Tras el veredicto condenatorio a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner se torna ineludible el reclamo por una reforma judicial feminista que revierta la opacidad de los tribunales, de un poder que se ha hundido a sí mismo en las tinieblas y que contribuye al fenómeno que envuelve el presente: una democracia en prevaricato, un orden de baja intensidad. Se ha forzado tanto la máquina que estamos al límite de estar jugando a otra cosa, en el preciso momento en que el poder, todo el poder, pareciera estar más ocupado en generar y reproducir los mercados, que en garantizar algún bienestar. La excepción es ella. Ahora que le anunció a sus sabuesos que no será candidata, la exigencia para la militancia es doble: del vienen por todos a la reinvención del peronismo.
Una democracia en slow motion
Es sabido: en la República Federal Argentina el poder está dividido en tres -ejecutivo, legislativo, judicial-, con independencia uno de otro y con mecanismos de control entre sí. Esta Nación es, además, una democracia en la que las autoridades gubernamentales y parlamentarias son elegidas por el voto de la mayoría. Sin embargo, en esta tierra fértil en recursos naturales, futbolistas, hilos de Twitter y controversias, hay una zona que permanece en las tinieblas e impermeable al sufragio popular: los tribunales de justicia. Esa zona es tan opaca que, en verdad, muy poco se sabe sobre qué estructura tiene, quiénes son sus miembros, cómo son elegidos o cómo funciona. Paradójicamente allí mueren leyes a fuerza de cautelares; se habla un lenguaje desconocido para el grueso de la población; acercarse exige recorrer muchos kilómetros hasta los juzgados, destinar horas e invertir mucho para pelear por justicia. El Poder Judicial es endogámico, con apellidos que se repiten y una fauna hecha de hijos, tíos, padres, hermanos, sobrinos -sí, casi siempre en masculino-. Se administra con una temporalidad que resulta tortuosa para las partes; se adjetiva en nombre de la objetividad y se revictimiza a quienes buscan redención; se demoran y desvirtúan los procedimientos del Estado de derecho. En definitiva, una justicia que ha birlado la justicia.
Una institución que ha pisoteado su propia institucionalidad, contribuyendo al fenómeno que hoy nos envuelve: una democracia de baja intensidad que oscila entre, por un lado, realizarse por otros canales de participación -con los movimientos sociales, los feminismos y el ecologismo a la cabeza- y, por el otro, la destrucción de lo poco que queda de ella -con la impugnación violenta en forma de atentados y persecuciones judiciales y mediáticas-. De hecho, el veredicto condenatorio de la vicepresidenta forma parte de esta rebatida al orden vigente en la que las reglas ya no importan. Y así, estamos al límite de estar jugando a otra cosa, en el preciso momento en que el poder, todo el poder salvo Cristina, pareciera estar más ocupado en generar y reproducir los mercados, que en garantizar algún bienestar. Arriesgamos una explicación: en esta democracia, o lo que queda de ella, la tecnología neoliberal se ha filtrado en, por un lado, las instituciones despojándolas de buena parte de su capacidad para amortiguar el riesgo de vivir y orientándolas a ser funcionales a la reproducción del capital. Por el otro, este régimen también ha inundado las subjetividades de quienes gobiernan estas instituciones, convenciendolos de que no hay alternativa y que frente a la voracidad del capital debemos sacrificarnos y esperar nuestro turno. Con alarma encontramos a muchos que se han degenerado en voceros de la austeridad. La única que combate esta premisa -desde las pulseadas en la ONU por una reglamentación que pusiera coto a la especulación financiera hasta el presente- es la vicepresidenta.
