Máquinas inteligentes, biotecnología, digitalización son palabras fascinantes. Funcionan como llaves que abren mundos utópicos, virtuales, oníricos. Nos encanta imaginar que la técnica hará cada vez más cosas por nosotros y nos liberará de tareas agobiantes. Nos hace soñar con el tiempo libre, con trabajar menos, con gozar la vida, ser saludables, longevos y siempre jóvenes. Nos emociona pensarnos como individuos completos, sin falta y sin desdicha. Tenemos la convicción de que el camino tecnológico conduce a la plenitud y es, indefectiblemente, próspero. Los problemas de convivencia, la injusticia o la desigualdad, en este escenario, quedarían resueltos por añadidura. Porque sospechamos que nada permanece oculto para la técnica. Sus intervenciones pueden volver transparentes los cuerpos, penetrar en ellos para mejorarlos, suplementarlos, emparejarlos y armonizarlos para la vida en común. También pueden diseñar el carácter, borrar la memoria del dolor, hacernos optimistas, devenir gozosos y facilitar las relaciones entre nosotros. Evidentemente no concebimos la tecnología más que dentro de la lógica del consumo. La pensamos solo en forma de artefactos útiles, aplicaciones para sortear obstáculos, tutoriales para cada dificultad práctica y simuladores que nos entrenen para las adversidades cotidianas. Por eso imaginamos que fábricas y laboratorios están produciendo versiones siempre superadoras de lo que hay, que las empresas pergeñan su comercialización, que los Estados poderosos evalúan implementarlas y que, por supuesto, podremos satisfacer nuestra voracidad comprándolas en cualquier supermercado. Nuestra avidez tecnológica va en aumento porque creemos que eso nos hará libres. Presentimos que lo actual ya es viejo y que el futuro llegó hace rato y para quedarse.

Alguien podría describir una utopía tan luminosa, mucho mejor y de modo más impactante, para caracterizar el sentido común de esta época. Sin embargo, no todo está dicho en nuestra somera descripción. Hay una confianza ya enrarecida en este relato trivial. En la periferia del foco de la felicidad, donde la luz se debilita, se perfilan las sombras amenazantes del aburrimiento, la dependencia adictiva, el control total, el aplastamiento de la curiosidad y la extinción de los afectos. El arte suele bucear en esta mezcla de sentimientos vagos, desconcertantes. Series, películas, documentales de ficción, cuentos y novelas proyectan escenas de lucha en las que la tecnología derrota las fuerzas de la naturaleza y se instala confortablemente en nuestras cabezas, en nuestro modo de mirar, pensar y soñar. Sin embargo, solo algunos artistas logran crear mundos ficcionales paralelos, verdaderas mitologías de futuro que enrarecen nuestra mirada sobre la tecnología, nuestra natural convivencia con todas sus disposiciones.
James Ballard, autor de Mitos del futuro próximo entre tantos otros cuentos y novelas, es uno de ellos. Su idea sobre el futuro, presente en toda su obra, es recreada por diferentes relatos, casi siempre distópicos. En un reportaje, el escritor dice imaginar el futuro como un barrio privado ultramoderno e inmaculado; un paraíso del consumo en el que se aspira a vivir del mismo modo en cualquier lugar del planeta; una deseada prisión para hacer lo que se quiera bajo las reglas estrictas de nuevos puritanismos. Nos espera un mundo achicado por nuevas prohibiciones de la corrección política, una especie de cuarto kafkiano donde cada objeto se vuelve siniestro. Por eso deberíamos empezar a echar algún vistazo a la selva infinita que crece dentro de nuestras cabezas y hace funcionar nuestra sensorialidad. No es cuestión de juzgar, ni de adherir o rechazar espontáneamente ese porvenir verosímil. Ante todo se trata de explorar las transformaciones de la percepción que ocurren por el impacto de la tecnología. Nos queda aprender a lidiar, desde una mirada nueva, con el paisaje urbano, tecnológico y mediático que habitamos, que construimos y que, a la vez, nos modela. La tecnología puede mimetizarse con la naturaleza para mejorarla o fagocitarla, como lo ilustra la metáfora de los virus inteligentes: el entorno natural también deviene un equívoco. El miedo a la incertidumbre, agazapado en los márgenes de la conciencia, puede ser enfrentado con desplazamientos de la imaginación.
