo el confinamiento hasta el mes de octubre, cuidando y brindando tratamiento a mujeres, niñas niños, niñes pero en medio de la segunda ola de pandemia en el Estado español, cuando tomo medidas de autocuidado, intento diferentes vías de negociación, diálogo, acuerdos para continuar temporalmente con el teletrabajo, por el alto riesgo para mi salud, ese cuidado es considerado una falta disciplinar y por lo tanto la decisión es dejarme sin trabajo ni posibilidad de reubicación alguna en la entidad. Pero, lo más importante de este relato es que no soy un caso aislado, el descuido de muchas trabajadoras en sus espacios laborales no sucede exclusivamente en territorio español, tampoco la precarización de las profesionales en salud ni de quienes intervienen en la red de atención en violencia machista son una excepción.

La situación de discriminación, no conciliación, descuidos, falta de escucha y de prácticas feministas por parte de quienes gestionan el ordenamiento jerárquico y la precarización laboral -que se refleja en bajos salarios, sobrecarga de horas de trabajo- son aspectos que atentan contra la calidad de la atención y son datos que trascienden mi subjetividad. Me refiero a la cantidad de personas de distintas edades a quienes brindamos atención en salud mental por día, el conjunto de las condiciones e infraestructuras en la cuales se brinda esa atención en salud (en Mendoza presencié cómo las trabajadoras no pocas veces atienden largas horas en despachos, consultorios, oficinas, sin ventilación, luz, calefacción o refrigeración adecuadas), la falta de insumos para dar respuestas a sus intervenciones y/o tratamientos, los contratos precarios y temporales, sin estabilidad alguna.

Objetos que parecen fuera de lugar, ahora habitan el espacio en el que vivimos. Tenemos otros rituales cotidianos para abrazar la incertidumbre. Asumimos como propia esta nueva ocupación.

Esta situación es la actualidad de muchas compañeras con quienes he compartido espacios laborales de intervención directa en salud y en violencias machistas, tanto en España como Argentina, también me atrevo a decir que es la situación actual de muchas médicas, enfermeras, trabajadoras sociales, trabajadoras de limpieza, y la lista de la feminización de la precarización laboral se haría extensa. En este sentido advierto una serie de obstáculos que es necesario remover para la continuidad y sostenimiento de las luchas feministas contra las violencias machistas a sabiendas que la precarización y los descuidos de las trabajadoras es una forma de ejercicio de la violencia laboral, que opera a nivel micro y macro social, dentro y fuera de las instituciones.

Sabemos que, sin la fuerza de trabajo de las mujeres, las personas feminizadas, las personas racializadas, las de sectores populares, sin los cuidados, la vida cotidiana no se sostendría. Sabemos que en el contexto de pandemia se agudizaron los femicidios y las violencias machistas, se agudizaron las consultas por ansiedad, depresión, estrés, suicidios y también sabemos que las profesionales de intervención directa en salud hemos sostenido la atención, los cuidados, y los abordajes en tiempo real. Esto es, al mismo tiempo que el contexto nos atravesaba subjetiva y socialmente en nuestros cuerpos, nuestras psiquis, nuestras familias, nuestras pérdidas, nuestras relaciones de lazo social y nuestras responsabilidades con los cuidados de otres. 

En medio de la pandemia muchas trabajadoras hemos visto profundizada la precarización de nuestro trabajo, recortadas nuestras contrataciones, hemos estado exigidas a una presencia en nuestros puestos de trabajo sin evaluar estados de salud, estrés laboral o enfrentado despidos disciplinantes, más que disciplinarios, que imponen perspectivas capacitistas, productivistas y descartan trabajadoras o les imponen condiciones insalubres para su desempeño profesional a sabiendas que la cola del paro (desempleo) no deja de crecer. Instituciones, entidades, asociaciones, equipos de trabajo que hablan de, pero no practican feminismos ni conciliación de cuidados.

La pandemia nos ha impuesto unos límites, bordes, un “no todo posible continuar como antes”, desde los cuerpos, desde nuestras prácticas cotidianas, y no solo para quienes transitamos alguna patología crónica. Sin embargo en muchos espacios laborales esos límites son negados en un cinismo tal que, incluso, se intentan instrumentalizar los cuidados de les otres, de las personas a quienes brindamos tratamiento y con las que mantenemos nuestro compromiso profesional y feminista.

