Tras la perspectiva de género en el juicio por la muerte de Lucía Pérez: una exploración antropológica a la aldea judicial

El próximo 23 de marzo se conocerá la sentencia del segundo juicio que investiga cómo murió Lucía Pérez en Mar del Plata. Son dos los acusados de abuso sexual y femicidio, y la expectativa sobre la sentencia es desbordante: se trata de la historia que traccionó el primer paro feminista en Argentina. El presidente Alberto Fernández esta semana recibió a la familia de la joven. La construcción del “caso” excede tribunales: sobre lo que sucedió el 9 de octubre de 2016 se dijo mucho. Las antropólogas e investigadoras del CONICET Cecilia Varela y Catalina Trebisacce presenciaron el juicio. En este análisis reflexionan sobre la exigencia de perspectiva de género en este segundo debate oral: “¿Como feministas encontramos deseable que operadores judiciales, parientes y expertos conviertan su experiencia en un acto de abuso sexual en virtud de indicadores abstractos y sin contar con su palabra?”.

El “caso Lucía” es un caso emblemático para los feminismos contemporáneos, plagado de sobreentendidos y certezas inconmovibles. Piedra de toque sobre la que se edifican otras verdades menores que organizan el mapa de los feminismos contemporáneos, de las calles y de las instituciones.

El “caso Lucía” no debe confundirse con los acontecimientos materiales ocurridos en octubre de 2016, tampoco con el caso judicial que lleva varios capítulos de expectativas, especulaciones y presiones. Hay que pensar al “caso Lucía” como una narrativa disputada (y ganada) sobre los acontecimientos de aquel octubre que se fueron volviendo cada vez más difusos y que paradójicamente adquirieron más y más interés social y político. Siguiendo a Gabriel Kessler y Sandra Gayol podríamos decir que estamos ante una “muerte que importa” en tanto y en cuanto pareciera contener y expresar los malestares de un tiempo vinculados a la demanda de una revisión de las convenciones de género y de sexualidad, donde representaciones de la violencia extrema funcionan de marco (de urgencia) para esa revisión.

Pero, como señalamos, el “caso Lucía” se desarrolla en paralelo a un proceso judicial abierto. Este proceso crece en complejidad a raíz de las resonancias que el caso fue adquiriendo. Actualmente nos encontramos transitando del segundo juicio contra Matías Farías y Juan Pablo Offidani acusados de abuso sexual y femicidio. Los acusados habían sido ya sometidos a un juicio en 2018 donde se les imputó dos delitos, por un lado, la venta de estupefacientes y por otro lado, la violación y el asesinato de Lucía Perez. En aquella ocasión, el tribunal los encontró culpables por el primer ilícito pero inocentes respecto de los segundos.

El fallo fue denunciado por organizaciones feministas, intelectuales, comunicadoras, feministas judiciales, partidos políticos, organizaciones sociales y medios masivos en general. Las denuncias sobre el fallo fueron viscerales y difusas porque muy pocas personas se dieron la lectura del documento.

Mientras familiares, militantes feministas, organizaciones sociales y de DDHH rechazaban el fallo por resultar absolutorio, un sector de organismos de DDHH y abogadas feministas cuestionaron la sentencia por su falta de “perspectiva de género”. Esta falta no era señalada en lo que respecta estrictamente a la ausencia de condena sino al modo en que se expresaron los argumentos absolutorios. Una otra vertiente del feminismo institucional, interpretando el malestar social y el señalamiento de las organizaciones de DDHH y feministas, inició un pedido de juicio político a los jueces de la mentada sentencia. En medio de este proceso, el fallo del 2018 fue declarado nulo por la casación, instancia que ordenó realizar un nuevo juicio con “perspectiva de género” pero sin producción de nuevas pruebas. 

En el marco del segundo juicio, y entendiendo el carácter icónico que detenta para una transformación de los sistemas de justicia, asistimos como antropólogas feministas a las audiencias con el interés de analizar cómo se actúa, resuena y se pone en juego la “perspectiva de género” en el proceso judicial; allí donde se declama y allí donde no se espera también.

Poder mirar los acontecimientos desde lentes feministas significa desandar un largo camino por el cual las mujeres eran (mal)juzgadas y (mal)tratadas en los tribunales en función del cumplimiento o no de los mandatos de género, de su reputación sexual y las convenciones de sexualidad y género más amplias. Ahora bien, también y como todo proceso transformador presenta momentos de desconcierto y también, por qué no, de desaciertos. Pues el camino es aún exploratorio. Más allá de las recomendaciones y normativas (abstractas) de carácter supranacionales o nacionales existentes, cuando nos encontramos ante un caso concreto la pregunta por ¿cuál sería la perspectiva de género? se nos presenta como un problema y no como una evidencia.

