El crimen del ex concejal Eduardo Trasante conmovió a parte de la ciudadanía rosarina. Trasante tuvo reconocimiento público por la búsqueda de justicia tras el asesinato de sus hijos y por solidarizarse con las búsquedas de justicia en relación a otras muertes, sobre todo las ligadas a la violencia institucional. Sobre su muerte se imprimió rápidamente la misma explicación que sobre la mayoría de las muertes de la ciudad “fue el narcotráfico”, “fueron las mafias”. Sin embargo, para tratar de comprender ciertas conflictividades que tienen lugar en Rosario, en los últimos años, es necesario historizar y complejizar la mirada sobre las dinámicas de la(s) violencia(s) y su ligazón (o no) con la expansión de determinados mercados ilegales.
Rosario ha tenido históricamente una tasa de homicidios registrados por debajo de la media de las grandes ciudades de nuestro país y muy por debajo de otras ciudades de la región. A partir de 2012 esa tasa comenzó a incrementarse significativamente, y llegó a un pico en 2013. Esa tendencia se sostuvo hasta el año 2014, momento en que comenzó a descender levemente, pero se mantuvo siempre por encima de su tasa promedio histórica. En el primer semestre de 2020 la tasa sigue elevada, pero no es muy distinta de los años previos. La gran mayoría de los muertos y sus agresores son varones jóvenes de barrios populares.
Esas muertes suelen ser caracterizadas en los medios de comunicación, en los discursos oficiales y de diversas organizaciones sociales y políticas, como “disputas territoriales por el control de la venta de drogas, como “ajuste de cuentas del narcotráfico” o directamente mencionadas como el resultado de una “guerra narco”. El “narcotráfico” o lo “narco” se instala como prisma que es utilizado una y otra vez como categoría auto-explicativa de una variedad de fenómenos. Prisma que distingue, homogeniza, etiqueta, y al mismo tiempo tranquiliza. El problema está en otro lado, son los feos, sucios y malos de siempre.
Si bien en los últimos años ha habido un mayor desarrollo de determinados segmentos del mercado de drogas ilegalizadas, en relación a algunas sustancias en particular; que podría acelerar algunas conflictividades e impactar en otros mercados ilegales, como el circuito de circulación de armas de fuego y municiones, esta expansión no logra explicar por sí sola el aumento de los homicidios. Este tipo de explicaciones, además, suelen desconocer la incidencia de las políticas de seguridad y las prácticas de las agencias del sistema penal, en especial de las policías y fuerzas de seguridad, en la configuración local y particular, tanto de esos mercados ilegales, como de la(s) violencia(s) que sufren de manera intensa algunos grupos sociales. Y proponen, de forma paradójica, salidas predominantemente punitivas para abordar estos fenómenos. Es la fracasada guerra contra las drogas, intentada una vez más.
Entonces, otras caracterizaciones sobre estas muertes se imponen como necesarias y permiten entender diferentes dimensiones de la(s) violencia(s) que sufren y protagonizan estos jóvenes. “Acá no hay una guerra narco, los pibes se quieren hacer ver”, “querían ser uno más que el otro”, “quieren hacerse cartel de tira tiros” repetían sin cesar jóvenes de un barrio de zona sur de la ciudad para disputar los sentidos hegemónicos y externos construidos sobre su barrio y sobre sus muertos. Para les jóvenes tener cartel es una forma de tener un nombre, una reputación, de ser conocido (fama) y/o reconocido (honor y respeto). Colocaban así explicaciones ligadas más bien a muestras de valentía y coraje, relacionadas a demostraciones de masculinidad, con referencia a un aspecto productivo en términos de obtención de honor y prestigio social y formas de construcción y/o disputas de poder y autoridad, con materiales socialmente disponibles.
No es posible comprender estas formas de construcción de prestigio social y honor, estas búsquedas de reconocimiento, sin situarlas en los contextos de desigualdad y exclusión social en las que se producen, en los que se sufren experiencias de humillación, explotación económica y opresión política. Se trata de formas de construcción de reconocimiento en los espacios sociales en los que les resulta posible, lo que también da cuenta de que ello les es negado o dificultado en otros ámbitos sociales más convencionales. Se trata de formas de afrontar las experiencias de humillación que les jóvenes sufrieron en la escuela, al circular por la ciudad, en sus interacciones cotidianas con la policía y, especialmente, en el mundo laboral legal –formal e informal–, al ocupar los puestos más opresivos y peores pagos. Son cuestiones que nos colocan frente una pregunta urgente: ¿cómo producimos otros materiales para que estos jóvenes varones puedan sentirse reconocidos, respetados, protegidos y conocidos en nuestras sociedades desiguales, que no sea a través de un despliegue de violencia contra un otro que, a su vez, ha sido construido socialmente como matable, descartable, desechable?
Cuando el “narcotráfico” parecía acapararlo todo, a mediados de 2015 las repercusiones en Rosario del movimiento “Ni una menos” permitió visibilizar otras muertes y, de algún modo, masificar los reclamos ligados a las violencias machistas, que varios actores sociales y, en especial, diversas organizaciones feministas venían sosteniendo desde hacía tiempo. El femicidio de una joven en la ciudad de Rufino provocó un repudio inmediato, colectivo y viral, que culminó con una convocatoria de periodistas, artistas, militantes y activistas a manifestaciones en todo el país. Por ese entones, las crónicas periodísticas se teñían de otro color, otro prisma parecía imponerse para mirar y explicar determinadas violencias y se inauguraba lo que algunes denominaron una nueva etapa feminista, que nos interpeló a todes.
