Me gustaría hablar con mis amigas de lo mal que se viste Shiv en la serie Succession, que empezó su cuarta temporada. No entendemos bien cómo compran y venden, pero qué lindo ver el odio que tensa los lazos familiares. No podemos hablar de Shiv. La Matanza, corazón metonímico, late con el asesinato del colectivero y hay un ministro a las piñas en la TV. Se impone hablar de eso.
Me mudé hace un mes y cinco días. Exactamente en la fecha en que tuve que desalojar mi casa, la casa en la que ensamblamos la Máquina de lavar, la casa que cobijó muchas, muchas reuniones de Ni Una Menos, donde hicimos fiestas abiertas los 3J y los días de huérfanxs, la casa en la que vivieron, lloraron y se enamoraron muchas personas, en la que algunxs se hicieron torta, donde quise meterme entre las grietas que formaba el piso, en la que cociné tanta calabaza que las paredes se volvieron naranjas, en la que floté en el nirvana de las notas del piano que tocaba mi hijo y la voz de mi hija sobre ellas, con un cartel la comida no tiene dueño. Pero al final, como cuando cantaban la de Pato, el comunismo resultó complicado.
La casa en la que estoy ahora, por un tiempo y de prestado, me recibió generosa. La gata se malcrió y llora como un bebé. Ya no quiere el alimento procesado. Quiere comerse a otros animales, carne de pollo, cerdo, pescado. En la mesada hay un paquete de la yerba que toma el anfitrión, un tucán de pico fuerte en el paquete. En esta casa hay ruidos nuevos. Hay un ruido repetido que empiezo a detectar como alarma. Es el grito agudo y laríngeo de un chico. Pide Maaa, maaa, desesperado, un grito al vacío, que nunca encuentra respuesta, queda flotando en el aire de la angustia y la ausencia.
Pasamos el verano en una quinta del conurbano. Casas con parques módicos separados por ligustrinas y mediasombras. Nuestro pedazo de pasto lindaba con un establo, llegaban relinchos y olor a bosta. Estilo campo hasta la arcada. Se escuchaban los gritos del niño de al lado. El chico se llamaba igual que mi hijo, me perturbaba oír a la mamá diciendo basta. Me llevaba directo a los días de infancia sobrepasada, tareas domésticas y laborales (distinción inválida) acumuladas, la imposibilidad de atender todas, tantas demandas simultáneas. Entendía a esa madre saturada y a la vez me asfixiaban los gritos del chico a la hora de la siesta, un nene chiquito que probablemente no sabía, no podía entretenerse solo para que sus padres durmieran.
Cobarde, sólo unos días antes de volver a Buenos Aires me acerqué. Di vuelta el alambrado y aplaudí en la puerta. Se acercó un hombre de aspecto rudo y le dije, vendedora de Biblias, quisiera hablar con la mamá de León. Para mi sorpresa, pensé que me pegaba un balazo, fue a buscarla. Le pregunté si estaba bien, si necesitaba algo, si se le estaban haciendo largas las vacaciones con hijxs pequeños. Hablamos un rato. Cambiamos teléfonos. Algo se armó y algo se desarmó. Charlamos. Le conté y me contó. Cuando me fui, quedamos en contacto un tiempo.
A veces estoy sola en esta casa grande de Balvanera y escucho los gritos al otro lado de la medianera. Es una calle de PHs y hay ventanas y patios por donde se cuelan los ruidos. Todavía no distingo cuál es la puerta que se abre y se cierra. El grito de al lado no tiene respuesta, es un grito al aire, repetido, nadie lo atiende o lo reta. Pienso en tocar el timbre, me doy vergüenza. Esta vocación idiota de bajar con el helicóptero en medio de un conflicto, un show, que te metan una piña —con suerte—. Pienso que esa criatura quizás tiene una condición, quién soy para intervenir en algo que desconozco. Trato de poner la mente en blanco, de ver Succession, una serie tan distante de nuestra realidad tangible que te transporta a mundos que lo peor es que son posibles. No entiendo nada de números. El grito igual se escucha.
Llega el dueño de casa y le cuento, no doy más, hay un chico que no tiene consuelo. Ahí está. No escucho, dice. Ahí. Ahí va de nuevo, ¿ves? Ah, sí. Es el vecino. Vende pájaros exóticos. Debe ser un tucán. La pesadilla no cesa, se transforma. La pulsión por tocar el timbre de al lado se pospone, hay que pensar todo de nuevo. En las redes la polémica ya es otra, una que no tiene ni al colectivero asesinado en la Matanza ni a María Isabel Speratti Aquino. María, la que hizo todo lo que decimos que hay que hacer cuando estás en una situación de violencia: denunció, tendió redes, avisó a sus amigas y marchó el 8M, e igual su pareja la mató. En la cocina de la casa que habito hierve una olla de mijo.
El bosque de los signos es la columna periódica de Marina Mariasch en LatFem. Podés leer las entregas anteriores acá.