En definitiva, la realidad cotidiana, en la que dejamos de tener una percepción asombrada, es ramplona, se nos impone por la fuerza, sorprende solo cuando se convierte en obstáculo para otra cosa. En este sentido se puede entender que el escritor Juan Carlos Onetti declare que la realidad nunca lo inspiró. El arte, en su caso la pintura, fue el único motor para escribir de manera incansable, para edificar mundos literarios complejos, inquietantes, de singulares marcas regionales. Una tarea rutinaria como la de cosechar frutas en el campo, en la pintura de Gauguin puede ser un acto conmovedor. Un mango entre las manos de una mujer se convierte en un objeto precioso, lleno de misterio, inspirador para el escritor. Nos interesa detenernos en este punto, en el gesto de devolverle a los actos usuales, a los movimientos mecánicos, una nueva mirada. Queremos examinar ese automatismo que convierte al hábito, a la costumbre en criterio de normalidad y, con ello, en único proyecto para el futuro inmediato.

La dinámica de nuestro entorno tecnologizado va construyendo sus propios mitos de futuro próximo. Nuestra vida parece transcurrir regulada y conducida por un plan que creemos unidireccional, de control total, sin alternativas ni vías de escape, posiblemente, sin fisuras. El orden tecnológico que impone sus ritmos, se acelera dejándonos en falta y nos agobia con nuevas obligaciones; también se perfila como un destino inevitable. ¿Qué otras opciones quedan, en semejante escenario, más que la salida por la violencia o la locura?, se preguntaba Ballard. Nosotros decimos que tal vez se salga con más desviaciones, más extravíos, más disfunciones con las que crear otras formas de vivir y otros mundos.
Michel Foucault supo interpretar el poder como una relación, y desde allí examinar el significado de anomalías como la locura, la enfermedad o la conducta sexual. Sus textos ayudaron a rarificar la mirada sobre la normalidad y sobre el supuesto progreso de la técnica; nos enseñaron a ver que los dispositivos y las herramientas tecnológicas asombrosas no eran solo los artefactos industriales y científicos. Aprendimos que también son tecnologías sorprendentes los diferentes modos de intervención del Estado sobre los individuos y sobre la población. Entonces, entender el poder como una relación significa que no se trata de algo sustancial, ni un objeto que se pueda usurpar, ni un atuendo o símbolo para ostentar, ni un lugar para ocupar. Se trata de algo más complejo porque el poder es productivo. Las relaciones de poder permiten ordenar, clasificar, controlar, administrar y gestionar individuos y poblaciones. Esos procedimientos producen saberes precisos sobre los comportamientos singulares. Y esto es mucho en términos de producción: obtener saberes específicos es poder vigilar esos comportamientos, optimizarlos e, incluso, estimular la fascinación y el apego apasionado por los mecanismos de control.
Los trabajos del filósofo francés hace tiempo que suscitan interés, no solo para las humanidades y las ciencias sociales. En particular, sus aportes sobre la cuestión biopolítica han diseminado lecturas y discusiones en áreas de las más diversas que van desde la cría animal a la política de Estado, pasando por las conductas sexuales. Muchas lecturas del pensamiento político se apoyaron en estos estudios para generar otros saberes acerca del presente, para trabajar en su transformación. Y es justamente esa deriva particular la que nos convoca. Creemos que no se trata solo de describir o pensar el orden tecnológico en el que vivimos, cuestión que es sumamente importante. Consideramos que los textos de Foucault exaltan la inspiración de autores, de las ciencias sociales, el arte o la filosofía, que apuestan a la transformación de un orden que parece no ofrecernos alternativas.
En esta clave, la cuestión biopolítica es una temática que concitó especial interés en el pensamiento político contemporáneo. Foucault refiere a esta cuestión ya en 1976, en La voluntad de saber. Y lo hace para examinar el lema que define al Estado moderno, esto es “el derecho de hacer vivir y dejar morir”. Pero ¿qué quiere decir específicamente este lema misterioso? Recordemos algunas cuestiones iniciales. En primer lugar, el Estado moderno se contrapone al accionar del antiguo Estado soberano; al que disponía de la vida bajo la forma de la espada porque la tomaba o la concedía; al que se arrogaba el privilegio de suprimirla a través de intervenciones como la pena de muerte y de todos los rituales públicos para ejecutarla. En segundo lugar, este lema significa que la vida es productiva, es medible en resultados estadísticos y es gestionable bajo reglas administrativas: las tasas de natalidad, mortalidad, morbilidad, entre otras, generan números con los que la especie, entendida como población, se transforma en algo cuantificable. En tercer lugar, el Estado moderno funciona como un biopoder porque garantiza la supervivencia de la población a través de una serie de intervenciones —biopolíticas— con las que justifica su propia existencia como Estado. Entendamos bien, cuando hablamos de supervivencia estamos pensando en la especie humana, en la población y no, especialmente, en cada uno de los individuos que la integran.