Entre lo mucho que nos enseñan los feminismos está la certeza de que la entrega incondicional, incluso la entrega que pone en peligro nuestra vida es una forma de controlar a las mujeres. Este tipo de prácticas neoliberales y antifeministas construye nuevas subjetividades obedientes, sacrificadas y ausentes de derechos, siendo posible un aprendizaje vicario de modelos de opresión, las cuales poco a poco reproducen malas praxis, profundizan las rupturas de lazos sociales y aumentan la des-subjetivación, una especie de pérdida progresiva del pensamiento crítico que facilita subjetividades pasivas frente a los abusos de poder, a lo que se impone como normativo, otro obstáculo para luchar contra las violencias machistas.

Entre lo mucho que nos enseñan los feminismos está la certeza de que la entrega incondicional, incluso la entrega que pone en peligro nuestra vida es una forma de controlar a las mujeres.

Esta realidad sumada a la precarización mencionada impide la organización de las propias trabajadoras, promueve el productivismo por encima de los resultados en los tratamientos, la docilidad y obsecuencia de las trabajadoras. Cada 2, 3, 6 meses ven en vilo sus puestos de trabajo, su integración institucional, su salud integral, según el humor de lxs dueñxs o quienes encarnen ese lugar de dueñidad, como lo menciona Rita Segato. Llamo así, por ejemplo a lxs gestorxs de espacios del tercer sector, institucionales o entidades. Muchxs toman a los feminismos como estandarte pero los vacían de contenido.

El llamado tercer sector es de una heterogeneidad tan amplia, con tantos matices y especificidades que escapa a esta reflexión hacer un diagnóstico de él. Pongo el foco en las estructuras del tercer sector que se caracterizan en sus modelos de organización y trabajo por estar más cerca de las empresas (orden jerárquico, escasa participación de las trabajadoras en las decisiones importantes, poca transparencia, priorización de las ganancias por sobre la calidad del servicio, expulsión de las trabajadoras que reclaman por sus derechos, de las que no responden con obediencia y sumisión, de las que tienen problemas de salud, etc.), que de las cooperativas, asociaciones que sí trabajan de manera horizontal, incorporando el feminismo a sus prácticas cotidianas y contemplando el cuidado de sus integrantes.

Al precarizar y discriminar a las profesionales, muchas organizaciones se transforman en sí mismas en un obstáculo para abordar los problemas que se propusieron resolver en primer lugar, como la violencia machista. A diario provocan el agotamiento y la huida de profesionales cualificadas. Poner un límite laboral durante la pandemia dejó al descubierto prácticas laborales precarizantes. Me preocupa que muchas profesionales de sólida experiencia luego de un recorrido en el tiempo de intervención directa decidamos por cansancio, agotamiento, burnout salir de la intervención o “nos decidan” por no coincidir/avalar/legitimar prácticas que llamo “del descuido”.

Creo que el primer paso para la transformación de este escenario debería orientarse a reflexionar acerca de que los problemas de desigualdad afectan principalmente a las mujeres y más aún aquellas donde se entrecruzan diversas intersecciones como la clase, el género, el color, la salud, la edad. Estas desigualdades tienen su inscripción en procesos de mercantilización y privatización tan propios del neoliberalismo como tan atravesados por el patriarcado.

Si bien como psicóloga apuesto al poder transformador que opera cuando se “hace lugar” a la demanda, a la escucha y se ponen en práctica algunos cuidados y pactos de des-precarización con las trabajadoras, algo imprescindible dentro del tercer sector en España, también advierto que al tratarse de un proceso global, social y político de desigualdades excede, como ocurre en la Argentina, a las instituciones de pertenencia o a la “voluntad” de sus trabajadoras. En este sentido, si pensamos en procesos subjetiva y socialmente transformadores se requiere de la posibilidad de organización y del sostenimiento de luchas anticapitalistas y antipatriarcales que concretamente pongan el cuidado y la salud de las mujeres en el centro de sus movimientos emancipatorios, solo así devendría algo de lo reparatorio fuera del aisalmiento y la soledad en la que muchas veces nos arroja la precarización.

*María José González Prado Psicóloga clínica, feminista interseccional.