El secreto arte de la crueldad

En el panorama actual, se naturaliza celebrar despidos, se deshaucia a lxs jubiladxs, la educación, la salud y las políticas de genero. En este ensayo, Flora Vronsky analiza cómo llegamos hasta acá, qué sentimientos sostienen este estado de cosas y sugiere caminos posibles para salir de la parálisis. 

Ilustración de portada: Seelvana

El estado de perplejidad alude a una confusión, a la duda sobre qué hacer, a una imposibilidad de tomar decisiones informadas y certeras. En una acepción menos negativa, refiere al asombro; incluso a una suspensión momentánea del juicio. Ambas alusiones pueden tener como correlato cierta parálisis, una disposición a lo irresoluto. Hay mucho de esto en nuestro clima de época. 

El aire que respiramos está enrarecido por un estado de perplejidad permanente que no podemos terminar de clarificar. ¿Hasta dónde es aceptable internalizar una ventana de Overton en el ámbito personal y en el imaginario colectivo? ¿Cómo podemos aceptar que los consensos que creíamos robustecidos, los paradigmas que informaban nuestros lazos sociales y los pactos que parecían infranqueables estén llenos de fisuras y fragilidades que nos dejan perplejxs? ¿Cómo podemos aceptar esta realidad resignificada y, a la vez, resistir y organizarnos para preservar y fortalecer lo conseguido, para imaginar un futuro?

Estos interrogantes parecen estar atravesados por un escollo que fue creciendo a lo largo de todo este primer año de gobierno de Javier Milei. Un escollo que fue tomando forma, que permeó en el ámbito de la discusión pública e irradió su semántica a acciones concretas, tanto de los estamentos de gobierno como de la sociedad civil. Se fue filtrando en las fisuras una noción que pasó de ser contingente a ser necesaria precisamente porque trascendía nuestro léxico de perplejidad: la noción de crueldad. 

Si bien es cierto que la “pedagogía de la crueldad” es una construcción que se viene trabajando en esferas muy diversas del pensamiento como las obras de Rita Segato o encíclicas como Laudati Si del Papa Francisco, hoy se verifica un uso mucho más extendido para intentar explicar no solo un rencor y necesidad de revancha rampantes, sino también la impasibilidad ante el sufrimiento del prójimo, e incluso un goce explícito en ajusticiar de alguna manera a los que se consideran excedentes de una “sociedad de bien”. Excedentes que son mutables al punto de que podamos ser cualquiera de nosotrxs, pues la “casta” y “los enemigos del déficit fiscal cero” son aquellos que el gobierno define a su antojo cada día.

¿Cómo podemos aceptar que los consensos que creíamos robustecidos, los paradigmas que informaban nuestros lazos sociales y los pactos que parecían infranqueables estén llenos de fisuras y fragilidades que nos dejan perplejxs? ¿Cómo podemos aceptar esta realidad resignificada y, a la vez, resistir y organizarnos para preservar y fortalecer lo conseguido, para imaginar un futuro?

En este sentido, comprender el estado de cosas actual sin referir a las consecuencias que dejó la pandemia es caer en una miopía metodológica. Se fraguó en ese entonces un crisol de resentimiento ante todo aquello que se percibía como privilegios de ciertos sectores, una reacción de lxs gobernadxs ante las restricciones, una pulverización de la noción de bien común/bien mayor que trasciende los contornos del hiperindividualismo autoafirmativo, en definitiva, un libertarianismo sui generis que en la mayoría de los casos fue más reactivo que ideológico. 

Funge de este modo -y a nivel global- una suerte de furia no canalizada y caótica que se nutre de sociedades profundamente desmovilizadas, desorganizadas y apáticas, en las que el discurso distorsionado de la libertad opera tanto como punto de fuga como de encuentro y representación. Y, en el devenir propio de la existencia, nos fuimos habituando cada vez más a la violencia, a la humillación del otro como una cucarda a conseguir, a la “doma” como un valor, a la noción de “exterminio” como arte de gobernar, al papel payasesco del poder judicial que no investiga el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner y profundiza el lawfare en su contra, al negacionismo de la dictadura como la más abyecta crueldad con nuestrxs muertxs.

Por su parte, la violencia digital fue colonizando la esfera pública en un in crescendo que alimenta nuestros estados de perplejidad y, en el mismo acto, parece inmunizarnos. Porque esa alerta que nos llegaba durante la primera campaña de Donald Trump, “las noticias son falsas pero las consecuencias son muy reales”, hoy la tenemos hecha carne a tracción de realidad. Y si bien es cierto que en el manual de operaciones de la internacional reaccionaria y las ultraderechas la batalla cultural es un punto nuclear en la producción e instalación de discursos públicos, podemos observar dos variables que complejizan esto y se retroalimentan. 

Por un lado, cuantos más fracasos acumula el plan económico del mileismo, más compensación simbólica/ideológica necesita, mediante una profundización en todos los frentes (profundización estetizada, además, en expresiones que abarcan desde un neonazismo imperialista hasta un corpus de cine pobremente entendido como masculinista, pasando por la “ilustración oscura” de la alt-right anglosajona). Por el otro, se verifica que no todo es solo batalla cultural ni solo compensación simbólica, pues efectivamente cierran el Ministerio Nacional de Mujeres, Géneros y Diversidad junto con el INADI; desmantelan la línea 144 de atención a víctimas de violencia; desamparan a las niñeces y juventudes en una guerra abierta contra la Educación Sexual Integral, gracias a la cual se detectan la mayoría de los casos intrafamiliares de abusos de menores; quitan por primera vez en la historia la adhesión de la Argentina a los protocolos internacionales para luchar contra la violencia hacia mujeres y niñas; eliminan el fideicomiso para investigar las redes de trata con objetivo de explotación sexual de niños y niñas; atentan contra la vida de la comunidad lgbttiqnb+ con provocaciones de funcionarios públicos de LLA, recortes salvajes en salud, disputa del DNI X, la no aplicación deliberada de la Ley de cupo laboral travesti trans; y la lista sigue. A esto se suma la validación oficial de celebrar despidos, que haya miles de familias argentinas que se queden sin sustento, que se les quiten medicamentos y prestaciones básicas a los jubilados y jubiladas, todo mientras se baja el impuesto país para que el decil más rico pueda consumir productos importados. 

Podemos afirmar, entonces, que tanto el lenguaje como la praxis de la crueldad construyen un campo semántico dirigido de manera evidente hacia los sectores más vulnerables: las niñeces, los adultos mayores, las mujeres y diversidades, lxs trabajadorxs más rotundamente precarizadxs. Es decir, el resentimiento y los monstruos que genera la pesadilla de la incertidumbre y la inestabilidad parecieran pasearse a sus anchas sin pagar ningún costo, en un entramado de relaciones sociopolíticas cada vez más agrietado. 

Queda -porque siempre queda- un camino largo y paciente que se cimente en reconstruir pero más que nada en imaginar futuridades posibles, cuyo centro sea la rehumanización de nuestros lazos, la puesta en valor de la comunidad organizada y una noción renovada de justicia social, única bandera que da como resultado una verdadera libertad.

Ahora bien, como hemos visto, el resentimiento tiene la potencia de ser un gran motor político. Eva Perón, especialmente en Mi Mensaje, analiza esa fuerza y la reivindica como memoria viva de la opresión, la conflictualiza y la politiza, haciéndola trascender las ideas de venganza y de envidia para incardinarla en la noción de justicia. Eva incluye la fuerza del resentimiento en la larga tradición de la justicia como condición de posibilidad irrenunciable de la paz. Esta operación nos deja en claro dos cosas: habitamos un tiempo atravesado por un imperativo abrumador de simplificación que nos hace desdeñar estas complejizaciones, y ya no se verifica esa escisión que proponía Eva entre el resentimiento y la envidia; hoy parecen estar más unidas que nunca. 

En esta línea, es notable la forma en la que la envidia ha ido cobrando cierta centralidad estos últimos años en los análisis de los discursos públicos y del lenguaje social. Dan cuenta de esto productos culturales como la serie Envidiosa recientemente estrenada en Netflix (más compleja de lo que parece a simple vista), o el esclarecedor y bellísimo ensayo de Florencia Abadi, El sacrificio de Narciso, que dice: “Envidia es la versión romana de Némesis, diosa griega de la venganza. El desplazamiento revela una interiorización: si tanto la venganza como la envidia anhelan destruir el objeto de sus desvelos, el vengativo lo actúa en el mundo externo -se da el gusto-, mientras que el envidioso se envenena, metáfora de lo oculto de su padecimiento, y se carcome”.

¿Cuál podría ser, entonces, el clivaje actual entre el resentimiento, la envidia y la sed de venganza/revancha que vemos operando en nuestro tiempo? ¿Qué produce que la envidia como noción interior e inconfesable rompa los límites de lo aspiracional y se materialice ya como violencia revanchista? ¿Qué la libera a los ojos de muchxs de nuestrxs compatriotas para erigirla en un instrumento justiciero que pretende restaurar un ilusorio e inexistente orden meritocrático? Está claro que los discursos del poder profundizan una deshumanización que habilita y envalentona estas operaciones, que celebran el padecimiento del otro y lo construyen como un valor en una arquitectura simbólica colectiva mucho más sinuosa de lo que creíamos. Pero también es innegable que sin un lenguaje de la crueldad como modo de estar en el mundo, este cambio de paradigma no se hubiese producido. 

Hay, sin embargo, un horizonte de posibilidad que incluye como premisa la aceptación de estas nuevas coordenadas. Aceptación que poco tiene que ver con la búsqueda de refugios cada vez más endogámicos y “bienpensantes”, o con la proliferación de grupos de pensamiento y revisionismos de dudosa factura que le huyen a la acción organizada y militante, incluso con la renuncia a la intervención en la esfera pública como si pudiéramos darnos el lujo de regalarles algo más.

Queda -porque siempre queda- un camino largo y paciente que se cimente en reconstruir pero más que nada en imaginar futuridades posibles, cuyo centro sea la rehumanización de nuestros lazos, la puesta en valor de la comunidad organizada y una noción renovada de justicia social, única bandera que da como resultado una verdadera libertad. Al tiempo que un trabajo arduo y comprometido para reencauzar las furias, los malestares y los pánicos de época no hacia nuestro prójimo (cuya realización es indefectiblemente mi realización) sino hacia los verdaderos poderes, hoy más concentrados que nunca. Y una resignificación del resentimiento político, de las consecuencias de la desigualdad, de las discusiones sobre la pobreza pero nunca sobre la riqueza y, por qué no, de la potencia de la crueldad en sí misma. 

Michel de Ghelderode, escritor belga, estrena la obra La escuela de los bufones en 1953. Es el fin de curso y, en una escena demoledora, el Maestro se despide de los alumnos. Solo uno vuelve a preguntarle por el secreto que complete la enseñanza y que haga que el arte del bufón desestabilice al rey, que perdure en la memoria del poder. El Maestro responde en voz baja: “el secreto de nuestro arte es la crueldad”.