En el caso de un mal parto

Bettina Sidy y Clara Gilligan son antropólogas, investigadoras del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). En este artículo analizan, desde una mirada histórica, la manipulación y el control de los cuerpos gestantes.

El 23 de diciembre de 1802 el Rey de España, a través de su Consejo de Indias, ordenó que cada vez que muriese una mujer embarazada se le practicase una cesárea. El objetivo de la cirugía -en las precarias condiciones de la época- era garantizar la vida eterna de los fetos nonatos a través del bautismo. El documento, que llegó a todos los rincones de Hispanoamérica, funcionaba como un manual de instrucciones para que curas y párrocos pudieran realizar la intervención sin la participación de cirujanos o especialistas.

Aquella orden formaba parte de un clima de época compuesto por descubrimientos e indagaciones en torno al conocimiento anatómico en general, y al femenino en particular. Para la última mitad del siglo XVIII se produjeron un conjunto de textos y tratados médicos y religiosos en los cuales se inspiró la orden. Se trató de una época en la que, el surgimiento de las academias médicas y el incipiente desarrollo del campo de la biología articularía un conjunto de conocimientos específicos en prácticas e instituciones de gobierno. En ellos se establecieron conceptualizaciones, objetivaciones y juicios acerca de la vida de las mujeres. En un contexto en el que prácticas como el aborto e el infanticidio eran -quizás- las únicas estrategias de control sobre sus cuerpos que las mujeres tenían a su alcance, el deber de la maternidad formó parte de una ideología subsidiaria de la valorización del embrión/feto como un bien preciado para los gobiernos.

Aunque el aborto voluntario fue una práctica extendida en Hispanoamérica colonial, poco sabemos acerca de los procedimientos adoptados, su magnitud y las experiencias de quienes lo practicaron.

Se trata de un mundo al que accedemos a partir de las reflexiones propuestas por religiosos, funcionarios judiciales o facultativos. Mirar de cerca ciertos documentos de la época, nos sirve no sólo para historizar las representaciones morales respecto a la gestación y el nacimiento, sino también para revisar nuestras posibilidades de acceder a las experiencias femeninas a partir de las fuentes documentales. 

La prescripción normativa de la vida nos invita a preguntarnos por las maneras en que algunas prácticas se sostienen en la clandestinidad. El aborto voluntario es un caso emblemático ya que, en base a nuestro conocimiento actual, podemos asegurar que la limitación regulatoria tiende a contribuir a que estas prácticas no se documenten. De hecho, lo que se intenta regular nos da pistas acerca de lo que se hace cotidianamente.

Salven al futo de la madre

En 1785 el cura párroco italiano Francesco Cangiamila publicó -con gran éxito- su Tratado de Embriología Sagrada, en el cual se basaría luego la orden de 1802. En sus páginas se asume que las mujeres se abandonaban a todo tipo de placeres, entendiendo a estos como una forma de violencia que de ninguna manera debería estar permitida al género femenino. Todo movimiento fuera de control era, para el cura, una posible causa de aborto. Para paliar aquella condición liminal de lo femenino, mantener el embarazo, transitar el parto y sostener con vida a la progenie, las mujeres deben ser guiadas por voces sabias que logren alejarlas de sus tendencias más naturales.

A lo largo del Tratado las referencias al embrión o feto en tanto existencia independiente de la mujer gestante son tan reiteradas como novedosas ya que, hasta mediados del siglo XVIII se entendía que aquello que contiene el útero materno era solo un apéndice del cuerpo femenino. El embarazo no era definible desde el punto de vista de una relación, ya que le faltaba su presupuesto mismo, la presencia de dos entidades que fueran autónomas. 

Ahora bien, la tensión entre esta existencia -ahora percibida como autónoma- y la vida de la mujer también recorre el documento. Dice Cangiamila “…una mujer está obligada a sufrir la operación cesárea, aun cuando amenazara algún riesgo a su vida, si con ella hubiese de impedir el que su fruto muera sin recibir el bautismo”. Se esboza una jerarquización preliminar entre el valor otorgado a estas dos almas cuando se indica practicar la cesárea a una mujer viva -reconociendo el riesgo que implica para ella-. Las prácticas recomendadas en el Tratado de Embriología están atravesadas por disquisiciones que asumen la sumisión de la vida de la mujer a la del embrión, “…que más vale que una mujer embarazada muera, que el que tome remedios capaces de hacerla malparir (…) debe la madre preferir la vida eterna del hijo a su propia vida temporal.” 

Entre las manos de un profesor experto

Al mismo tiempo, en el siglo XVIII las instituciones educativas y de gobierno en los países europeos comienzan a reconocer a médicos y cirujanos que intervienen en alguna etapa de la gestación y los nacimientos. Algo de eso llegó también a Hispanoamérica. La contracara de aquel reconocimiento fue, sin embargo, que el trabajo de las parteras comenzó a ser cuestionado por diversas voces que aparecían ahora como autorizadas en la materia. La introducción de instrumentos como los fórceps legitimaba la participación masculina en el parto al mismo tiempo que vedaba la entrada de las mujeres por considerarlas incapaces para manipular tales herramientas. 

Lo que es notable, tanto desde los textos médicos como desde los religiosos es la tensión entre un saber que se asume consagrado, ya sea por la religión o por las modernas disciplinas del cuerpo -aunque, ambos producidos exclusivamente por hombres-  y un saber definido como más antiguo o tradicional, asociado a lo que se entendía por femenino, endilgado a las parteras. Las parteras se manejaban en una red femenina de mutua asistencia en la que los hombres no tenían un rol legítimo. Sin embargo, resulta difícil hablar de ellas, dado que, en general, fueron habladas por otros. 

Resulta evidente el modo en que se vincularon las prescripciones impuestas a la vida de las mujeres, en general y especialmente durante el embarazo, con los acuerdos sociales que determinan el inicio de una vida, la existencia de un alma que amerita ser salvada y; por último; quiénes son los sujetos que sostienen estas discusiones. Deliberaciones que, aunque revisamos únicamente en sus formas discursivas, tiene por objeto intervenir sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres. Resulta claro que estas ideas forman parte de una genealogía de los conocimientos que aún hoy en cierta medida gobierna nuestras vidas. Aunque sin duda en permanente proceso de transformación, estas nociones discuten con nuestras propias experiencias sensoriales y continúan otorgándole un absolutamente desigual a las mujeres en los debates referidos a la sexualidad y la reproducción.

Artículos consultados:

-Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba, Argentina. 1805. Operación cesárea. Para que se ejecute en la forma que previene la instrucción que se acompaña.  Gobierno, Caja 27, Legajo 1, Cédulas Reales, fs. 3.

-Cangiamila, F. 1785. Embriológia sagrada, o, Tratado de la obligación que tienen los curas, confesores, médicos, comadres y otras personas de cooperar a la salvación de los niños que aun no han nacido, de los que nacen al parecer muertos, de los abortivos, de los monstruos, etc.: contiene varias prevenciones muy oportunas para las urgencias. Madrid: en la Imprenta de Pantaleon Aznar, Colección: Biblioteca Nacional de Chile.

-Esparragosa y Gallardo, N. 1798. Memoria sobre una invención fácil y sencilla para extraer las criaturas clavadas en el paso sin riesgo de su vida, ni ofensa de la madre, y para extraer la cabeza que ha quedado en el útero separada del cuerpo. Nueva Guatemala: por D. Ignacio Beteta, Colección: Biblioteca Nacional de Chile.