¿Preguntas imposibles?

Las audiencias por el segundo juicio se iniciaron el 7 de febrero de 2023. La primera jornada estuvo destinada a los familiares de Lucía Pérez. La madre, el padre y el hermano fueron los primeros en brindar testimonio y responder preguntas de las partes. La ronda de preguntas comenzaba por el fiscal, continuaba la querella y finalizaban las defensas. Las expectativas puestas en el arranque no se hicieron esperar. No había aún terminado la ronda de la primera testimoniante y la querella objetaba la “falta de la perspectiva de género” de la defensa al tiempo que citaba el fallo de casación. Con todos los testimonios el procedimiento fue similar. A las preguntas del fiscal y la querella las respuestas eran extensas, a similares preguntas de parte de las defensas el fastidio era expreso o porque se repetían las preguntas (vale aclarar que es un procedimiento habitual la repregunta sobre mismos tópicos por todas las partes) o porque “no tenían perspectiva de género”.

La querella preguntaba “¿Cómo era Lucía?” y eso era ocasión de extensas respuestas pero cuando la defensa pública preguntaba “¿Cómo era el carácter?” o “¿Qué sueños tenía Lucía?” las objeciones se impusieron. Lo mismo sucedió cuando el defensor de Offidani le preguntó a la madre de Lucía, luego de que ella hubiera afirmado el desinterés de Lucía por salir a bailar y vincularse con otros jóvenes, si ella tenía el hábito de hablar de sexualidad con Lucía. Una pregunta que apuntaba a conocer los alcances del conocimiento de la testigo sobre los hechos que afirmaba también fue rechazada por el tribunal por su “falta de  la perspectiva de género”. 

Sin dudas, en este primer día lo central fueron las tensiones en torno a qué se puede decir, qué se puede preguntar, pero también quién puede hacerlo. A tal punto que sobre esta tensión versaron las coberturas mediáticas de la primera jornada, recogiendo únicamente la voz de la querella que señalaba la falta de perspectiva de género de la defensa como una revictimización. Pero pareciera que el problema no eran las preguntas que se formulaban sino quién las hacía. Por su parte, las defensas dejaron en constancia sus quejas entendiendo que la gran cantidad de objeciones que anteponía la querella era un obstáculo para el buen desarrollo de su defensa.

En el caso que se juzga no se cuenta con la voz de Lucía para saber si consintió o no el encuentro sexual. Las pericias forenses sostienen que del cuerpo no puede inferirse un comportamiento de resistencia, que las lesiones vaginales y anales recientes son compatibles con los efectos en los cuerpos después de cualquier relación sexual y que la causa más probable de la muerte es intoxicación con cocaína (sin ser la cantidad lo determinante, también sostuvieron). Con estas pruebas y con una acusación tan grave se vuelve razonable y necesario la contemplación de la mayor cantidad de elementos para intentar comprender lo que concreta y materialmente pasó y que hoy se juzga, con la posibilidad de quitarle a una persona la libertad de por vida.

Julieta Di Corleto (2006) señala que la incorporación del comportamiento sexual pasado de la víctima debe ser bloqueada en los procesos judiciales porque debido a los mitos misóginos puede ser perjudicial para el proceso. Ahora bien, Di Corleto en ese mismo texto también sostiene que para un debido proceso “es razonable y necesario que se investiguen las circunstancias en las que se concretó el acto sexual objeto de la denuncia, …pero no si en una ocasión previa, distinta a la investigada, la mujer consintió el acto sexual”  (2006:16). En otras palabras, es razonable y necesario que se investigue el hecho en cuestión, aunque sin inferirlo de actuaciones previas de las partes. Podemos pensar que es aún más razonable y necesario cuando la palabra de la supuesta víctima del delito no está presente.

Pero en el juicio que presenciamos “la perspectiva de género” parecía consistir en evitar que las defensas preguntaran por Lucía. Cualquier pregunta fue considerada una amenaza de posible estigmatización. ¿Cómo hablar entonces de lo acontecido sin hablar de las personas? ¿Cómo ponderar una denuncia sin la palabra de la víctima, sin pruebas físicas de que afirmaran que lo fuera y sin poder preguntar a allegados cómo era y cómo se comportaba habitualmente?

