Transformar el dolor en arte

En Mandinga Tattoo usan la tinta para tapar las marcas del horror. Diego, el dueño, hace tatuajes sanadores gratuitos a mujeres que llevan en su cuerpo cicatrices provocadas por el fuego y la violencia machista. Luján Torrez fue a Villa Lugano para conocer la historia de esas mujeres.

El ruido es ensordecedor. El local queda al lado de las vías del tren de la estación Lugano, al sur de la Ciudad de Buenos Aires. La música está tan alta que el bullicio de la maquinita que tatúa ni se escucha. Yanina habla bajo y que tenga el barbijo puesto no ayuda. Su brazo derecho aún no está tatuado del todo, el hombro sigue quemado y por eso mientras habla, con un movimiento automático, se levanta la camisa que se le cae a cada rato. Cuenta que al principio tenía miedo, no quería hacerse nada porque era dejar una parte atrás que la viene acompañando hace once años. “No es fácil el desapego ni tampoco tener que mostrar el cuerpo a gente que no conoces. Lo que tanto te acostumbraste a ocultar”.

Once años atrás, Yanina creyó que se iba a dormir como lo hacía siempre, después de acostar a su hija. Pero no puede recordar lo que pasó, solo sabe que esa noche abrió los ojos y su parte superior del cuerpo se estaba quemando. En los pies de la cama estaba parado Leandro, su ex pareja. “Ayudame que me quemo”, le dijo, pero él se dio media vuelta y se fue.

Yanina pudo sobrevivir y hoy es la tercera vez que se sienta en uno de los sillones rojos de Mandinga Tattoo para hacerse un “tatuaje sanador”. En esta oportunidad le toca al brazo izquierdo y es el momento de que arriba de la quemadura se empiece a ver un pez koi que va desde la muñeca hasta arriba del hombro. Este pez es el que nada contra la corriente, no es casualidad la elección, tampoco lo fue el del otro brazo, donde lleva tatuada a una mujer envuelta en un ave fénix que sostiene una llave, representa la libertad.

Diego es el dueño de Mandinga Tattoo, hoy tiene cincuenta años pero tatúa desde los dieciocho, arrancó en un baño del mercado central. Tiene el cuerpo lleno de tatuajes desde la época en que esto era sinónimo de ser un delincuente. Él es quien hace los “tatuajes sanadores” y quién los inventó, por eso cuenta que antes de que alguien se lo copie, registró esa marca. 

“Los tatuajes de las chicas los elijo yo”, dice Diego y explica que la superficie por lo general no da para hacer cualquier cosa. Además después de treinta años de dedicarse a tatuar ya tiene algunas limitaciones, la visión no es la misma, la espalda le duele mucho y a veces tiene que usar muñequera, por eso no puede hacer todo tipo de trabajos, casi todos son en escala de grises, “igual al 90% no les importa lo que les hagas, solo quieren que las dejen de mirar con esos ojos estigmatizadores”, afirma Diego.

Sobre esta mirada puede dar cátedra Yanina que cuando quiso reactivar su vida y salir a trabajar no podía hacerlo ni de vendedora, porque con las manos quemadas no la aceptaban, tampoco de limpieza porque la piel le quedó muy sensible para los productos, y ni hablar de secretaria porque la presencia no era la adecuada. Tampoco fue fácil volver a rehacer su vida sentimental. Yanina recuerda que estuvo muchos meses hablando con un chico mediante chats y llamadas. El tiempo iba pasando y como sinónimo de confianza decidió contarle lo que le había vivido, se animó a mandarle fotos, “solo de las manos” aclara, “porque para el resto del cuerpo no estaba preparada”. El chico le dijo que así no le gustaba porque él era “muy estético”. No hablaron más.

Después de los rechazos laborales y sentimentales el bajón era enorme. Salir a bailar tampoco era placentero porque cuando le veían o tocaban las manos dejaban de bailar automáticamente como si la quemadura fuera contagiosa. Al principio ella no tenía problemas con las cicatrices, pero la mirada de asco y las críticas fueron las que la llevaron a taparse. Solo usaba remera de mangas cortas si estaba sola en su casa. Cuando recibía visitas, ya sea de familiares o amigos enseguida se cambiaba por algo que la cubriera entera.

