Clandestina nunca más

Publicamos en exclusiva un adelanto de “Puta feminista. Historias de una trabajadora sexual”, de la secretaria general de AMMAR, Georgina Orellano. Crónica del despertar de la conciencia política, ligada a la lucha por el reconocimiento, la solidaridad de clase y las convicciones contra la violencia de la clandestinidad. El libro recupera la historia de la organización de lxs trabajadorxs sexuales y su desafío a poderes muy definidos, como la policía y el patriarcado.

Un sábado por la tarde, en el baño de la casa de Derqui, dos mujeres lloraron abrazadas. Esas dos mujeres éramos mi mamá y yo. Después de mucho pensarlo, tomé coraje y le confesé a lo que me dedicaba verdaderamente. Me saqué el estigma de una vez y para siempre.

Durante ocho años oculté mi trabajo como pude y por temor a que mi familia, al enterarse, se enojara y me casti­gara con la exclusión. Comencé a tomar valor cuando fui al festejo de los quince años de AMMAR y vi a algunas trabajadoras sexuales acompañadas por sus familias, sus hijxs y sus nietxs. Esa escena me fue directo al corazón y me dio la certeza de que, si a ellas las habían aceptado, existía la posibilidad de que a mí también me ocurriera.

No fue fácil juntar coraje y dejar atrás la doble vida lle­na de mentiras y estrategias de ocultamiento, como tener dos celulares, salir de mi casa vestida en jogging y montar­me en la parada del colectivo, esconder mis ganancias y mi sacrificio detrás de la ficción de la ayuda económica que —decía— me daban los chongos, primero el progenitor de Santi, después Alejandro.

Una vez, una compañera me invitó al cumpleaños de su yerno y cuando llegué, él y su mujer me advirtieron que lxs invitadxs no sabían de nuestro trabajo, que tratara de ser reservada y respetar su decisión de no compartir con sus amigxs a qué se dedicaba su suegra —en el caso del cumpleañero— y su madre —en el de su pareja. Esa noche casi no hablé y me fui temprano. No quería que en mi caso fuera así, no quería la aceptación a medias, y temía que a mi madre y mis hermanxs les diera vergüenza tener una prostituta en la familia.

Por ese entonces en la organización se aceleraba la dis­cusión de presentar un proyecto de ley para que se reco­nociera el trabajo sexual —precisamente— como trabajo. Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner habían arrancado una serie de políticas prohibicionistas tendientes a combatir la trata de personas con fines de ex­plotación sexual, pero con marcada línea punitivista sobre nuestra actividad. Se empezó por prohibir los cabarets y las whiskerías. Había decretos provinciales y ordenanzas municipales que prohibían hasta los lugares privados don­de se llevaran a cabo “actos de prostitución”, y se llegó a la clausura de viviendas particulares de compañeras que ejercían el trabajo sexual puertas adentro.

Corría el año 2011 y con él llegaba el decreto 936, que prohibía la publicación de servicios sexuales en los avi­sos clasificados, algo popularmente conocido como el rubro 59 —por el número que tenía en el diario Clarín—; esos anuncios a los que de pendejas llamamos con mis amigas en búsqueda de una entrevista para nuestro trabajo práctico de la secundaria.

Llegué a la organización para transitar un cúmulo de batallas perdidas. Y esto, sumado a la división de la CTA entre una línea oficialista en apoyo a las políticas del go­bierno kirchnerista y otra que la jugaba de oposición y terminó por hacerle el juego a la corpo para años después encolumnarse dentro del Frente de Todos, espantada por las políticas neoliberales de Macri.

Al ver con desesperación que a muchas compañeras se las estaba condenando a mayor clandestinidad y vul­neración de sus derechos, nos propusimos ser escuchadas ofreciendo notas en algunos medios de comunicación. Exponernos no era nada fácil para quienes cargábamos con años de estigmatización. Mi primera entrevista la realizó el diario Tiempo Argentino; con una compañera brindamos testimonio sobre las consecuencias de las políticas antitra­ta tal como se estaban llevando a cabo —los allanamientos compulsivos sin ninguna orden judicial, el robo de las per­tenencias de valor por parte de las fuerzas de seguridad, las clausuras de los espacios de trabajo, la criminalización de lxs trabajadorxs sexuales—, nuestra lucha y la necesi­dad de salir de la clandestinidad y ser reconocidxs por el Estado. En esa nota solo di mi nombre, pero luego la cosa cambió cuando el periodista nos llamó para avisar que a su editor le había gustado tanto el reportaje que mandaría a un fotógrafo a la sede de AMMAR para sacar varios retra­tos de las entrevistadas.

Estaba hasta las tetas.

Las compañeras me sugirieron que usara una careta o una peluca de las que llevábamos en las marchas. Los días que siguieron no pude dormir, no decidía qué hacer. Al probarme una máscara me sentí angustiada por tener que ocultarme cuando estaba defendiendo lo que creía que era justo, ni más ni menos que nuestros derechos. Me puse a  ver por YouTube entrevistas a compañeras que me pre­cedieron e hice un clic cuando una de ellas le decía a un periodista que la sociedad se debía sacar la careta y dejar de ocultar bajo la alfombra aquello que no le gustaba.

