I will survive

Aún sin traducción al castellano, Le Consentement, de Vanessa Springora (Grasset, 2020), narra el vínculo sexo-afectivo de la autora, cuando tenía 13 años, con el consagrado autor Gabriel Matzneff, de 50, predador sexual, chacal que asedia a niñas impúberes. Ana Ojeda se pregunta por qué aún hoy no hay consensos sociales contra los comportamientos pederastas de señores que tendrían un estatus superior como creadores.

Le Consentement de Vanessa Springora es una mémoire que narra el vínculo sexo-afectivo de su autora, hoy en día directora editorial de Éditions Julliard, con Gabriel Matzneff, autor muy saludado y tolerado efebófilo, ganador en 2013 del Prix Renaudot, entre varios otros (incluidos dos otorgados por la Académie française). Al momento de conocerse, Springora tenía 13 años y G. M., como se lo menciona en el libro, 50. El vínculo dura dos años, hasta que ella logra dejarlo para iniciar un oscuro y solitario camino de autoculpabilización porque ¿a quién más que a ella podría culpar por algo a lo que ella misma había consentido? No se siente una víctima, sino más bien co-culpable de un crimen nefando, parte necesaria del sistema de sostén de un pedófilo y prostituyente de niños manileños de 11, 12 años.

G. M. vampirizó la existencia de Springora, la convirtió en un objeto para su placer sexual, pero además la volvió personaje de sus ficciones (“la petite V.”) al punto de que Springora comenzó a dudar de su existencia real, de la que no logra encontrar huellas fehacientes. Cae en un desarreglo psiquiátrico generalizado, deja de comer, vaga por la ciudad sin rumbo. Se siente prisionera de una cárcel sin barrotes, que la acompaña adonde sea que vaya. Le toma muchísimos años y esfuerzos y terapia superar este episodio inaugural de su vida, que se vuelve el meollo de su existencia de sobreviviente.

G. M. es un predador sexual, un chacal que asedia a niñas impúberes, sin herramientas para defenderse de sus “atenciones”. Que ellas se sientan atraídas por un señor maduro que las hace sentir especiales con su interés no me resulta llamativo. Sí, en cambio, me sorprende la ausencia (aun hoy) de consensos sociales para imposibilitar estos comportamientos depredadores que –casualmente– encarnan sistemáticamente en cuerpos de varón. Van ejemplos sin pensar demasiado: Roman Polanski drogó y violó (o drogó para violar) a Samantha Geimer, 13 años. Circula libremente por Europa, sigue dirigiendo películas, presentándose a festivales, etc., como si nada. Woody Allen abusó de su hija Dylan Farrow de 7 años, y se casó con su otra hija, Soon-Yi Previn (el vínculo se blanqueó cuando ella llegó a la mayoría de edad), ídem. (Al margen, me resulta particularmente interesante el hecho de que haya sido Ronan Farrow, otro de les hijes de Mia, el que destapó desde las páginas de The New Yorker los abusos y violaciones del productor de Hollywood Harvey Weinstein, hoy condenado a 23 años de prisión, piedra de toque del movimiento #MeToo, versión anglo de nuestro pionero #NiUnaMenos.) Luc Besson, director y guionista de El perfecto asesino, romantización de un vínculo pedófilo entre el asesino interpretado por Jean Réno y Mathilda (Natalie Portman) se casó a los 32 años con Maïwenn Le Besco, de 15 años. En mayo de 2018 fue denunciado por la actriz belgoholandesa Sand Van Roy de haberla drogado y violado (o drogado para violarla), sigue dirigiendo películas, etc. ¿Qué hacer con todos estos señores creadores, artistas? ¿Qué hacer con sus obras?

Nótese que en este caso no estamos hablando de ficción, sino de comportamientos abusivos, perversos, violentos hacia mujeres reales en el mundo real. Distinto es el caso de Lewis Carroll –un ejemplo apenas– autor de Alicia en el país de las maravillas y fotógrafo amateur de niñas impúberes, considerado habitualmente un “pedófilo reprimido”. Como Nabokov, por otro lado, autor de Lolita, considerada por muches una joya de la narrativa universal. Señores sospechados de sublimar sus pulsiones aberrantes, al menos al día de hoy no hay pruebas de que las llevaran a cabo por fuera de la ficción.

Lo que choca del caso de Springora es que en su libro desnuda no solo la perversión de G. M. en tanto individuo, sino una sensibilidad de época que permite el abuso amparada en el respeto del deseo de les menores pasando por alto la asimetría de poder en los vínculos que habitan y en el convencimiento del estatus superior de ciertos creadores, en específico, los escritores del Parnaso. Resulta particularmente chocante el episodio en que Springora, desesperada en su laberinto sin salida, habiendo intentado ya tirarse por una ventana, llega a pedir el consejo a Emil Cioran, amigo y mentor de G. M., necesitada de que la ampare en su decisión de cortar ese vínculo abusivo para ponerse a salvo:

–V. –me corta con un tono grave– G. es un artista, un escritor enorme, el mundo se dará cuenta algún día. O tal vez no, ¿quién sabe? Lo querés, tenés que aceptar su personalidad. G. no cambiará jamás. Es un honor inmenso el que te hace al elegirte. Tu rol es acompañarlo en el camino de la creación, plegarte a sus caprichos también. Sé que te adora. Pero a menudo las mujeres no entienden lo que un artista necesita. ¿Sabías que la esposa de Tolstoi pasaba sus jornadas pasando a máquina los manuscritos que su marido escribía a mano, corrigiendo sin descanso hasta el más minúsculo de sus pequeños errores, con una abnegación completa? Sacrificial y oblativo, ese es el tipo de amor que una mujer de artista le debe a aquel que ama.
–Pero, Emil, me miente continuamente.
–¡La mentira es literatura, querida! ¿No lo sabías?

(pp. 141-142, la traducción es mía)

Aventurémonos por un momento al ejercicio de buscar a una artista mujer que pudiera necesitar o merecer una defensa como esta. Más allá de que no se me ocurren ejemplos, estoy segura de que en caso de abusadora mujer la sociedad tiene listo y activo su sistema inmune, entrenado y efectivo, para individuarla, perseguirla y aniquilarla.

Apenas publicado, Le Consentement causó sensación en Francia. Porque está bien escrito, porque relata una historia con todos los condimentos para el escándalo, porque cuestiona el establishment de la literatura local, deja a sus monstruos sagrados (como Bernard Pivot, conductor televisivo del renombrado programa Apostrophes, pero también a Gallimard y las demás casas editoras de Matzneff) en offside. Lumen (sello de Penguin Random House) adquirió sus derechos mundiales en español. Ojalá lo haga traducir rápido y esté disponible en librerías apenas dejemos atrás la cuarentena obligatoria. Seguro llevará nuestra reflexión colectiva sobre la problemática articulación entre grandes obras de arte y sus creadores un paso más adelante.