Una joven del barrio, novia de un “tira tiros” que había conocido por ese entonces, me reenvió por celular la convocatoria. Me sorprendí con ese mensaje, hasta ese momento ligaba el reclamo a los sectores sociales medios y no me parecía muy popular; decidí entonces acudir a la cita. Efectivamente el reclamo desbordó todo, la manifestación fue multitudinaria y sumamente heterogénea. Mujeres muy jóvenes se intercalaban con viejitas, pibas de los barrios con señoras del centro y así. Había furia, furia contenida y una energía arrolladora. Sin lugar a dudas me conmoví, esa experiencia se imprimió en mi cuerpo, en mi forma de mirar tan preocupaba por denunciar los pibes que mataban y morían en la ciudad, de comprender ese mundo. Me estaba pasando en frente un elefante en un bazar.
Y sí, el mundo del delito rosarino aparece históricamente con predominio masculino, protagonizado públicamente por varones. Son ellos los que ocupan el espacio público de la esquina, son ellos los famosos, cuyos nombres suelen aparecer en los titulares de la prensa local y de quienes solemos ocuparnos desde el mundo académico. A su vez, la supuesta menor participación o presencia de las mujeres suele interpretarse como el resultado de cierto rol femenino tradicional y obligatorio que involucra a las jóvenes. Todo esto a pesar de que haya mujeres, desde la mítica Ágata Galiffi, que en distintos momentos, participaron o participan de actividades vinculadas al delito.
En algunos casos llevan adelante la maquinaria logística imprescindible para el desarrollo de esos mercados ilegales o las tareas de cuidado necesarias en esos ámbitos para el desarrollo de ellos, los varones. La mayoría de las veces lo hacen desde una posición subalterna, en los peores puestos y casi siempre dentro del ámbito del espacio doméstico. Aunque sobre ellas también cae todo el peso de la ley del modelo prohibicionista y resultan fuertemente criminalizadas.
Durante nuestras investigaciones eran muy pocas las jóvenes que conocimos que disputaban su prestigio a los tiros en el espacio público, casi a la par que los varones, y cuando eso sucedía solían ser masculinizadas. Una de esas pibas era caracterizada en el barrio como “flaquita, chiquita, que sólo se mantiene en pie por los dos fierros que lleva en la cintura”. Cuando la conocimos, si bien era muy flaca, no era chiquita, ni lleva dos armas de fuego, vestía ropa deportiva y paraba junto a sus amigos varones en una de las esquina del barrio, lugar que no suele estar habitado por mujeres. Nos contó que a ella no le gustaba el cartel de “tira tiros”, lo había heredado de sus tíos, primos y hermano; pero le pesaba, no quería cartel de nada. Si bien participar en estas actividades tiene un costado productivo que resulta atractivo, al mismo tiempo genera sufrimiento, saturación para les jóvenes y su entorno.
Hace unos meses circuló en las crónicas policiales de la ciudad, la foto de una joven a la salida de una audiencia judicial. La joven, esposada y trasladada por un pasillo del tribunal por una policía, miraba directamente a las lentes de les fotógrafes y les sacaba la lengua. Tiempo después la imagen se repetía con otra joven, condenada en un juicio abreviado como líder de una “banda criminal”. Esta vez, no se veía el rostro de la policía que la escoltaba y que miraba hacia el suelo, porque estaba totalmente cubierto con un pasamontaña y su cuerpo protegido por un chaleco antibalas. La joven esposada, también portaba un chaleco antibalas, mantenía la frente en alto, la mirada desafiante, y le sacada la lengua de manera altanera y burlona a les fotógrafes que la esperaban al final del pasillo.
Estas imágenes permiten ensayar otras preguntas urgentes ¿Qué están desafiando estas pibas, cómo, desde qué lugar? ¿Hay en ese desafío alguna novedad? O dicho de otro modo ¿Los mensajes feministas han incidido en una reconfiguración particular del mundo del delito rosarino? ¿Ha incidido en la participación o presencia de identidades femeninas en estos circuitos que se muestran como predominantemente masculinos o masculinizados? ¿Inciden en las formas de feminidad y masculinidad puestas en juego, en tanto fuente de honor, prestigio social, reputación, respetabilidad y/o popularidad? ¿O las pibas estuvieron siempre ahí y lo que cambió fue nuestra forma de mirarlas? La joven que me reenvió la convocatoria a la marcha siempre estuvo ahí, ¿por qué su vida no me resultaba narrable para comprender lo que estaba sucediendo en la ciudad?, ¿por qué ella era para mí sólo un nexo para contactarme con su novio tira tiros? Y más aún, ¿por qué esa piba decidió reenviarme ese mensaje?
Y ahora que sí no ven… ¿cómo nos ven? ¿Cómo las vemos? Es decir, ¿vamos a seguir ubicándolas sólo en lugares subalternos del mundo de delito y los protagonistas seguirán siendo los varones?, ¿las miraremos sólo como víctimas de diversas formas de explotación? O, sin desconocer esas desigualdades acumuladas, ¿seremos capaces de descifrar esa mirada desafiante y altanera, burlona que parece disputar desde otro lugar un espacio en ese mundo hasta ahora masculinizado? Una última pregunta urgente: ¿podremos construir otros materiales sociales para que estas pibas se sientan reconocidas, respetadas, protegidas y conocidas, o seguiremos reproduciendo y acumulando desigualdades y generando sufrimiento?
* Eugenia Cozzi. Doctora en Antropología. Becaria posdoctoral de CONICET. Investigadora del Equipo de Antropología Política y Jurídica, ICA/UBA. Docente e investigadora del Departamento de Derecho Penal y Criminología, FDer/UNR. Integrante de la Multisectorial contra la Violencia Institucional – Rosario.