El 18 de marzo cumplí 28 años. Estuve en Quito antes del toque de queda. Alcancé a comprar un pasaje para viajar a Guayaquil de regreso antes de que rigiera la restricción de movilidad interprovincial. Cuando llegué a Guayaquil, las mujeres de mi casa ya estaban organizadas para la cuarentena. Mi mamá Gloria, de 62 años, y mi abuela Dora, de 83, tienen discapacidad.
Enfermedades degenerativas sin cura. Dolores sobre todo en la rodilla. Pero mamá es independiente. Mi mamá tuvo H1N1 y quedó delicada de los pulmones. Enfermar de COVID-19 es una preocupación constante. Mi abuela está parcialmente ciega. Entonces, hay que estar presentes para que ella pueda ser independiente. Ella está aprendiendo a mirar de otra manera. Todas estamos aprendiendo a mirar.
En la normalidad, yo participo en los espacios comunes. Todas trabajamos. En tiempos de cuarentena hay que cubrir las necesidades de alimentos y limpieza de la casa. Además, cuidamos de tres gatitos, dos perritos y dos tortugas.
El barrio donde vivimos está dividido por puertas. Los vecinos decidieron poner puertas en la calle principal para que, cuando ingreses, tengas que pasar por una garita. Había guardias, ahora ya no. Hace unas dos semanas me enteré de que un vecino estaba enfermo. Fue el colectivo de vecinos que se encargó de informarnos el número de puerta, que el vecino había dado positivo a la prueba de COVID-19, y 1 El virus de H1N1 causa infección respiratoria y registró en 2009 un nivel pandémico, a diferencia de la gripe estacional que ha circulado entre los seres humanos desde 1977, informó la Organización Mundial de la Salud. que su familia se encontraba en cuarentena. Los vecinos de ‘su puerta’ se organizaron para que esa familia reciba alimentación y no tenga que salir de la casa.
Tuve miedo de infectarme, de que pudiéramos enfermar porque, al inicio de esta cuarentena, la epidemia parecía bastante lejana. «Tal vez no nos pase. Debemos tener cuidado» —me repetía en silencio. «¿Por qué nos pasaría a nosotros?» —me preguntaba. Ahora todos tienen un familiar enfermo o conocemos a alguien que ha muerto. La COVID-19 entraba en mis círculos personales hasta que enfermó a mi papá.
Mi papá es taxista. Es un trabajo en el que está en contacto con mucha gente. En Guayaquil, el servicio de taxi debe tener aire acondicionado, si no la gente prefiere no subir. El taxi es un espacio cerrado, chiquito. Mi papá suele transportar a unas enfermeras que, por suerte, le dieron implementos para que pueda cuidarse, como mascarillas y guantes. Igual contrajo el virus.
Es un hombre bastante saludable, mi papá; no tiene historial médico. Por eso no sabíamos cómo estaba su corazón ni sus pulmones. Vive en la Martha de Roldós. Un día, hablando por teléfono, me contó que se sentía mal. Le dolía la garganta. Había tenido diarrea. Se estaba descomponiendo como si tuviera algo malo dentro. La voz se le empezó a quebrar. Vino hasta mi casa en su taxi. Lo vi a poca distancia y le dije: «Usted se ve muy enfermo». Él lo negó como queriendo no aceptar su situación. Decía: «Yo limpié con cloro y eso me hizo daño». Pasaron algunos días y papá aceptó ayuda. Al inicio parecía que solo necesitaba un par de cositas. Él no quería molestar.
Nosotras no tenemos presupuesto para ayudar a papá a costear una prueba de COVID-19. Tampoco nos atendieron en el Ministerio de Salud Pública. Para ayudar a papá, la familia se organizó. En la familia hay algunos médicos. Contactamos con mis primos y preguntamos. Uno de ellos es médico en Estados Unidos y está atendiendo a pacientes enfermos de COVID-19. Gracias a una consulta en línea pudo conocer los síntomas de papá. El médico dijo que posiblemente se trataba de COVID-19 y se comprometió a darle tratamiento.
