“Desahogo sexual” es violencia institucional

En la provincia de Chubut es frecuente el uso de la expresión “desahogo sexual” para abordar casos de violación. El caso que trascendió en los últimos días no es la excepción, sino una forma de minimizar estas agresiones, un desconocimiento del carácter social de las violencias machistas, una nueva victimización de la joven y una declarada falta de formación. Todo junto constituye violencia institucional. Escribe la abogada feminista Patricia González.

La violenta calificación del fiscal Rivarola de desahogo sexual a un hecho de violencia sexual se conoció el mismo día del quinto aniversario de la movilización Ni Una Menos. Y se conoció también mucho después de la ley Micaela que obliga a los y las funcionarias públicas a recibir formación con perspectiva de género, en particular para abordar las diferentes formas de violencia patriarcal, de violencia contra las mujeres, lesbianas, travestis y trans. Rivarola es un símbolo, su forma de entender las violaciones no son excepcionales, no es un caso aislado. Es por el contrario un aplicado representante de quienes llegan mayoritariamente a ser fiscales, jueces/as en nuestro país, de quienes se forman en nuestras facultades de derecho, de lo sistemático de la violencia institucional.

Los continuum de violencia sexual institucional

La violencia sexual está naturalizada en las instituciones que atravesamos a lo largo de nuestra vida, ello se comprueba en el ámbito familiar, educativo, laboral, en las iglesias, en los centros de salud, en el ámbito político, en el judicial. En este contexto me pregunto qué quiere decir desahogo sexual, cómo entiende el fiscal la sexualidad y si entiende siquiera los delitos de poder, partiendo de su empatía con los acusados y del siempre presente lo personal es político.

Hablar de desahogo sexual en la calificación de una situación de violencia sexual contra una joven de 16 años, por parte de un grupo de hombres difícilmente pueda ser descontextualizado. Es lo que es, una referencia a una práctica en la que el eje, la mirada, la importancia no está en la víctima sino en quienes imponen esa violencia.

Se instalan los hechos en lo que desde el punto de vista androcéntrico se considera “sexualidad normal”, la violación se define y sentencia desde la perspectiva masculina sosteniendo imaginarios que justifican la violencia sexual al enmarcar la sexualidad masculina como un impulso incontenible, irrefrenable. ¿Qué subyace? que tienen derecho a hacerlo, que no hacen nada ilegítimo ni ilegal, con lo que se generan inmediatas contradicciones con la calificación penal, es una referencia que como mínimo confunde, opaca la violencia ejercida, la edulcora y la justifica.

¿Cómo es esto posible? A fuerza de considerar que quien sufre la violencia tiene el valor –humana, simbólica, material, jurídicamente– del/la oprimido/a a quien la masculinidad hegemónica debe disciplinar. Esa masculinidad se construye con, desde, por la mirada externa, de otros pares, ello indica además que las violaciones o ataques grupales son validaciones al interior del grupo. Hay en ellos una demostración de fuerza y virilidad que reafirma la pertenencia y el lugar de los agresores en la comunidad de pares. Estos mecanismos instrumentalizan a mujeres, lesbianas, trans, gays, niñes, adolescentes, y también a otros varones “degradados” por el grupo de poder –por la intersección con clase, raza–. El crimen de Fernando Báez Sosa es clara muestra de ello.

El grupo agresor es más amplio que el que realiza el ataque, se extiende hasta alcanzar a los y las funcionarias en el ámbito judicial que minimizan, desconocen, carecen de herramientas interpretativas y tienen abundancia de prejuicios e ideas estereotipadas sobre las violencias patriarcales, ello trasciende fronteras. Así hemos conocido sentencias como la española, llamada la manada de Pamplona, que provocó manifestaciones en todo el país al resolver que no hubo violación en el ataque sexual que cinco hombres ejercieron sobre una joven de dieciocho años, filmaron y difundieron por redes, porque la agredida se limitó a permanecer en shock “sin resistirse” ante la violencia sexual.

