El pánico moral desatado ante la “ideología del género” se expande como una celeridad que va del púlpito a un hashtag.
En Perú, un movimiento reaccionario se alzó con el objetivo de frenar la implementación de la educación sexual. En Chile y México, el autobús naranja “Por la libertad” circuló por las principales centros urbanos, invirtiendo el famoso resabio de Simone de Beauvoir, “Si eres mujer, seguirás siéndolo”. En Colombia, el intento de Acuerdo de Paz con la FARC fue impugnado por facilitar el “homosexualismo”. En Brasil, una efigie prostibularia de Judith Butler fue quemada, acusada de brujería. En Guatemala, la iniciativa 52/72 se propone la penalización del aborto y un régimen de conyugalidad heterosexual. Rodeado de un séquito militar, su presidente enfatizó que el matrimonio es “entre un hombre y una mujer”, al momento de expulsar un organismo de la ONU, encargado de visar casos de corrupción en su gobierno. En España, el Foro de la Familia movilizó un millón de personas en contra del matrimonio igualitario en 2005. Pero cuando quisieron replicar lo propio en Argentina, cinco años después, no obtuvieron la misma capacidad de convocatoria. Recientemente, por vez primera, la Ley de Educación Sexual Integral está pronta a introducir el género y la diversidad sexual en su texto normativo, iniciativa que fue acusada de estar viciada de “ideología”. Un peligro inminente.
Pedagogía del opresor
En los últimos años, ha cobrado fuerza la aparición de un movimiento organizado transnacionalmente, tal como ha demostrado David Paternotte, interesado en realizar una cruzada moral contra la “ideología del género”. Esta política reaccionaria se organiza en defensa de un orden presentado como natural, que se vería comprometido por buena parte de la protesta sexual activada por feminismos y movimientos LGBT, a saber, derechos sexuales y (no) reproductivos (legalización del aborto), educación sexual, matrimonio igualitario, reconocimiento a la identidad de género y adopción de infantes, por mencionar lo mínimo.
Retóricamente, la “ideología de género” alimenta la vuelta a un origen reparador para garantizar un futuro admisible y lo hace operando no solo mediante un fundamentalismo religioso, sino también, dicho con Juan Marco Vaggione, a través de un “secularismo estratégico”, una operación argumentativa que no escatima en beber de saberes presentados como científicos y jurídicos para organizar su contienda.
Dos momentos históricos signan el montaje reaccionario ante la apropiación feminista-trans de la categoría género. La IV Conferencia de la Mujer en Beijing (1995), que en su plataforma introdujo un llamado hacia políticas públicas con enfoque de género. La declaración de los Principios de Yogyakarta (2007), que estableció estándares legales para el reconocimiento de la identidad de género autopercibida. Mientras en el primer caso primó una versión estructural-funcionalista de subyugación de las mujeres cis, el segundo abrió una concepción fluida de modos de vivir y experimentar el género que no necesariamente se ajustan a la bicategorización moderna-colonial implantada por Occidente.
En 1997, Dale O’Leary, una reportera cercana al Opus Dei que asistió a Beijing, introdujo la categoría “ideología del género” en The gender agenda. Redefining equality. En 1998, Alzamora Revoredo, de la Conferencia Episcopal Peruana, publicó La Ideología de Género. Sus Peligros y Alcances. Los preceptos generales quedaron establecidos y, desde entonces, existen innumerables publicaciones que se caracterizan por su reiteración. En 2016, Agustín Laje y Nicolás Márquez publicaron El libro negro de la nueva izquierda: ideología de género o subversión cultural, un libro de dudosa fiabilidad intelectual en la que tergiversan múltiples líneas de pensamiento feminista, trans y queer, elaborando una suerte de “patchwork” que les permite descontextualizar un conjunto de experiencias socio-históricas diversas y discontinuas. En todos los casos, la sororidad feminista, las prácticas sexuales no-reproductivas y la afirmación de género fueron asociadas a la caída de la nación, la enfermedad, los tiempos finales.
Sin embargo, desde los años setenta, fue la propia teoría feminista la que identificó al género como una ideología con el objetivo de trazar una plataforma de acción política. Las lecturas feministas de Louis Althusser -filósofo marxista y femicida- fueron cruciales al comprender que el género, en tanto organización imaginaria de relaciones sociales entre los sexos, opera como una ideología. También al poner el acento en la necesidad de un funcionamiento subjetivo de la ideología, esto es, una interpelación primaria que convoca a los sujetos a devenir “varones” o “mujeres” bajo una mutua exclusión entre identificación y deseo (a un sexo-un género-un deseo). El análisis del género como ideología otorgó rigor teórico a una comprensión de lo personal como efecto de una organización político-sexual. Mejor aún, dicho por Teresa de Lauretis, si lo personal es político, entonces, no hay distinción entre tales esferas. Los agenciamientos sexodisidentes -incluidos los feministas- encontraron aquí su terreno de contestación.