La fiscalía y la querella en este juicio -pero también en los alegatos de la fiscalía del juicio anterior- sostuvieron que era posible reemplazar los datos concretos de la vida y las actuaciones de Lucía a través de la consideración de indicadores abstractos de vulnerabilidad. ¿Cómo era Lucía? Era una mujer joven y con eso pareciera que debiera bastar para hablar de ella como víctima. La condición de mujer y de persona joven son determinaciones lo suficientemente abstractas como para poder predicarse de todo el universo de mujeres y de todo el universo de las jóvenes, pero es justamente ese mismo grado de abstracción lo que lo vuelve un problema si se convierte en el único dato que tiene la posibilidad de ser ponderado como tal.

Volvamos a recordar que es la falta de la voz de Lucía la condición que introduce un problema que no es sencillo de zanjar. Y es problemático tomar algunos atajos para subsanar esa falta. No es posible suplir la palabra de Lucía con indicadores abstractos de vulnerabilidad. Como tampoco podemos determinar la falta de consentimiento por la muerte posterior, que por otra parte se considera efecto de otras causas. Esta es otra operación problemática que no resiste lógica alguna, pero que se expuso en ante el tribunal. “¿Podríamos esperar que Lucía consintiera su muerte?” preguntó tramposa y retóricamente la querella. 

Para ponderar una denuncia de delito tan grave como este, con las condiciones excepcionales (de ausencia de la voz, de pruebas en sentido contrario a las que pretende la acusación) parece necesario analizar a los sujetos implicados, sin reducirlos a una condición abstracta de género o clase. No hay sujeto real que sea igual a una definición abstracta. No podemos dictaminar sobre un hecho concreto, sobre las acciones llevadas adelante por sujetos concretos a partir de definiciones abstractas y proyecciones potenciales derivadas de ellas.

La reducción de la violencia

Uno de los argumentos que desplegaron la acusación y la querella fue que adoptar una perspectiva de género suponía cuestionar desde el vamos la validez del consentimiento sexual de Lucia. “Es anticonvencional y anticonstitucional decir que Lucía podía consentir”, dijo la querella en su alegato. Se trataba de una pretensión que ya no solo involucraba las cuestiones de producción y admisión de la prueba, sino que imponía un tipo de lectura sobre los acontecimientos en cuestión. Este asunto despierta dudas y preguntas ya que incluso dentro de los feminismos el problema del consentimiento asume contornos sinuosos que son aún objeto de debate, reflexión y crítica. 

Así, los feminismos han puesto sobre el tapete las relaciones de desigualdad de género que se esconden tras la igualdad formal y hacen del consentimiento un asunto opaco y difícil pero también han planteado la diversidad de las experiencias, su carácter intransferible e inapropiable, la importancia de la primera persona.

Además, aún si reconociéramos la pertinencia contemporánea de la sospecha respecto del consentimiento (en tanto es el modo a través del cual se introduce la problemática de la desigualdad de género tras la mascarada liberal), ¿podríamos -en ausencia de otros elementos que permitan inferir un contexto de violencia- afirmar categóricamente que Lucía no consintió, sin su perspectiva de los acontecimientos, sin conocer nada de su modo de vivir esa experiencia? Claro está que el trágico desenlace de los acontecimientos lamentablemente no nos permite conocer nada de esto (tanto como el deceso producto del consumo de estupefacientes tampoco puede retrospectivamente construir una relación sexual como abuso). ¿Como feministas encontramos deseable que operadores judiciales, parientes y expertos conviertan su experiencia en un acto de abuso sexual en virtud de indicadores abstractos y sin contar con su palabra?

Además de los indicadores abstractos, unos universales que se predican independientemente del caso, en los discursos de los/las expertos/as aparece un solapamiento entre términos cuya equivalencia supuesta vale interrogar: desigualdad estructural y violencia de género. Así, expertas en la sala del tribunal piden que se tenga en cuenta que se trataba de relaciones de desigualdad estructural entre varones y mujeres y, por lo tanto, de un contexto de violencia de género. Pero esto no representa una relación ni evidente ni necesaria. Es, de hecho, una discusión de larga data dentro de los feminismos que no consigue acuerdo. ¿Toda diferencia o jerarquía será denunciada como violencia? Este es un camino que comenzó en los años 80 entre algunos sectores que buscaron entrar en diálogo con el derecho penal. Pero para otros sectores del feminismo, por un lado, no toda jerarquía o diferencia se experimenta como violencia (de hecho, puede ser experiencia de signo contrario) y, por otro, el lenguaje judicial no es entendido como el adecuado para dar cuenta de esa complejidad.  