Dicho esto, el lema “hacer vivir y dejar morir” continúa siendo de todas maneras bastante enigmático. No por casualidad hay una buena producción bibliográfica de diversa extracción que intentó extrapolarlo a cuestiones que Foucault nunca había analizado, lo cual lo vuelve todavía más atractivo. A la luz de mitologías de futuro tecnológicas, vinculadas a la supervivencia de la especie y de los individuos, por ejemplo, es interesante continuar explorándolo.
Veamos: ¿qué pasaría si existiera un biopoder capaz de radicalizar el lema formulándolo como un “hacer vivir y no dejar morir”? Estaríamos preguntando por un biopoder enfocado en combatir, también, la muerte de los individuos. Esta es la pregunta planteada por el filósofo Boris Groys en un ensayo denominado “Cuerpos inmortales”. La pregunta permite reconstruir otro aspecto de un mito futuro: la utopía que concierne al aplazamiento indefinido de la muerte a través de la tecnología. No es nada más ni nada menos que otro modo de invocar la remanida inmortalidad, vieja temática si las hay en la historia de la filosofía. Si la salud puede ser optimizada, el rendimiento corporal mejorado y la longevidad prolongada tecnológicamente, estamos frente a una nueva modalidad del biopoder que ya no opera solo en extensión, es decir, en la población como una categoría social. Estaríamos frente a un biopoder aplicable a la prolongación de la vida en cada uno de los individuos de la especie, esto es, un biopoder en su modalidad intensiva. Esta fase imaginaria de un biopoder que puede operar tanto en su forma extensiva como intensiva, nos plantea la paradoja de ponernos, como cuerpo finito que somos, frente a la posibilidad de acceder a una vida dilatada tecnológicamente en forma indefinida.
Pero dejemos en suspenso la paradoja y continuemos extrapolando el lema de “hacer vivir”, ahora, a otras vitalidades como tejidos, células madre, órganos, embriones, óvulos o esperma. Actualmente, todos ellos pueden extirparse para acopio, congelamiento, cultivo y reproducción; también se pueden injertar en otros vivientes, intercambiarse y comercializarse. Liberados de los cuerpos, estos “vivientes” también se liberan de los límites de la duración de la vida que los originó. La supervivencia de estos fragmentos vivos en condiciones de guardado puede superar en mucho la duración de la vida de la que formaron parte. Por eso, en términos de suposiciones, podríamos imaginar depósitos de materia viviente en condiciones de sobrevivir a cualquiera de las especies de la naturaleza, incluso, a la humana.
Por otro parte, estos “nuevos” recursos vivientes, no escapan a la lógica de la producción y la explotación capitalista. Transformados en mercancía, con renovado fetichismo irradian un magnetismo que refuerza mitos futuros y utopías de las más diversas. Entre ellas, aparece el sueño del cultivo de alimentos orgánicos sin sacrificio animal ni destrucción del medio ambiente, a la par de la reedición de especies animales extintas. La posibilidad de diseñar asistentes orgánicos para experimentación médica, tareas pesadas o mascotas a la carta también alimenta algunos sueños. Se proyecta una medicina que detecte, a nivel genético, la propensión a enfermedades cada vez más específicas y a conductas consideradas peligrosas para el sistema; o que seleccione embriones para crear poblaciones modelo, diseñe órganos para transplantes y llegue a digitalizar la información cerebral. Así también se proyectan sociedades con conexión continua a Internet que permitan el acceso a todo conocimiento e información, independientemente de las diferencias lingüísticas; por ello se imagina el despliegue de redes sociales empáticas que detectarán emociones y estados físicos para establecer interacciones afines. Hay quienes piensan en la expansión de futuros ambientes virtuales para el consumo, el trabajo, la educación, actividades culturales, incluso, con presencias holográficas de personas que están a distancia. Se dice que podríamos usar vestimenta interactiva para regular los cambios climáticos, medir todos los índices vitales y disparar alarmas automáticas conectadas con un centro de salud en caso de riesgo de vida.
