La navidad de la gente trola fue en noviembre

La fiesta de la Marcha del Orgullo es en noviembre en Buenos Aires, las calles se convierten en un carnaval y “hasta la persona más hetero en el tejido intercorporal de la marcha se vuelve trava”. La navidad es esa, la navidad de la gente trola es en noviembre. Una crónica de Isabel Vasen sobre su primera marcha del orgullo.

Ya es primero de noviembre, faltan cuatro días para la marcha y todavía no sé qué ponerme. Estoy entre priorizar una minifalda de jean con medias cancán rotas o un pantalón blanco con detalles azules. Para la parte de arriba no se me ocurre una idea diferente al arnés de cuero que tengo en la mesita de luz. Un profesor de periodismo una vez me dijo: “la nota no empieza cuando te sentás a escribir, ese es el final, la nota empieza cuando estás pensando qué ponerte para ir a hacer la entrevista”. Aun así, en la duda, innovo y me voy pintando las uñas de varios colores con un rejunte de esmaltes viejos.

Es la noche anterior voy a un asado con gente trola y una amiga afirma, con sánguche de bondiola en boca: “la marcha es como nuestra navidad”. Nadie le da bola y siguen compenetrades en sus respectivas achuras y patys veganos, pero a mí me pega lo que dijo. Nunca la pasé bien en navidad, me sentía incómode en lo que Sara Ahmed denomina “la mesa de la felicidad”. ¿Sentiría yo en la marcha lo que ellos y ellas sienten? ¿Qué era eso que tenía que sentir?

“Es hoy, es hoy, es hoy” grita el hermano de Stuart Little en el meme que me manda Lu, una amiga bi. Me pongo el pantalón blanco con detalles azules y unas botas chelsea negras, arriba un top microtul con pezoneras caseras hechas con cintas scotch decorativa y una riñonera amarilla. Me delineo. Salgo a la calle. Camino hacia el subte y me lo tomo en dirección al centro.

En la tercera estación el vagón ya se llena de colores y piel. En la cuarta se sube un pibe paki, saca los auriculares de la mochila y se pone a escuchar música, mira fijo para adelante todo el viaje. Así viajé en subte por mucho tiempo: cabizbaja para evitar miradas desambiguantes y la cara sorprendida de señoros por ver un poco de color entre tanta monocromía.

Séptima estación, ya estamos cerca. Una señora se levanta y se acerca a dos chiques sentades. Les pide sacarles una foto por sus looks con pestañas postizas y faldas tutú, ambas combinadas en rosa con tonos fucsia. Ahí me doy cuenta de que, para el resto, cuando nuestros cuerpos aparezcan en pantalla, se tratará de un montón de personas raras, extravagantes e inmorales. “Trolos de mierda”, dirán.

Pero también recuerdo algo que decía Judith Butler sobre las marchas: los cuerpos no aparecen en el espacio público, sino que disputan el carácter público del espacio. Si bien nos iban a ver como un montón de mariposas gritonas, esas mariposas (por más corta que sea su vida) alteran lo considerado público al llevar su rareza, extravagancia y fiesta al centro porteño. Aquello considerado privado –y hasta a veces impropio incluso para comentarle a une amigue en un bar– se vuelve visible, demasiado visible, a tal punto que no se puede dejar de ver.

“¿Por qué la desnudez? ¿Cuál es la necesidad de coger en la calle? Es un horror que un niño con su abuela vea las tetas de una trava”. El reproche es de Roberto Piazza, diseñador y gay, en la mesa de PH en vivo por Telefé. Justamente de eso se trata, de afirmar que nuestras tetas –ya sean cortadas o estiradas, erotizadas por la lengua de amantes o deserotizadas por la ceniza de corpiños– son parte nuestra, que existimos con ellas o lo que haya quedado de ellas. Por eso nos desnudamos en la calle, porque cuando lo hacemos en público evidenciamos que también lo hacemos en privado, que existimos y que lo vamos a seguir haciendo. Quieran verlo o no, acá estamos, con nuestra grasa y escualidez, perreándoles a las estatuas del centro porteño. Los cuerpos crean el espacio de su aparición, las calles se convierten en un carnaval bajtiniano en versión marika. El aparecer público de los cuerpos exige igualdad, reclama por el derecho a tener derechos.

Tras recorrer los puestos feriantes de la plaza y comprar una pulsera celeste, rosa y blanca me acerco a la carroza de la Mocha Celis para saludar a colegas y alumnas. Luego de un rato de comparsa, acariciar un pitbull que tiene la bandera del orgullo pintada en un cachete y alabar vestuarios flamantes me retiro de la zona para perderme en el anonimato de la marcha rumbo al Congreso. Cerveza y celular en mano, camino de carroza en carroza bailando con gente desconocida, saludo amigues perdides y reencontrades, recibo halagos por mi pantalón que se convierten en escenas de chamuyo que prefiero no contar.

Al pasar también me encuentro con una compañera cishetero de la facultad. Una vez más recuerdo a Butler, la alianza de cuerpos en la calle no se limita a la identidad, es más ¿de qué identidad estamos hablando? Somos un ensamblaje, dice la filósofa. Lo trolo jamás llega a serlo todo, es una postura más, va y viene, toma un cuerpo así como lo abandona. Al verme mi amiga hetero siente la necesidad de justificar su presencia y me dice “vine a acompañar”, le respondo pidiéndole que me acompañe a bailar Rosalía un rato. Nunca más pertinente la pregunta de Marlene Wayar: ¿de verdad podemos decir que esta piba es paki? Hasta la persona más hetero, en el tejido intercorporal de la marcha se vuelve trava.

Cuando llego al Congreso me reencuentro con Lu y amigas suyas lesbianas que no conozco. Me adoptan y bailamos al ritmo de “Todos me miran”, “Disciplina” y “Living la vida loca”. En un momento el exceso de cerveza nos traiciona y vamos juntas al baño. Es tanta la cantidad de gente que no nos podemos alejar (desde un escenario exclaman: un millón trescientas mil personas). Improvisamos. Contra una pared hacemos una ronda y entre abrigos y brazos cruzados inventamos un toilette. En un momento una amiga se resbala y me mancha el pantalón blanco. Esta es mi navidad.

* Joven investigadore UBACyT en Comunicación y Género y docente de alfabetización digital en la Mocha Celis.