Como señala la jurista, socióloga y filósofa italiana Tamar Pitch la categoría ‘violencia de género’ tiene una deuda con la lógica del sistema penal en tanto reconstruye responsabilidades individuales entre víctimas y victimarios.  La noción de desigualdad social proviene de la teoría social e intenta abordar los modos diferenciales de apropiación de recursos materiales y simbólicos que ponen en relación a posiciones en la estructura social, no a individuos. ¿Es posible deducir de (potenciales) posiciones en la estructura social relaciones de víctimas y victimarios para suplir así, en un proceso penal, las falencias de la prueba? Detrás de un aparente progresismo que busca tomar en consideración los “contextos” puede esconderse un lombrosianismo sociológico.

Decimos “potencial” porque, además, en esta operación se privilegian selectivamente determinados marcadores de diferenciación social, como el género, por sobre otros, como la clase y la raza, entre otros. La interseccionalidad que se reclamó atender desde la parte acusadora, se pareció más a la acumulación de rasgos abstractos de vulnerabilidad (de la ya determinada víctima) y estuvo lejos de ser un análisis que pondere marcadores de diferenciación social en el caso concreto, a efecto de los acontecimientos que se intenta capturar.

Los anormales

Si revisamos los alegatos del fiscal nos encontramos con que no es solo la (potencial) posición en la estructura social de los imputados lo que aporta a su culpabilidad sino también su propia vida sexual. Así, el fiscal expuso con un fuerte tono de reproche moral la vida sexual de los acusados. En el caso de Farías presentó su deseo de mantener relaciones sexuales con “todas las mujeres”(sic) a sus cortos 23 años de edad como una información que aportaba a determinar su responsabilidad. En relación a Ofidani, uno de los indicios presentados en torno a su culpabilidad recayó en su hábito de consumir pornografía o realizar videos caseros de su actividad sexual.

Así, al mismo tiempo en que se restringió la posibilidad de hablar de la vida sexual de Lucía (porque ello no resultaba indicativo de su consentimiento), se pudo hablar extensamente del pasado sexual de los acusados (porque ello sí resultaba indicativo de la validez de la acusación). Las evidencias en torno a los acontecimientos se vieron desplazadas toda vez que se expusieron y valoraron conductas, placeres, prácticas sexuales, más allá del consentimiento de los/las involucrados/as a participar de ellas en el ámbito de su privacidad. La pregunta que el fiscal realizó a la locadora de la vivienda de Farías “¿es usted swinger?” no pareció aportar mucho al esclarecimiento de los hechos pero dejó muchas preguntas resonando cuando sintomáticamente en un juicio que debía ser modelo en términos de perspectiva de género la pregunta desconcertante fue, además de poco pertinente, formulada a la mujer de la pareja y no a su compañero quien también declaró…

Así, los prejuicios y estereotipos que las feministas pretendemos echar por la puerta grande en este nuevo tiempo corren el riesgo de regresar por la ventana cuando las preferencias sexuales de los acusados o quiénes son percibidos como parte de su entorno pueden presentarse como indicadores de su carácter monstruoso, anormal, finalmente lo que predice y ya escribe su culpabilidad mucho antes de que los acontecimientos tengan lugar. 

La defensora oficial discutió esta perspectiva diciendo en su alegato “¿no consumimos todos en esta sala pornografía y también los que están mirando?”. No dijo “la ciencia dice que la pornografía no produce perversos” o “los expertos dicen que el consumo de pornografía no desencadena acciones violentas”. Eligió encarnar el argumento, lo puso en primera persona, hizo propio lo impropio. ¿No resuena algo del feminismo aquí?

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Construir una perspectiva de género será un proceso largo, laborioso y difícil. No sucederá  de la noche a la mañana y probablemente requerirá marchas y contramarchas. Además, como mostramos, quienes se embanderan como sus portadores naturales y excluyentes pueden no estar exentos de estereotipos y prejuicios. En este juicio la incorporación de la “perspectiva de género” funcionó de cerco restrictivo para la discusión y la evaluación de los acontecimientos y, en definitiva, para el ejercicio de la defensa en juicio. Pero este no debería ser el destino de la incorporación de esta perspectiva en el ejercicio de la justicia. Como tampoco debería naturalizarse la equivalencia que parece establecerse entre perspectiva de género y castigo. Repensar el camino de esta transformación de la justicia debe ser una tarea colectiva de los feminismos.

Cecilia Varela, ICA-UBA/CONICET – Catalina Trebisacce, IIEGE-UBA/CONICET.