Si yo levanto mi grito
No es tan sólo por gritar
Yo canto a la diferencia,
Que hay de lo cierto a lo falso,
De lo contrario no canto.
Violeta Parra
Desde comienzos de 2019, antes de que la pandemia eclipsara todas las agendas, una serie de levantamientos sacudieron el mundo poscolonial. A la primera ola de protestas en Argelia, Sudán y Hong Kong, que marcó una nueva forma de revuelta constante cuyo objetivo era acabar con el orden sociopolítico y económico imperante, la continuó una segunda en los últimos meses del año en Líbano, Iraq, Ecuador y Chile.
Estas revueltas, o revoluciones, se parecen en mucho a las iniciadas en Túnez en 2010, que se expandieron por toda la región árabe primero y luego por los países del norte con los movimientos de indignados y Occupy Wall Street. Son masivas, prolongadas, creativas, tienen al frente a una generación de jóvenes (muy jóvenes) que padecen un presente de precariedad y que, por eso, no tienen futuro. Sin embargo, muchas cosas cambiaron desde aquella “primavera” del 2011, y la más importante de ellas es sin dudas la configuración de un actor político que no es nuevo, pero que adquirió nuevas dimensiones, en términos de masividad y articulación: el feminismo.
Y me refiero al feminismo como sujeto político y no a “la revolución en x país es una mujer” o “las mujeres al frente de las revueltas en x país”, titulares que aún fascinan a editores que desconocen —en el mejor de los casos— o ningunean —en el peor y más probable— que las mujeres de x país siempre estuvieron al frente de las protestas, aunque ellos no las vieran. Y no es que ahora sí nos ven; es que, desde la Revolución Francesa en adelante, el cuerpo de la mujer representando a la patria, la revolución o la libertad es inversamente proporcional al lugar que se le da en esas ideas. O sea; a mayor representación menor participación.
Esto es justamente lo que vino a quebrar el artivismo feminista, proponiendo una estética política del cuerpo como colectivo, en su pluralidad y diversidad, que con su presencia exige el reconocimiento. La expresión más masiva y potente de esta intención fue sin dudas la performance de LasTesis “Un violador en tu camino” convertida en un grito global, desde Santiago hasta Beirut.

El primer día de octubre de 2019 una serie de manifestaciones agitaron las ciudades del sur iraquí en protesta por la rampante corrupción del gobierno, las altísimas tasas de desempleo y la ineficiencia de los servicios públicos. Rápidamente, comenzó a pedirse la caída del gobierno, que reprimió con violencia causando cientos de muertes y miles de heridos. Las protestas pedían el fin del sistema político instalado por la ocupación estadounidense en 2003 basado en la división sectaria de la población, que originó sangrientos conflictos entre las comunidades desde entonces. No es ninguna novedad que la invasión a Iraq se orquestó para hacerse con sus recursos naturales; allí no sólo todo el territorio, sino que toda su población parece ser “sacrificable”, empezando por los sectores más marginados: mujeres, refugiadxs y migrantes.
Esta alianza entre patriarcado, extractivismo y neoliberalismo se cobija bajo las banderas y los límites del Estado-nación, convertido en ese juez que decide quién debe vivir y quién es sacrificable: son los muertos vivientes bajo el sistema de la necropolítica. Quizás por ello lxs estudiantes chilenxs ya en 2011 se manifestaban al ritmo de Thriller para demandar por el derecho a una educación que no endeudara a ellxs y sus familias de por vida. Una vida endeudada, no es una vida. Ese flashmob, esa aparición de una vida que no llega a ser una vida, de ese cuerpo que no llega a ser un cuerpo, venía a disputar el espacio público, a convertirlo en espacio de emancipación y de dignidad.
Aquella ola de protestas ponía sobre el tapete el agotamiento social de un modelo neoliberal que se presentaba hacia afuera como un modelo a seguir en la región, pero que asfixiaba al pueblo. La privatización de la salud, la educación, la concentración de la riqueza era el legado siniestro de una dictadura que duró mucho y hasta hace muy poco (1973-1990) y que neutralizó a la población a través del terror, la desaparición, la tortura y el asesinato, donde sólo una pequeña cúpula de empresarios impuso una serie de políticas que permearon todos los aspectos de la vida pública y privada de las personas.
De manera similar, los largos años de la guerra civil libanesa (1975-1990) instalaron un modelo neoliberal-patriarcal basado en la lógica sectaria del país, instalada por la colonización francesa tras la Primera Guerra Mundial. La lógica imperial del “divide y reinarás” no ha sido muy diferente desde 1492 en adelante. En los países de Medio Oriente ello decantó también en la edificación de Estados-nación con fronteras arbitrarias anulando la pluralidad de esos pueblos. Que sean las poblaciones de los países más afectados por esta construcción los que estallaron en 2019 no debería entonces sorprendernos: Argelia, Sudán, Líbano e Iraq —sumados a Siria desde 2011— son países diversos, donde se hablan distintas lenguas y se profesan diferentes credos. En algunos de ellos, tal como en América Latina, se impuso un sector oprimiendo al resto. En otros, como Líbano, se incorporó esta heterogeneidad a la estructura político-administrativa, diseñada durante el Mandato francés y con el acuerdo de las élites en un Pacto Nacional. Según el Pacto, el presidente debe ser un cristiano maronita, el Primer Ministro un musulmán sunnita y el presidente del Parlamento un musulmán shiíta. Las bancas del parlamento y demás puestos están también distribuidos según esta lógica.
