Un hospital puede convertirse de un momento a otro en una cárcel para muchas niñas, adolescentes y mujeres de El Salvador, donde el aborto está penalizado en todas sus formas. Los límites geográficos fueron mezquinos con el país más pequeño de centroamérica; el Estado también lo es con los derechos sexuales y reproductivos de los cuerpos gestantes. Al menos 25 mujeres están encerradas acusadas de aborto u homicidio con penas muy altas. Mientras la criminalización no se detiene en el Congreso hay dos proyectos que disputan un cambio en la legislación: por un lado, una iniciativa de una treintena de organizaciones sociales apoyado por la diputada Lorena Peña, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), pretende despenalizar el aborto en caso de cuatro causales. Por el otro, una propuesta de los legisladores de la derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) que busca aumentar las penas para quienes abortan con hasta 50 años de cárcel.
La sospecha ronda a todos los cuerpos gestantes en El Salvador: si los fetos nacen muertos, las embarazadas sufren abortos espontáneos o cualquier otra complicación, se convierten en sospechosas de un delito grave. La presunción de inocencia se vuelve evanescente y la única ley que rige es ser madres a como dé lugar. Se trata de uno de los siete países de Latinoamérica que prohíbe el aborto en todas sus formas: aún en casos de violación, cuando peligra la vida o salud de la mujer o malformación mortal del feto. Es ilegal, también, ayudar a interrumpir un embarazo. Los castigos van de dos a ocho años de prisión y existen condenas de hasta doce años para profesionales de la salud. Pero si las mujeres superaron las 22 semanas de gestación y sus embarazos se vieron interrumpidos, los efectores de justicia juegan la carta del homicidio agravado, que tiene penas que van desde 30 a 50 años de cárcel.
Entre 2000 y 2014 fueron 149 las acusadas de aborto u homicidio tras complicaciones con sus embarazos: 26 de ellas fueron declaradas culpables. La Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico, Ético y Eugenésico llegó a estas cifras después de revisar cientos de expedientes judiciales y puso en evidencia una problemática estructural. En 2014 junto a Colectiva Feminista lanzaron la campaña “Las 17” para visibilizar los casos. Con el paso del tiempo, conocieron más historias y tuvieron que cambiar el nombre a “Las 17 y más”. Desde 2006 el activismo feminista salvadoreño logró la liberación de 15 mujeres encarceladas.
María Teresa Rivera fue una de “Las 17 y más”. Su historia evidencia un amplio repertorio de desigualdades en donde pobreza y violencia machista encastran como piezas perfectas. Cuando tenía 5 años su madre y padre la abandonaron. Ella y su hermano menor quedaron al cuidado de sus tías que vivían en Opico, a más de 40 km de San Salvador. María Teresa quería estudiar pero no la dejaban. “Solo los niños van a la escuela”, le decían. Ella desafiaba el mandato y se escapaba para ir al colegio. Cuando volvía se encontraba con una paliza como respuesta a la irreverencia. Hasta cuarto grado, aguantó golpes a cambio de educación. A los 8 años fue víctima de una violación. Las mujeres que la criaban no le creyeron y con su hermano se fueron a vivir a San Salvador con otra de sus tías. La mujer no podía hacerse cargo, pero contactó a Aldeas Infantiles para que recibieran a sus sobrinxs. Teresa vivió ahí hasta los 20 y estudió hasta tercer año del Bachillerato. El camino que había recorrido con su hermano se bifurcó: a los 15, él se fue de la institución y se metió en una pandilla salvadoreña. En 2006 cayó preso y ella ya no supo más de él.
María Teresa rearmó su vida: se puso de novia y tuvo un hijo. Al tiempo su pareja la abandonó. Su suegra le dio lugar en su casa. Todo se ordenaba alrededor del niño, Oscar David, y el trabajo en la maquila. En la sección transfer ella estampaba camisas de 7 a 16.30 a cambio de 5,78 dólares. Hacía horas extras para conseguir bonos de compensación. Cuando lograba el objetivo, la jornada volvía a empezar: había días que trabajaba 24 horas seguidas.
La rutina que parecía invencible se desmoronó el 24 de noviembre de 2011. Esa madrugada se levantó con un dolor intenso en el estómago y fue a la fosa séptica que hacía de inodoro en su casa de paredes de lámina del barrio Mejicanos, en San Salvador. Su suegra, con la que convivía, la encontró inconsciente y sangrando en el piso y llamó al servicio de emergencias. María Teresa despertó en el Hospital Primero de Mayo del Seguro Social esposada a la camilla. Los propios médicos la denunciaron por “indicios de haber abortado”, al igual que más de la mitad de las mujeres presas por complicaciones obstétricas.
Un policía le preguntaba por un bebé, pero ella no tenía ninguna respuesta. No sabía que había estado embarazada: no había visto crecer su barriga, ni había dejado de menstruar. Primero la acusaron de aborto, luego en 2012 la condenaron a 40 años de cárcel por el asesinato de un feto que ella ni siquiera sabía que existía. Su caso tiene el triste récord de haberse convertido en el castigo más severo dictado por la Justicia salvadoreña ante complicaciones obstétricas.
