Un día habitual en mi vida virtual: scrollear, reírme, me gusta, indignarme, me gusta. Desde hace tiempo que Twitter, esa nueva especie de espacio público hostil y brutal, se convirtió en un ámbito más amable para mí. Fue desde que silencié la mayoría de interacciones con personas a las que no sigo. Se convirtió en mi propia burbuja microclimatizada, libre de la mayoría de agresiones que pudiera leer y un lugar en el que todos pensamos masomenos igual.
De repente, llego al perfil de alguien. Miento. Antes de llegar a su perfil, veo una lista de nombres al lado de un corazón. Son personas que conozco que le dieron like a su tuit, al de ese perfil. El corazón se me acelera y las manos me transpiran un poco. Parpadeo rápido. Quiero aclarar la vista como si dudara de ella. Sospecho de la velocidad del recuerdo. Pero no hay dudas. Es él. Es la misma sonrisa coqueta y medio desencajada. Son las mismas cejas y las mismas arrugas, quizás más.
El comentario dice algo con lo que acuerdo. Que Uribe es un presidente horrible, que en el pasado todos fuimos uribistas, o algunos lo fuimos, y no lo somos más, pues es un asesino. Es un tuit genérico que pude haber escrito yo, pero no lo escribí yo: lo escribió el tipo que hace más de 10 años, cuando yo tenía 16, me violó.
El universo virtual es, a mi juicio, una réplica o una simulación del espacio público. En nuestras redes sociales se reproducen otras formas de violencias, otras formas de discriminación y otras formas de aleccionamiento. También allí replicamos formas endogámicas de clase, también ahí nos juntamos los mismos con los mismos. No voy muy mucho a Bogotá, mi ciudad natal. En el último tiempo, cuando me tocó ir contemplé la posibilidad de encontrármelo en las 10 cuadras que debe seguir transitando, en las que también coincido, pero eso nunca pasó. Por el contrario: nos vinimos a cruzar en mi feed, con sus amigos y los míos, dándonos “me gusta” a los dos.
Me pregunto si él se habrá cruzado conmigo de la misma manera. No me sigue, pero tampoco me bloquea. Por ahí me silenció. De pronto ni me registra, ni se acuerda de que me conoce. Tampoco que me abusó. Me pregunto muchas cosas. Cuando se me aparece en la virtualidad, de manera intempestiva no sé si entrar a su perfil. Mientras tomo la decisión, miro su foto con recelo. Se me acelera otra vez el corazón. Me siento mal pero no lo puedo explicar en palabras. Este texto es un intento de eso-.
Fue mi decisión no denunciarlo penalmente. Tomé esa decisión cuando tenía 16 y la reafirmo ahora, 11 años después. No me parece que la cárcel me repare (a mí). Se me abren preguntas que quiero compartir: ¿repara a alguien la cárcel? ¿no es un lugar de exclusión y reproducción de las mismas violencias? Y yo no lo quiero ver preso, o eso creo la mayor parte del tiempo. Esas son las convicciones a las que me aferro, pero mis convicciones se tensionan cuando la que pone el cuerpo soy yo. Eso no molesta, me interesa, a ratos también duele y enoja. Tengo el derecho de no denunciarlo, quizás también eso es un privilegio, pero en eso mismo ejerzo un poco de autonomía con mi propia historia. O eso creo la mayor parte del tiempo. La idea de recurrir a una institución en la que descreo, como el derecho penal, no me cierra por ningún lado. Acompañé incontables denuncias y sé la entereza que se necesita para llevar adelante el proceso.
Valido cualquier decisión que quiera tomar una persona en esta situación y así también la acompaño. En lo más íntimo de mi ser me da culpa. Y lo que me detiene es el miedo a perder la batalla y el aluvión de exposición. Me da culpa pensar que es cobardía, aunque también aprendí a abandonar la culpa. Finalmente, el peor temor no es sólo perder, es que en Colombia y a su clase alta, todo el tema le sea indiferente y nadie quiera sacrificar esa amistad.
No querer verlo preso es una cosa pero no querer verlo es otra. No sólo no quiero verlo. No quiero encontrar que tengamos coincidencias ideológicas. Como sabemos, gran parte de nuestros abusadores son de nuestro circulo, o sea que compartimos mucho con ellos. Y tampoco quiero ver que la gente a la que respeto y a la que quiero le aplaudan como focas. Si yo no lo digo, si yo no lo cuento: ¿No saldrá nunca a la luz? ¿Seré la única? ¿Será necesario que una hable para animar a las demás? ¿Y si no hay más historis y sólo me pasó a mí? Creo que deben existir más relatos, pero si alguien no levanta la voz es imposible determinarlo. Por otro lado ¿Tengo que ser yo? En un país como Colombia, donde el tipo parece encarnar los restos de un progresismo clase media alta ¿Me creerían? ¿Me defenderían? ¿Si lo señalo, el sistema no se ensañaría en mi contra? ¿Tendría que recurrir al fuero penal para que la denuncia se hiciera efectiva y no me hicieran una a mi por daños y perjuicios? ¿Me harían una pericia y estaría condenada a volver a esa noche una y otra y otra y otra vez? ¿Le serviría a alguien más saberlo? A mí me violó ¿Eso lo convierte en un violador para siempre? ¿Es una condición irreparable la suya?