Este tipo de calificaciones son formas de violencia institucional, que en nuestro país cuenta con reconocimiento legislativo en la ley 26.485. La Corte En relación a ello la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el Caso González y otras (“Campo Algodonero”) vs. México, condenó a México por violar el deber de no discriminación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, porque el Estado no dispuso los medios adecuados para luchar contra los estereotipos de género. Los estereotipos de género serían una de las causas de la violencia. La falta de acción frente a ellos en la administración de justicia se entiende como una forma de violar el deber de no discriminación.

Para atribuir la responsabilidad al Estado mexicano, la Corte utilizó la llamada doctrina del riesgo, así como la de la complicidad (apoyo o tolerancia estatal con el crimen). El Estado es garante de la igualdad, y por lo tanto tiene esa responsabilidad frente a patrones de violencia que afectan a grupos subordinados. La posición estatal de garante afecta fundamentalmente el examen de su capacidad o posibilidad de prevenir o evitar un riesgo real e inmediato contra el grupo o contra individuos del grupo.

La presencia de estereotipos de género en las intervenciones judiciales, en la instrucción, en la investigación, en las sentencias es violencia institucional e implica responsabilidad estatal, por ello sostengo que es prioritario asumir campañas sostenidas, programas transversales a todas las políticas públicas, fundamentalmente a las judiciales, para eliminar la violencia institucional como cuestión prioritaria en orden a garantizar el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia patriarcal.

La debida diligencia estatal

Las perspectivas de género e interseccionalidad requieren que las tareas de prevención, protección, sanción, reparación, garantías de no repetición de las diferentes formas de violencia de género se realicen asumiendo como punto de partida una serie de desigualdades sociales que han instalado a algunos sujetos en el privilegio y a muchísimos/as en la subalternidad, en vidas precarias o degradadas en el acceso a derechos. Las categorías que sirven a estos fines son el sexo-género, la sexualidad, la procedencia étnico-racial, la edad, la clase social, la condición de salud-enfermedad, la de nacional-migrante, entre otros enclaves. Rivarola es uno más dentro del Poder Judicial sin ninguna de ambas perspectivas. Y esa práctica se traduce en violencia institucional cuando priva de reparación a la denunciante, quita gravedad a los hechos y envía a la comunidad el mensaje de que estas agresiones serán toleradas.

Lo pendiente

Necesitamos que el Estado en su conjunto asuma la urgencia y centralidad de luchar contra la violencia institucional por razones de género. Para ello ya existe la ley 26.485, la Convención de Belem Do Parà, la CEDAW. Las ya pocas sujetes que denuncian violencia sexual tienen derecho a una investigación libre de patrones estereotipados. Una de las cuestiones imprescindibles es que quienes están encargados/as de tales funciones públicas acrediten conocimiento y aplicación de las perspectivas de género e interseccionalidad, que ello sea una condición exigible, tanto como lo es el título profesional. Comparto con la asesora Yael Bendel que debe evaluarse la idoneidad del fiscal Rivarola para desarrollar su cargo público, las prácticas son las que nos acreditan y también desacreditan, máxime cuando de sus formas de hacer, desde sus perspectivas, depende el acceso a la justicia de muchas, de muches.

Por ello desde los feminismos jurídicos se demanda la necesidad de mujeres con perspectiva de género en los ámbitos de decisión, en todos los niveles. Son dos requerimientos no asimilables ni fundibles en uno, el de ser mujeres se justifica por la persistente infrarrepresentación en espacios de poder, lo que da cuenta de desigualdades sexo-genéricas que se mantienen a pesar de las promesas de la igualdad formal. La segunda exigencia, que puedan acreditar perspectiva de género e interseccional, no recae obviamente solo en las mujeres sino en todos y todas las funcionarias públicas, como condición sine qua non para evitar, desterrar, terminar con los continuum de violencia institucional que reaseguran la permanencia de las violencias patriarcales.