Esta división sectaria del poder se manifiesta también en la legislación en torno a las mujeres y la familia, que se encuentra en manos de las autoridades religiosas. La legislación diferenciada de cada segmento hace que mujeres con una misma nacionalidad gocen de derechos diferenciados en relación a cuestiones como la herencia, la tenencia de los hijos tras el divorcio o la posibilidad de trabajar o abrir un negocio. Ello ha obstaculizado históricamente su participación en los espacios de poder y liderazgo, en un sistema que además de sectario está signado por la violencia, la corrupción y los intereses de otros actores de la región, que pujan por mantener el statu quo.
Como la mayoría de sus vecinos, Líbano tiene un sistema económico enclavado en acuerdos sociopolíticos patriarcales. La militarización de la sociedad, la identificación de los líderes de cada sector como “señores de la guerra” dan cuenta además de la fijación de la identidad masculina con la militarización, donde los roles de género impuestos garantizan la subordinación femenina y todo acto de rebeldía es castigado con violencia.
En un proceso similar al chileno post dictadura, en 1990, en Líbano tras la guerra civil los proyectos de reconstrucción otorgaron beneficios desmedidos para un sector minoritario del país, ligado a la especulación inmobiliaria y al mercado financiero. La privatización total de los servicios y la importación de todos los productos de primera necesidad hace que la vida en el país sea extremadamente cara y el acceso a los servicios básicos restringido y discriminatorio. La imposibilidad de cumplir con los acuerdos pactados con organismos de financiamiento internacional hizo que el gobierno impusiera a comienzos de 2019 nuevas “medidas de austeridad”, que asfixiaron aún más a la población. La gota que rebalsó el vaso fue el impuesto a las llamadas por WhatsApp. Tras su anuncio el 17 de octubre miles de jóvenes se lanzaron a las calles, para pedir no sólo la caída de una medida, sino del sistema en su conjunto. En un clima festivo como el que se vivía en otras ciudades convulsionadas del mundo, en Beirut y Trípoli se bailaba al ritmo de los DJs, había debates públicos y una sola bandera: la libanesa.
Así como en Chile la gran presencia de la bandera mapuche en la revuelta puede leerse no sólo como un reconocimiento, un nuevo lugar para este pueblo marginado y perseguido, sino también con la identificación del pueblo chileno como una población marginada por las élites que controlan los recursos del país, la exaltación del nacionalismo libanés, para algunas feministas, no es un buen síntoma ya que anula las identidades subalternas: migrantes y refugiadxs. Muchas de ellas, en organizaciones y de manera independiente, trabajan con estos sectores. La mayoría de las migrantes sufren bajo el sistema de kafala, se encuentran en una situación de semi o completa esclavitud, lo que afecta mayormente a las trabajadoras domésticas que sufren toda clase de abusos en los hogares libaneses. Algunas organizaciones como Egna Legna han logrado asistir e incluso repatriar a muchas migrantes en esta situación.
Si bien se suele señalar al sistema sectario como el responsable de la situación subordinada de las mujeres, Yara Chehayed, militante feminista independiente, llama la atención sobre lo peligroso de la política de la identidad y el discurso del sectarismo:
“mi liberación comienza con la liberación de las migrantes oprimidas por el sistema de kafala, las campesinas, las refugiadas, las clases trabajadoras. El sectarismo es la fachada, la narrativa inventada por los señores feudales del siglo XIX, que se convirtieron en señores de la guerra en el siglo XX y ahora son empresarios que quieren ganar dinero; ven al país como una empresa, y la narrativa del sectarismo les sirve para ese fin”.
Al escuchar estas palabras resuenan instantáneamente lo que cuentan las compañeras desde Chile no sólo sobre el gobierno de Piñera sino sobre las élites que controlan el país. La escritora Diamela Eltit lo resume en una frase magistral en esta entrevista: “La elitización de la política, los abusos, los embates aterradores del empresariado, las medidas abusivas, la certeza en la vida a crédito, valorar del mismo modo al sujeto y al objeto, la violencia en los sectores excluidos, el racismo, el clasismo, entre muchas otras razones marcan la actualidad del estallido (…) La política chilena completa se cayó de cabeza por las escaleras del metro. Y, mientras caía la política, se levantó del subsuelo el sujeto popular tan ignorado, excluido y hasta desdeñado por la política cupular chilena”.
A partir de estos análisis parece claro que “la Suiza de Medio Oriente” y “el jaguar de América Latina” no están tan distantes como se suele suponer, ya que la violencia trasciende las particularidades culturales e históricas como quedó demostrado en la geografía común trazada por la propuesta de LasTesis, representada en el centro de Beirut el 7 de diciembre de 2019 en el marco de una marcha contra el acoso sexual. Como en cada punto donde se realizó, se adaptó la letra a la situación particular del país, donde nombrar a los violadores tenía un sentido especial, ya que tan sólo dos años antes éste y otros países de la región, como Jordania y Túnez, finalmente derogaron la legislación que absolvía al violador si se casaba con la víctima luego de una larga y extendida lucha del movimiento feminista local.
La articulación de una estrategia política feminista transnacional es también poder crear este terreno común, transversal, donde todos los gritos sean escuchados, porque ninguna grita por gritar y todas juntas gritamos más fuerte. En palabras de Yara: “Si las mujeres en Argentina consiguen el derecho al aborto, esto contribuye a mi liberación como mujer de Medio Oriente”.
Imagen de portada:
¡Todas las desgracias las trae el patriarcado!
¡El feminismo!
¡La solución!
Fuente: Beirut Today