Con estas proyecciones, en el fondo, se actualiza el viejo sueño eugenésico de construir sociedades habitadas por cuerpos optimizados genéticamente para todo tipo de destrezas, artísticas o deportivas, en el que los recuerdos dolorosos puedan borrarse con medicalización personalizada de avanzada. Podríamos extender y desarrollar esta enumeración. Bastan estas pocas ideas, por ahora de ficción pero con asidero en resultados de la tecnología actual, para entender el impacto de estas utopías en nuestra cotidianeidad. Así aparecen muchas preguntas que despiertan temores y contradicciones. Porque estos proyectos futuros reeditan, en versión tecnológica y ropaje sofisticado, viejas ideas políticas en las que caben la exclusión, la explotación y el exterminio. ¿Estaremos en condiciones de detectar esas viejas ideas más allá del encandilamiento que nos produce tanta mitología sobre la transparencia y la luminosidad tecnológica? Un buen comienzo sería emprender la tarea de identificar el modo en que las relaciones de poder no solo han penetrado en los resquicios más recónditos de los cuerpos sino, también, en todas las capilaridades de la vida.
Partiendo de estas preocupaciones, en este libro nos propusimos reconstruir algunos elementos utópicos, los distintos mitos de futuro que hoy están funcionando. Con ello invitamos a reflexionar sobre el impacto que dichas utopías generan en nuestros cuerpos, en nuestras prácticas y en la construcción de nuestros espacios de intercambio. Nos inquieta interrogarnos: ¿qué nos puede enseñar el enfoque biopolítico para comprender nuestro entorno tecnológico y nuestro presente político? Esta pregunta atraviesa nuestros escritos. Es aquello que nos animó a enrarecer nuestra mirada sobre el uso de nociones asociadas a la vida como son lo vivo, la vitalidad, el cuerpo, el entorno natural o la realidad viviente. Intentamos una desnaturalización del uso de estos términos para examinar ese impulso de adhesión, espontáneo e inmediato, por narraciones utópicas acerca de un paisaje urbano que se tecnologiza de un modo unidireccional.
Inspirados por Jacques Rancière nos propusimos descalibrar, “des-señalizar” el orden del discurso, remarcando la no conciliación, las diferencias internas, a veces contradictorias, que conviven en el interior de las utopías de progreso generadas por el propio sistema económico. Nos resulta inquietante sospechar de estas utopías en las que la igualdad nunca aparece como punto de partida del proceso que se proyecta a futuro. A su vez, mantuvimos la voluntad de revisar y recuperar nociones asociadas a la vida humana en las que se advierte una potencia transformadora del orden y que interrogan las cristalizaciones prácticas y conceptuales más usuales. Presentamos interpretaciones diversas, no siempre convergentes. Intentamos sostener el espíritu de interrogación que nos permitiera formular nuevas preguntas respecto de problemáticas que no son tan nuevas para la historia del pensamiento político.
Con estas previsiones organizamos nuestro libro en tres partes interconectadas. La primera de ellas está centrada en un pensamiento sobre la vida y el cuerpo a partir de las prácticas biotecnológicas. Allí interrogamos diferentes concepciones usuales y reflexionamos sobre las nociones de vida y cuerpo como tecnologías. En la segunda parte, los diferentes capítulos abordan el problema de los mecanismos de control social, educativo y mercantil, en el marco del ascenso de un biopoder. En la tercera parte, los diferentes textos reflexionan sobre el impacto de las nociones foucaultianas asociadas a la biopolítica en las concepciones modernas del cuerpo, la democracia, lo político y el espacio público.
La inquietud filosófica compartida que dio inicio a este libro prosperó con la convicción política de que el saber se vuelve significativo cuando excede los límites administrativos para la gestión de un orden vigente. Fue esa inquietud la que motivó una escritura que, en el marco de la filosofía y de las ciencias sociales, se resista a sucumbir en la funcionalidad y justificación del estado de las cosas. La decisión de sostener nuestro trabajo desde ese lugar propositivo constituye una apuesta que, entre otras cosas, está también atravesada por la incertidumbre y la fragilidad inherente a todo proceso en construcción. Sin embargo, esta apuesta se sostiene en el convencimiento de que debemos desarrollar una voluntad atenta a las modalidades que asumen los procesos de producción, de circulación y de utilización de los conocimientos frente a los problemas sociales y políticos propios de nuestro presente. Nuestro trabajo sintetiza un encuentro de disciplinas diversas como la filosofía, la sociología, la ciencia política y las ciencias de la comunicación, las diferentes áreas de formación de cada uno de los autores. Hemos estudiado y discutido juntos una buena parte de la bibliografía que citamos en los capítulos. Muchos de esos textos los analizamos en reuniones abiertas con otros investigadores interesados en esta problemática. Hemos escrito nuestros capítulos para leernos entre todos, nos hemos comentado, reformulamos nuestros textos y aquí está la compilación final. Nosotros salimos mejores después de esta larga experiencia. Deseamos que estos textos sean detonantes para ampliar las discusiones y continuarlas; entendemos que un libro también es un punto de partida.
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