En el juicio en su contra no se comprobó si ella tuvo un parto a término y el producto murió o tuvo un aborto espontáneo esa madrugada en la que se desmayó. El juez no le creyó que no supiera que estaba embarazada y basó su condena en prejuicios sexistas. “Tenía la obligación de cuidar y proteger a ese menorcito que llevaba en su vientre”, escribió en su sentencia.
Después de más de cuatro años encerrada en la cárcel de Ilopango, en las afueras de San Salvador, recuperó la libertad. En su historia la sororidad intentó revertir los daños de la pobreza y la desigualdad: las organizaciones de mujeres militaron su caso, Amnistía Internacional empujó el pedido de justicia con distintas acciones y el 20 de mayo de 2016 el juez Martín Rogel anuló la condena. Reconoció que se habían basado en errores periciales: no había prueba directa para demostrar que ella había provocado la muerte del feto que la policía y los bomberos encontraron flotando en la fosa séptica. Según la autopsia del Instituto de Medicina Legal murió por “asfixia perinatal” que puede ocurrir por causas naturales.
Teresa conoció la violencia machista de las otras presas detenidas en la cárcel más grande de mujeres de El Salvador. A las mujeres detenidas por causas relacionadas al aborto le dicen “comeniños”. También supo de la violencia institucional estructural de un penal que está desbordado cuatro veces en su capacidad. Pero el peor castigo para ella fue no ver a su hijo el período que duró el encierro. “Cuando me fui lo podía chinear, ya no, está muy grande: me encontré con un hermoso niño de once años”, dice alegre María Teresa en la Casa de Todas, el lugar donde funciona la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico, Ético y Eugenésico. Ahora que volvieron a estar juntos, ya no le puede hacer aupa. Cuando habla de su hijo, la sonrisa le ocupa la cara ancha y morena. Dice que durante los días de encierro, la fuerza la encontró en “Las 17 y más”.
La sororidad fue la llave para revertir su criminalización injusta. Consiguió la representación de la Agrupación Ciudadana gracias a una vecina, Ana, que fue testigo del despliegue de Bomberos y policías la noche que se la llevaron. Ana contó el caso de Teresa en una parroquia y así llegó a la colectiva feminista. “Fueron fundamentales para mí libertad”, dice ella. Para Morena Herrera, presidenta de la Agrupación Ciudadana, se trata de una militancia ineludible: “Vivir en este país nos implica el compromiso con esta lucha”. Mientras en los centros comerciales salvadoreños las pantallas gigantes exhiben fetos acompañados de la palabra aborto y la frase “No se debate”; las activistas insisten: “la vida de las mujeres más bien vale un debate”.
Teresa sabe que fue condenada por ser mujer y pobre. “La que tiene dinero llega a la clínica clandestina y se hace un aborto”, señala. “Nos hacen creer que las mujeres no valemos en nuestro país, y eso es mentira: tenemos derechos. La mujer salvadoreña es la que sufre las consecuencias de la situación económica. Se nos violan nuestros derechos porque no tenemos dinero”, dice.
Las consecuencias de las maternidades forzadas
La prohibición total del aborto rige en El Salvador desde 1998. Antes, era legal si se cumplían las tres causales. “Hubo una serie de presiones de grupos fundamentalistas y de la jerarquía católica que hizo que nos convirtamos en uno de los pocos países que tienen esta ley tan restrictiva”, apunta Sara García de la Agrupación. A la modificación del Código Penal se sumó una enmienda en la Constitución que determinó que el derecho a la vida comienza desde el momento de la concepción. Desde entonces distintos organismos internacionales alertaron al Estado salvadoreño sobre las consecuencias y pidieron que se despenalice la interrupción del embarazo. “No podemos seguir poniendo a las mujeres en riesgos innecesarios”, dice García.
Desde 2012 existe una ley Especial Integral para Una Vida Libre de Violencia para las Mujeres, pero ese título es tan solo un nombre bonito. Las salvadoreñas conviven con la violencia machista desde muy chicas, no tienen acceso a anticonceptivos modernos y tampoco hay educación sexual integral de calidad.
Cada 21 minutos una adolescente, de entre 10 y 19 años, queda embarazada en El Salvador, según el último mapeo realizado por el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA). En 2015 hubo 69 embarazos adolescentes por día.
“De 10 embarazos que llegan, 8 son menores de edad. La mayoría de ellas violadas y por lo general pobres”, cuenta un joven médico que prefiere resguardar su identidad. “Nadie tiene en cuenta que son nenas. Las ponen con señoras y algunas todavía juegan con sus muñecas”, advierte.
Las maternidades forzadas tienen consecuencias en la educación de las más chicas: solamente tres de cada diez madres adolescentes continúan sus estudios. Y también desenlaces fatales: el suicidio es la primera causa de muerte entre adolescentes embarazadas y es la tercera causa de muerte materna en El Salvador.
Por año, se estima que unas 35 mil salvadoreñas abortan bajo la sombra de la prohibición. Empujadas a la inseguridad de lo clandestino: algunas llegan a introducirse pesticidas, maderas u otros elementos en sus vaginas para frenar maternidades obligatorias.