En su momento hice lo que creí suficiente. Todavía lo creo, pero mis percepciones y emociones no son una línea recta. Eso también tengo que entenderlo. Escribí sobre el tema desde mi perspectiva, me di el lujo de elegir mi propia cancha y ese testimonio hace que las mujeres -según los mensajes que me llegan- se sientan menos solas, menos “rotas”, menos “arruinadas” y más enteras. Quizás más abrazadas. Pensé que me daba por bien sentada, que íbamos a vivir en el mundo así: él un violador, yo una mujer violada, pero mucha agua bajo el puente, mucho tiempo, mucha terapia y mucha construcción por otro lugar para pensarnos de manera diferente, y de repente sólo me invade la bronca.
Entro a ver su perfil. Todo lleno de progresismo de clase acomodada bogotana. Muy tibio para generar algún cambio, lo suficientemente neutral para juntar “me gustas”. Pero me tiembla la mandíbula de ira de ver las versiones feministas de ese progresismo de cotillón. Celebraciones del 8 de marzo de mujeres trabajadoras y el nada que celebrar.
Me abruma la carga de responsabilidad de tener que pensar una justicia mejor. Una de nuestras labores como feministas es cuestionar todo, entre eso está cuestionar lo que entendemos como justicia, sus dispositivos, sus instituciones. Tenemos que pensar en todas las formas de opresión y que la justicia ordinaria siempre castiga a lxs más desfavorecidxs, a lxs más precarizados, a lxs más excluidxs y que el sistema penal está todo roto y no rehabilita y tener toda esa consideración. ¿No puedo decir que lo quiero preso y pensar que la cárcel resuelve nuestros problemas? ¿No puedo ni imaginar la ficción en la que si está tras las rejas yo estoy más segura, menos dolida y menos lastimada por esta misma sociedad? ¿No puedo querer eso y ya? Odio la fuerza de las contradicciones y los remanentes de un sentido común punitivista en el que al menos alguna vez me pude esconder sin todas esas preguntas.
Pienso en hacerlo público y vuelven las dudas sobre si me van a creer, si será así de poderoso y me va a arruinar la vida. Si hacer un tuit a la ligera me lleve a una demanda por calumnia e injuria con uno de esos abogados mediáticos que siempre defienden lo que es moralmente reprochable en Colombia. No sé si era un mal tipo, pero si ese es el caso ¿los malos tipos no pueden cambiar? ¿Que tengamos esas coincidencias ideológicas y que él sea un “humanista” no le da más chances? Si sólo fui yo y las consecuencias sí son en su contra ¿Quiero que pierda toda posibilidad laboral para toda la vida? ¿que sea un paria? ¿Eso a mí me va a hacer sentir mejor? ¿Esa va a ser mi justicia? ¿Cambiaría algo para nosotras, para todas, si hago una denuncia pública?
Scrolleo en su perfil y tengo mareo pero me hago todas esas preguntas en voz alta. Mis pretensiones -a veces creo que nuestras- pero en este caso son muy mías. Siempre fueron más sencillas: quería que no nos volviéramos a cruzar e incluso, para hacerla fácil, me fui del país. Sin embargo henos acá: él congraciándose con mis amistades y diciendo babosadas feministas y yo siendo responsable, considerada y fiel a mis convicciones ¿Tan injusto va a ser? Sé que eso es fácil de resolver, porque si les digo a mis amigas y conocidas ellas lo sabrían y nuestro voz a voz sigue siendo una herramienta de resistencia feminista. Si al menos no dijera nada sobre el tema, si no estuviera por ahí opinando sobre lo que los hombres deberían hacer, si no fuera tan profundamente cínico en ese hecho, tan aleccionador. Nadie les pide tanto y sin embargo ellos corren todo el tiempo los límites que nosotras inútilmente ponemos para sentirnos seguras.
Nunca hice nada, nunca le mandé lo que escribí, pensando que seguro tendría una clase de consecuencia para mí, pero ahora me lo pienso dos veces. No sé si quiero la sanción social, o no sé qué tan pública quisiera que fuera. Sí quisiera que las feministas en quienes confío y que le dan likes lo supieran, y que pudieran advertir a otras mujeres, pero también me pregunto ¿Una vez un violador siempre un violador? ¿No hay posibilidades de redención? ¿En qué consistirán esas advertencias? Me siento atrapada en un lodazal complejo: me considero antipunitivista y fui agredida. No creo en la cárcel, pero también quiero alguna especie de justicia.
Finalmente mis pretensiones siempre fueron más sencillas. Digamos que lo que creía que me daría por reparada a mí personalmente -y esto sólo lo puedo decir por mí- era no volver a cruzarlo. También quería que no volviera a hacer nunca algo como lo que me hizo a mí. Pero ahora que tengo que verlo coincidir conmigo. Creo que también quería y quiero, sí que quiero, mucho más ahora, que sienta vergüenza y pida perdón. No exijo que eso sea público pero quizás necesito, deseo y me conformo con que me diga en pocas palabras que lo siente, que yo no merecía algo así y que los años de terapia diálogos colectivos que me costó entender que no era mi culpa fueron redundantes: no lo fue. Culpa mía no fue. Y él siente vergüenza por eso, porque eso: su verguenza, arrepentimiento y garantía de no repetición, contrarrestaría un poco esta sensación de impunidad de tener que verlo.