Voy a decir que la literatura de Marina Closs⁽¹⁾ es una expansión exploratoria de la sextina con la que José Hernández abre su Martín Fierro: “Aquí me pongo a cantar”. Y una actualización, porque si allí se trata de las pasiones y disputas vitales de indixs, chinas y gauchos, sus topetazos con una ley siempre injusta, en la literatura de Marina Closs derivan en indixs y colonxs, putas y peones, hijas de patrón e “hijo de lobo” ucraniano-portugués, en un ambiente con contornos pueblerinos en el que la ley parece algo remoto e incomprensible, inaccesible (como en el famoso “Ante la ley” kafkiano), lo cual da como resultado historias en las que se encuentran normalizadas todas las declinaciones de lo posible: el incesto atravesado por un ferviente misticismo, el sadismo, la trieja de preadolescente con mellizas psicologizadas. Todo se relata con calma y sin moralismos innecesarios, sin indignación: no hay traspaso posible porque no hay norma. Se la desconoce o no se la conoce. La vida deviene así un combate cuerpo a cuerpo en el que no hay espacio para la piedad y sí, en cambio, bastante, para la muerte, la violencia y la carcajada del absurdo.
Las mejores escenas de la literatura de Marina Closs se juegan en un compás beckettiano, de mueca cómica que surge con frescura para pasar inmediatamente a agarrotar los músculos de la cara, al desnudar lo absurdo, lo terrible, de la existencia: ahí tenemos el frustrado robo de media de Olga, prostituta con hermana en la Policía (“una hermana en la policía ¡es algo muy, muy valioso!”) o la crema de enjuague como ítem sine qua non en la fuga homicida de las mellizas Cynthia y Jessi. “–Tiene unas cortinitas –me había dicho López–. Parece que es plateado el pedal. El asiento se reclina entero para atrás. Las dos camitas vienen como acolchadas. Algunos calculan y dicen que tiene un espacio como para ponerle una cocinita”, relata Monchi Mesa del Escania que debe cuidar por las noches, recopilando lo que para él son los puntos salientes, definitorios, de una bestia mecánica que no llega a comprender, al punto de que confunde la alarma del camión con “el alma” del camión. No es el único: lxs personajes que pueblan la literatura de Marina Closs no entienden las reglas que rigen las sociedades que integran, razón por la cual todo se vuelve repetición externa de ademanes vacíos como cáscaras.
La interioridad surge en los monólogos que crean este universo, nueve monólogos en total, organizados de a tres por obra, tal vez porque tres es la cifra de la superación dialéctica. Tres son los truenos de su Tres truenos (primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2018, publicado por Bajo La Luna), tres son las partes que integran Tascá Skromeda, el peor más pobre (recientemente publicado por la editorial Dábale Arroz), tres son también las voces de Monchi Mesa, también publicado este año (Bajo La Luna). Nueve monólogos en total porque en la literatura de Marina Closs la incomprensión, la desadecuación se cuenta desde adentro, en primera persona. Por fuera del monólogo no hay nada, firme apuesta a que el árbol que cae sin ojo que atestigüe, no cae. El mundo, leemos en su forma, es solo subjetivo, una lucha de versiones, de puntos de vista.

Hay en estas tres obras un ambiente común, extrañamiento de lo pueblerino que se conecta con los retratos narrativos de Elvira Orphée (en Aire tan dulce, por ejemplo, de 1966) o de Libertad Demitrópulos (en La mamacoca, novela póstuma recuperada por Eduvim en 2013, en su colección “Narradoras argentinas”) o incluso en el extraordinario Eisejuaz de Sara Gallardo. Pero también hay algo nuevo y orgánico, algo único y potente que ojalá sigamos recibiendo de a tres, por muchos años más.
⁽¹⁾ Marina Closs nació en 1990 en Aristóbulo del Valle, Misiones. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires.