Las identidades a la hora de hacer política

Presentamos un fragmento del último libro de Marta Lamas: “Dolor y política. Sentir, pensar y hablar desde el feminismo” (Océano, 2021). Se trata de un libro reflexivo, en diálogo con feministas anticapitalistas, antirracistas, antipunitivas, que página a página analiza las tensiones, los límites y las amenazas que rondan el feminismo masivo, el de la llamada Cuarta Ola. Las emociones posibilitan y condicionan; el esencialismo y la exclusión limitan los diálogos y la organización política de los feminismos. Lo que precariza la existencia, en definitiva, es la hegemonía política, económica y cultural neoliberal. La política feminista da lugar en nuestros proyectos a un nuevo modo de vida, a una vida vivible: para esto, es necesario poder debatir sin querellar.

Hacer política es algo necesario, aunque decepcionante.[1] En la política hay discrepancia y antagonismo, y también negociación y acuerdos. A la conflictividad que es inherente a la pluralidad de posiciones feministas se suman las emociones, que no solo perturban las relaciones, sino que también obstaculizan el desarrollo de una acción política compartida con otros grupos y sectores sociales. ¿Por qué a las feministas nos cuesta tanto debatir nuestras posiciones encontradas? Beatrice Hanssen se pregunta: “¿En qué momento el debate y la discusión se convierten en una pelea, en una querelle, y cuándo una disputatio se vuelve una disputa? ¿En qué punto el argumento y la argumentación se transforman en antagonismos enconados?” (2000: 1). ¿Qué pasa en el movimiento feminista que no podemos debatir entre nosotras? La respuesta es complicada, pues entre los feminismos hay varios desacuerdos, tanto conceptuales como metodológicos, sobre principios y premisas fundamentales. Pero también hay un cierto tipo de desacuerdo sobre el que no se habla dentro de nuestro movimiento, y es el que ocurre, según Jacques Ranciere cuando “ uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro” (1996:8). Según este filósofo, este desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro, sino que es el existente entre quien dice blanco y quien también dice blanco pero no entiende lo mismo con el nombre de la blancura. Ranciere señala que este desacuerdo no es producto de desconocimiento, ni tampoco de un malentendido, es decir, no se refiere sólo a las palabras: se refiere a la situación misma de quienes hablan, a la producción de sentidos y significados. Ese desacuerdo concierne menos a la argumentación que a la presencia o a la ausencia de un objeto común entre una persona y otra, y la situación extrema del desacuerdo es aquella en que una persona no ve el objeto común que le presenta la otra. Para Ranciere, esta situación extrema concierne fundamentalmente a la política. ¿Qué puede hacer alguien que se sirve de la palabra para discutir, pero que le otorga a la palabra ciertos sentidos o inflexiones, y supone que la otra persona lo comprende? La desavenencia política significa diversidad de metas y métodos, pero también implica este tipo de desacuerdo. ¿Hasta dónde se nutre de ese tipo de desacuerdos mucha de la polarización política que es el signo de estos tiempos?

Traigo a cuenta el pensamiento de Ranciere como ejemplo de la utilidad política de la teoría para esclarecer este tipo de conflictos. No nos debe extrañar que si no somos capaces de verbalizar la naturaleza de las querellas entre nosotras, internalicemos antagonismos que concebimos cada quién a su manera. La teoría sirve para alimentar nuestra praxis, nos ayuda a interpretar los procesos, a enriquecer nuestro vocabulario, y a mejorar la manera de hacer política. La lucha que existe por la tensión inherente a las múltiples diferencias presentes, eso que Mouffe califica de agonismo, es distinta del antagonismo. Esperar que en política se den consensos sin conflictos es un desacierto que también deriva de nuestro posicionamiento teórico. Una meta podría ser la de llegar a puntos de acuerdo, avanzando en coaliciones puntuales , sin que eso signifique borrar nuestras particularidades y diferencias, y eso implica impulsar otra lógica política para instaurar nuevas prácticas de debate y argumentación. La posibilidad de construir algunas alianzas está estrechamente vinculada con la posibilidad de debatir y ello también obliga a fundamentar nuestros posicionamientos.

Cuando Wendy Brown (1995) nos dice a las feministas que debemos de ser precavidas pues nuestro proyecto político, por muy bienintencionado que sea, puede volver a trazar, sin darnos cuenta, las mismas configuraciones y efectos de poder que pretendemos derrotar, entre las precauciones que señala está la de comprender que no es posible una comunicación no distorsionada y no contaminada por el poder; es más, ella ni siquiera cree en la posibilidad de un “lenguaje común”. Por ello nos insta a reconocer como una condición política permanente “una parcialidad en la comprensión y en la expresión, que produce unos abismos culturales cuya naturaleza puede ser identificada con atención, pero que rara vez es solucionable” (1995:50). Esta “parcialidad” juega en muchos de los desacuerdos y encontronazos que tenemos. Brown insiste en que es realmente muy importante crear espacios en donde debatir análisis políticos y definir las reglas propias de esas políticas. Hay que desarrollar procesos democráticos que nos permitan formular juicios colectivos que “nos exigen aprender a tener conversaciones públicas con otros, a razonar a partir de un entendimiento de lo común (“lo que quiero para nosotres”) y no a partir de la identidad (“quien soy”), sino con normas explícitamente planteadas y valores potencialmente comunes, y no de un esencialismo falso o de retrógrados intereses privados” (1995:51). Según esta politóloga, los argumentos públicos e impersonales tienen más potencial para lograr una rendición de cuentas deliberativa que los que se basan en la identidad. Brown critica las políticas de la identidad y señala que las posiciones y conversaciones políticas posidentitarias pueden reemplazar más productivamente a las políticas de la identidad.


[1] Algo así se lo leí al filósofo Daniel Innerarity: “una sociedad es democráticamente madura cuando ha asimilado la experiencia de que la política es siempre decepcionante y eso no le impide ser políticamente exigente” (2011: 23).