Sabiendo que el contexto en Estados Unidos y en Ecuador no permitía hacer pruebas y conocer de inmediato los resultados, le recomendó alta hidratación y paracetamol. Cosas que le ayudaron a sostener por un tiempo, pero luego tuvo una gran decaída. Fue alarmante verlo desmejorar porque él no es un hombre enfermo.
Mi papá tiene 61 años. Lleva apenas unos meses dedicado al taxismo. Es chofer profesional. Es electromecánico. Vive solo. ¿Cómo llevarle comida? Estamos en pleno toque de queda. No tenemos auto. Pedimos cooperación de nuestra familia para que actúe en red. Atendimos a papá a través de ayuda y más ayuda. Le hicimos llegar comida creyendo que tendría fuerzas para cocinar. No podía hacerlo. Cuando empeoró y estuvo muy mal, pasó dos días sin comer.
No teníamos cómo comunicarnos más que por el celular. Eso fue lo más desesperante. Debimos esperar básicamente que despertara y nos respondiera. Esperar que nos diera una luz de que está bien. ¿Qué hacer? Los tíos de Cuenca depositaron dinero en mi cuenta al que está vinculado el préstamo estudiantil. Al día siguiente, la institución pública hizo el cobro sin importar la emergencia en la que estamos. Rabia.
En esos días, un video que el gobierno difundió con el título “Ataúdes para generar pánico”, el 7 de abril, desmentía a los vecinos de la Martha de Roldós. Linda Cáceres describía el abandono de un ataúd en la esquina de su casa, ubicada en la 23 y la R (de lado de la 29). Dicen que fueron los propios policías que, tras llevarse el cuerpo del sector, dejaron el ataúd. Una Fuerza de Tarea Conjunta atiende la emergencia mortuoria.
Buscamos la ayuda del médico de mi mamá. Le envié una nota de voz explicándole el estado de mi papá. Nosotras no queríamos ir a un hospital porque sabíamos que no habría atención. Porque no hay camas. Porque el sistema de salud está colapsado. Intentamos retrasar todo lo posible la necesidad de un hospital.
Conversé muchas veces con el doctor de mi mamá. Yo percibo la medicina desde una forma más integral porque también estoy enferma. Es mi corazón y las emociones que han pasado a manifestarse en un plano físico. Mi cuerpo, mis enfermedades, son la prueba de que debemos hablar de la salud y la medicina.
«Si lo creen conveniente, medíquenlo en casa» —respondió el médico, enviándonos el protocolo de atención con el detalle de cómo se toman las medicinas. «¿Cómo está su corazón?». Me habló de la urgencia de hacerle un electrocardiograma al corazón de papá. La mezcla de medicinas es muy agresiva para el corazón.
Papá estaba muy asustado. 17 días con síntomas. Sentía que iba a perder la vida. Papá es una persona cargada de mitos sobre la ciencia. Cree en la medicina alternativa y muchas veces nos recetó cloruro de magnesio para los huesos. En una nota de voz decía: «Disculpen por no responder antes. Acabo de despertar. Me quedé dormido cuando se me pasó la desesperación». A lo largo de mi vida, vi a mi papá una o dos veces enfermo.
Cuando conseguimos la medicina, él empezó a mejorar. No tuvo que usar la medicación. No ha tomado más que paracetamol. No hay prueba de que papá haya tenido COVID-19. Pero él afirma: «Yo tuve COVID-19. Yo tuve dengue. Nunca estuve tan enfermo». Se siente como un sobreviviente. Se siente muy feliz. Cuando me vio llegar a su casa a dejarle comida, casi me abrazó.
Sé que vivo una realidad particular. Tengo mis posturas políticas. Soy crítica. Mi entorno también es así. Espero que haya un despertar de la conciencia política, afectiva, emocional, sobre la importancia que tienen los cuidados colectivos. Espero y deseo un malestar suficientemente fuerte que nos haga cambiar. Siento que asistimos a una fiesta de pueblo donde la alcaldía es el prioste. Es una gran feria con maquillaje. Pero cuando regresamos a nuestras casas hay miseria. La fiesta se acabó cuando empezó la COVID-19.
Correspondencia: 09/04/20 – 10/05/20
“Ataúd en llamas” se puede descargar en el catálogo digital de UArtes Ediciones en este link.