En el local de Lugano predomina el color rojo, representando el infierno de Mandinga, que es el nombre que se le da al diablo en algunos lugares de Sudamérica. En el centro de la sala está mandinga hecho de hierro, sentado sobre una moto reconstruida con distintas piezas, se lo ve haciendo cuernos con su mano derecha. Enfrente hay otro diablo color rojo, con cuernos blancos que le salen de la frente, está sentado en su trono y dándole la espalda a la santa muerte. La primera impresión es que en el infierno también pueden pasar cosas buenas: en un lugar bastante tétrico le cambian la vida a muchas chicas. El local es grandísimo, está la sala de espera y un bar, tienen quincho, barbería y los boxes donde se hacen los tatuajes, Yanina se está tatuando en el fondo.

Si le preguntan si le da placer tatuarlas, Diego responde que no, porque para él el placer de tatuar está cuando es sobre una piel blanca, tersa y sin problemas, “en donde te sentás, dibujás y listo”. Explica que las quemaduras no son cicatrices comunes, es posible que la tinta no agarre de entrada, por eso puede ser que haya que tatuar muchas veces en un mismo punto. La tolerancia varía dependiendo la persona, existe la crema anestésica que ayuda mucho a aliviar el dolor pero Diego dice que es muy cara y no puede sostener ese gasto también, por eso si alguna de las chicas no soporta el dolor le pide que si pueden, se la compren ellas. “El placer llega con el tiempo, cuando las miro y me doy cuenta de que es una locura el cambio”.

El primer tatuaje sanador que hizo fue a Jesica que también fue prendida fuego por su pareja y las cicatrices iban desde el cuello hasta las piernas. Ahora es recepcionista en Mandinga y acompaña al resto de los “Fénix” —como se llaman las integrantes de este grupo—, en las sesiones. Diego recuerda que Jesica siempre se tapaba el cuello con un pañuelo, aún en verano. Él le hizo prometer que cuando tenga hecho el tatuaje le iba a regalar el pañuelo y así fue.

Para Jesica la mirada de la gente fue cruel, cuenta que se aceptaba bastante aunque siempre tratando de que se vean las quemaduras lo menos posible, más que nada porque no le gustaban a ella. Así fue como usó doce años un pañuelo en el cuello.

Recuerda que la primera entrevista que tuvo con Diego fue un sábado y el miércoles ya tenía turno para realizarse su primer tatuaje sanador. Por la constancia que tuvieron ambos, en tres meses ella logró tener el cuerpo totalmente tatuado. Lo que siente ahora es que es una persona diferente pero que el mayor cambio fue en la mirada. “Si me miro al espejo la forma en la que yo me veo ahora es otra, me siento totalmente nueva, una persona que puede llegar a gustar de otra forma y nunca me había sentido así”.

Los ataques que sufrieron Yanina y Jesica se pueden enmarcar en una oleada de femicidios e intentos de femicidios, que tuvieron como elemento principal el fuego. Algunos especialistas lo llamaron “Efecto Wanda” porque este aumento de casos se dio luego del ataque que sufrió Wanda Taddei en 2010. Ella fue rociada con alcohol por su pareja Eduardo Vázquez —baterista de Callejeros— durante una discusión y falleció once días después producto de la gravedad de las quemaduras. Él está preso por este crimen. Según el observatorio Casa del Encuentro, después de su muerte las estadísticas mostraron que durante los siguientes tres años hubo un total de 132 mujeres quemadas y la mitad de ellas murieron, mientras que los años anteriores solo se habían registrado 9 casos de este tipo.

Para acceder a un tatuaje sanador y que sea de manera gratuita Diego puso dos condiciones: que realmente no lo puedan pagar y que tengan el cuerpo desfigurado. Tiene que explicarlas así porque le llegan muchas solicitudes por otro tipos de marcas como estrías u otras cicatrices pequeñas. “De tantos casos que tengo debería no dar turnos por dos años”, dice Diego, aunque reconoce que es muy difícil elegir quién sí y quién no. Entre reconstrucción de areolas mamarias y tatuajes sanadores, tatúa 5 veces por semana y se guarda los jueves para estar con su familia y jugar “soccer” —como le dice al fútbol— con sus hijos.

Pasó más de una hora de la tercera sesión de Yanina, el pez koi ya tiene la mitad de las escamas de color rojo. Sus tatuajes los eligió Diego y le encantan porque cualquier cosa que le haga es para poder volver a mirarse. Aún con algunos tatuajes ya terminados se baña rápido, se pone las cremas correspondientes en esas zonas y ya se cambia, como si su propia mirada la juzgara. 

“Me miro y no me encuentro, no sé qué voy a hacer cuando la gente ahora me mire por los tatuajes y no por las cicatrices. Estoy acostumbrada a otras cosas”. Yanina sabe que es un proceso largo, pero ya comenzó a transitarlo, ahora va a poder empezar a vivir una nueva vida y ya está preparada para todo lo que viene.