¿Alguien quiere pensar en los niños?
Si bien es cierto que estos grupos provienen y simpatizan con iglesias católicas, evangélicas, pentecostales; ni el extendido mote de fundamentalismo ni de “anti-derechos” permite comprender los alcances de este movimiento, que suele recurrir a canales institucionales de agonización del conflicto político-sexual así como ofrecer veridicción científica absoluta. Calificarlos de grupos “anti-género”, como es frecuente en Europa, es privilegiar su artefacto discursivo que, al negar el género, actualiza su operación ideológica. Este movimiento no es anti-género, es un movimiento restaurador de un ordenamiento del género. Tales restauradores del orden no esconden su nostalgia por un paraíso perdido, un estado de naturaleza que, paradójicamente, revela toda su artificialidad en el propio conflicto social, tanto por las resistencias sexuales personales y colectivas como en las cruzadas que intentan volver a religar el orden de las cosas autoevidentes.
Pocos hashtag como el generado en Perú, #ConMisHijosNoTeMetas, guardan la cualidad de tensionar las transformaciones en el gobierno de la sexualidad y la producción socio-histórica de la infancia, incluidas sus formas jurídicas y clínicas (desde el “derecho del niño a la identidad”, pasando por la categoría de “incongruencia de género” del actual CIE-11). En primer lugar, porque el sintagma se arroga un patronato y patria potestad del menor, en Argentina ya derogados, que desconoce los términos de la Convención de los Derechos del Niño, cuya reglamentación normativa, en países como el nuestro, subió sus estándares de protección al prevalecer el derecho de éste cuando medie un conflicto con un tercero. Sean estos los embajadores de la heterosexualidad compulsiva, la profilaxis o la gestación forzada. En segundo lugar, porque la defensa de una inocencia original de “mis hijos”, vínculo definido por jerarquización, es el efecto de un acabado ideológico por excelencia. Como figura a disciplinar y normalizar el niño convoca a una comunidad educativa, tanto la familia como a la escuela. Conviene recordar que, durante largo tiempo, la cultura escolar se sostuvo bajo el ideal naturalizado de familia nuclear heterosexual, auspiciando la utopía civilizatoria del progreso a través de la escolarización. La materialización espacial del clóset, del secreto que organiza lo decible, necesitó históricamente de la escuela. La sexualidad atrapada de la señorita maestra depende de una versión aséptica, garantizada en la cancelación del cuerpo sexuado a través del uniforme escolar y su mutua correspondencia al infante, objeto de cuidado, de extensión protésica de las dotes maternales. La nuestra es una disputa por la desterritorialización de un histórico currículum oculto, el de la incitación jerarquizada de la diferencia sexual y la heterosexualidad obligatoria.
Presente extendido: educación sexual para decidir
Luego de que, en agosto de 2018, una mayoría circunstancial del Senado optó por sostener una ley centenaria de penalización del aborto, el Congreso argentino avanzó hacia un dictamen de reforma de la ley 26.150 de Educación Sexual Integral. El impulso dado por los Frentes de Educación Sexual Integral y Frentes de docentes por el derecho a decidir fue contundente. De aprobarse, la normativa a tratar está pronta a reconocer el respeto a la identidad de género y la orientación sexual, un arreglo curricular conforme a saberes científico y laicos de importancia pública que, al mismo tiempo, reconoce los saberes de las culturas de pueblos originarios. Esto supone una expansión de la frontera de saberes pedagógicos hacia una comprensión pluriversal de la autodeterminación corporal.
Sin embargo, los restauradores del orden, de momento, impidieron la incorporación del fallo FAL y el Protocolo de Interrupción Legal del Embarazo al proyecto de reforma. En cada uno de estos embates, no se trata tanto de lograr una versión armónica de la “sexualidad enseñable” como de asumir la conflictiva movilidad y parcialidad de lo que contará como contenido curricular. ¿No fue esto lo que aprendimos de la fisura curricular que provocaron cientxs de jóvenes portando pañuelos verdes en sus mochilas escolares?
*Publicado primero en La tinta.