Ella es, al mismo tiempo, la esperanza que no afloja entre su gente, la madre de todos los pecados entre sus detractores y foco de persecución de los sabuesos. En la Argentina vandorista, ella representa un problema porque es irracional, porque no le da aire al Frente de Todos. Sin embargo, se los ve zigzaguear a medida que sus intentos por reemplazarla, por hacer un peronismo sin Cristina, se van hundiendo. Necesitan que aporte su hegemonía justicialista para ganar elecciones y que luego se corra porque otros -que sí saben de real politik- lo van a hacer mejor. Son otros que en este terremoto han decretado que el Estado se ha vuelto impotente y que hay que seguir sacrificando los bolsillos de los desahuciados para luego crecer. Entonces, ¿cuál es la reinvención justicialista que nos quieren proponer? Pero no para el 2023, sino para la Argentina: porque el peronismo no es sólo una estrategia electoral y una vocación de poder transformar. Es un destino general, sin fecha de vencimiento e ineludible.
Más aún, es una definición de cómo vivir juntes, poniendo en el centro la vida misma. Es eso lo que este patoterismo disfrazado de republicanismo quiere arrasar. Por ello, la reforma judicial se torna una necesidad imperiosa. Ciertamente que se democratice implica revisar el ingreso, el lenguaje, los tiempos, los roles de las partes, la composición de género, clase, localización geográfica de los/as magistrados/as, pero también los insólitos privilegios que conservan en nombre de una independencia ficticia. Lo trascendental de esta polémica es que nos va a permitir revisar el poder que hoy funciona como la herramienta para garantizar la ampliación y reproducción de ciertos negocios a costa de nuestra comunidad. Y aunque desde algunos bemoles peronistas o progresistas se sostiene que más que la justicia, hay que trabajar para achicar la pobreza, esta es una falsa antinomia que olvida que, para redistribuir la riqueza, también hay que detonar los privilegios. Todos. Y ahí los feminismos tenemos mucho para aportar.
La política por otros medios
Juan D. Perón enseña que la democracia:
“no puede ser estática, desarrollada en grupos cerrados de dominadores por herencia o por fortuna, sino dinámica y en expansión para dar cabida y sentido a las crecientes multitudes que van igualando sus condiciones y posibilidades a las de los grupos privilegiados”.
Sin embargo, en esta hora estamos frente a la evidencia más grotesca y salvaje de que este orden está siendo obstruido por el Poder Judicial. El drama tiene una magnitud inusitada y su resolución parece tan desafiante como urgente. El cuadro se complejiza aún más porque, mientras tanto, acechan hombres vestidos de verdades que, ciertamente, resultan ser viejas estructuras valorativas antagónicas a la justicialista. Aún hoy una parte del peronismo no renuncia a buscar una esperanza blanca para reemplazar a CFK con cualquier muchacho que ensaye cierta racionalidad y templanza. En ese casting, su ensoñación se conecta con la de estas mafias de toga y de imprentas monopólicas que quieren verla fuera del sistema político: que no juegue. ¿Puede ella no jugar? ¿No ser candidata es no jugar? Aún corriendose de la centralidad, Cristina sigue encarnando una certeza frente a lo incierto, una fe frente al descarte, un horizonte y una casa común que conocimos: no es una idea, es un acto, es lo que hizo, es la comprobación empírica de que se puede. Es el último dique de contención frente al neoliberalismo porque es la única que logra movilizar con potencia numérica e ideológica para ponerle un límite a la furia precarizante. Es la depositaria de la esperanza, la última que nos queda. Incluso para aquellos que se los ve volver porque advirtieron que nunca se pudo sin ella y porque todo lo otro es un fiasco.
Cambiar las reglas de juego, desconocerlas y hasta romperlas hoy tiene un blanco: Cristina. Con ella, como foco de persecución, se ha instrumentado este hacer anómico cumplidor de las necesidades del capital para multiplicarse. Habrá próximos: “no vienen por mí, vienen por ustedes”. Puede no ser candidata, pero mientras se siga indignando, juega. Y siempre lo hace del mismo lado. Mientras el ataque y la esperanza se concentran en ella, nos debemos la definición acerca de en qué cancha jugar.