Tomé una decisión y asumí los riesgos. Me saqué la foto, me quité la careta y mostré quién era. Ese acto de valentía fue recibido con afecto y cariño por parte de las dirigentes de AMMAR, que me preguntaron qué le iba a decir a mi familia.

—Que sea lo que tenga que ser, que se enteren al leer la nota y después se verá.

Ese viernes, luego de la sesión de fotos, con una compa­ñera que apodábamos la Chuki caminamos hasta la esta­ción Independencia del subte y en la placita sobre la aveni­da 9 de Julio, antes de despedirnos, me contó que ella ha­bía guardado el secreto hasta que sus hijos, ya de grandes, se enteraron a qué se dedicaba por un vecino que la había visto saliendo de un telo de la mano de un cliente. Los hi­jos se enojaron muchísimo; para mi sorpresa, no tanto por su trabajo como porque ella no había tenido la valentía ni la confianza de contarles. Su enojo era por enterarse así, por un vecino del barrio que se ocupó de desparramar el chisme por todos lados.

—¿Entendés por qué te estoy compartiendo esto? —me dijo apretándome las manos—. Es mejor que si se enteran sea por tu boca y no por la de otros que encima les van a trasladar todas las miserias que deposita la sociedad en nosotras.

Nos abrazamos y le agradecí tremenda lección de vida.

El sábado tomé decidida el tren del ferrocarril San Martín. Llegué temprano a lo de mi mamá. Tenía reservado un remís por si me echaba o la cosa se ponía jodida. Había practicado frente al espejo del baño en el departamento en el que viví casi toda mi clandestinidad: “Ma, te tengo que contar algo, yo no soy quien te dije que era. Yo no tra­bajo en la CTA, yo ejerzo el trabajo sexual”. Decidí usar las palabras “trabajo sexual” o “trabajadora sexual” y no “prostituta”, para que no sonara tan chocante.

Mientras mi mamá estaba en el baño entré a charlar como me había acostumbrado a hacer desde chica, para­da y con la puerta entreabierta mientras ella hacía pis. Me mordí varias veces los labios y después hablé pausado, con los ojos cerrados repetí la frase que había ensayado tanto. Cuando terminé, abrí los ojos y la miré: ella estaba ahí, sentada, en silencio.

—Perdoname si no soy lo que vos querías que fuera. Pero soy esto —le dije llorando.

Y tardó ocho años, pero llegó el abrazo reparador.

Salí del clóset, pasé la prueba de fuego. Mi mamá lloraba conmigo, pedía que me cuidara y cuidara de Santino.

Después mi vieja, que trabajó toda su vida de empleada doméstica, le compartió su angustia y sus miedos a una de sus patronas, que era psicóloga. Primero le preguntó si ella la consideraba buena madre y luego le confesó que tenía una hija que se dedicaba al trabajo sexual.

—Que no te dé vergüenza, Rosita; Georgina es una mu­jer muy inteligente. Apoyala —le dijo su patrona y mi vie­ja hizo de aquel consejo su bandera.

Menos mal que Andina, la psicóloga para la que traba­jaba mi mamá, era peronista y no gorila, porque si no, me hubiese desafiliado de la familia, pensé cuando supe que Andina amaba a Néstor y Cristina. Pero no todas fueron buenas: la más ortiba resultó ser la menos pensada. Una no­che nos invitaron al programa que hacía Baby Etchecopar y acompañé a Elena, que convenció a todxs de que había que ir; en un contexto en el que nos costaba tanto hacernos escuchar, era una oportunidad. Él tenía mucha audiencia y nunca se sabía quién podía estar mirando, a quién podía­mos llegar.

Una de mis tías estaba viendo el programa y llamó a mi mamá para avisarle que yo estaba diciendo que desde los 19 años me prostituía. La misma tía que cuando iba a visi­tarnos nos hacía reír con anécdotas sobre cómo de jóvenes se garchaban a dios y María santísima. Le pedí a mi vieja que tratara de no escuchar a la gente y que confiara en mí. Por suerte, lo hizo.

Qué difícil fue contarle, más adelante, que había sido elegida secretaria general de AMMAR. Con el tiempo, lo fue comprendiendo y se hizo responsable del cuidado de Santi cada vez que me tocaba viajar. Siempre las redes de sostenimiento en la familia fueron así. Si no era ella la que cuidaba a mi hijo, era mi hermana. Siempre unidas.

Hace tres años, le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad que va degradando las células nerviosas y reduce la funcionalidad de los múscu­los. Aun así, se las ingenia para seguir compartiendo en las redes sociales todo lo que hacemos en AMMAR y dedi­carme comentarios de apoyo.

Mi vieja les bajó línea a mis hermanxs para que sin chis­tar aceptaran mi trabajo y respetaran mi decisión. Ella se encargó de clausurar la puerta a la clandestinidad. Cuando le hablan sobre mí, no deja que terminen la pregunta, que ya está respondiendo: —Sí, Georgina es mi hija y ojalá se pueda jubilar igual que me jubilé yo como empleada de casas particulares, bajo un gobierno peronista.