Fotos: Susi Maresca
El pasado 15 de octubre, cinco familias indígenas de la comunidad kolla de Guerrero, en Jujuy, fueron desalojadas violentamente de su territorio habitado por más de cinco generaciones. Este desalojo, ordenado por la justicia provincial y ejecutado por más de 150 efectivos policiales, dejó a las familias en situación de calle y despojadas de todos sus bienes y animales. Durante el operativo, se realizaron detenciones arbitrarias y se violaron los derechos de las infancias allí presentes. Además, se intimó a la comunidad bajo la amenaza de demoler su cementerio ancestral. Un espacio sagrado donde descansan los restos del abuelo de Máxima Bustamante, lideresa de la comunidad quien fue violentamente expulsada de su hogar junto a su madre de 99 años.
La comunidad de Guerrero había obtenido la personería jurídica otorgada por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) en 2008, junto con la aprobación de la cartografía de su territorio. Sin embargo, en febrero de 2021, esta personería fue derogada por un decreto del entonces gobernador Gerardo Morales, debilitando su defensa legal frente a los desalojos. Detrás de este despojo se encuentra la familia Jenefes Quevedo, un poderoso clan político y empresarial de la provincia, que busca apropiarse de estas tierras ubicadas a tan solo 28 kilómetros de San Salvador de Jujuy. Este desalojo se suma a una serie de acciones judiciales en todo el país que, bajo el argumento de usurpación, vulneran los derechos territoriales de las comunidades indígenas.
Guerrero con memoria
La violencia política no es una práctica nueva para este pueblo. Durante la última dictadura cívico militar en Argentina, Guerrero fue el escenario de uno de los centros clandestinos de detención más brutales de la provincia. En ese sitio, conocido como “el lugar del horror”, cientos de personas fueron secuestradas, torturadas y, en algunos casos, asesinadas. Durante operativos como “La Noche del Apagón”, personas de localidades cercanas como Calilegua y Libertador General San Martín fueron llevadas a Guerrero, donde fueron sometidas a terribles torturas, abusos sexuales y entre otras violencias.
Testimonios de sobrevivientes recuerdan que las personas detenidas eran golpeadas, colgadas de los pies e incluso introducidas en tachos de agua hirviendo. Muchas de ellas perdieron la vida bajo tortura o fueron ejecutadas por las fuerzas represivas, marcando la memoria de la comunidad. Esta violencia institucional forma parte de una larga historia de represión en la región, que se repite con los procedimientos actuales, perpetuando un patrón de atropello contra quienes habitan el territorio y se resisten a las imposiciones del poder político de turno.
Una reforma que habilita el despojo
La reforma constitucional impulsada por el exgobernador Gerardo Morales reforzó los derechos de la propiedad privada y creó mecanismos rápidos para desalojar ocupaciones “no consentidas”. Este marco legal ha facilitado que las comunidades indígenas sean expulsadas de sus tierras, pese a estar protegidas por el Convenio 169 de la OIT, que garantiza su derecho a la consulta previa, libre e informada sobre decisiones que afectan sus territorios. La reforma ha sido instrumental no solo para el avance de proyectos extractivos, como la explotación de litio y otros minerales codiciados en la zona, sino también para la especulación inmobiliaria y turística.
En el caso de Guerrero, la codicia por las tierras no está impulsada por la minería, sino por el interés de las élites locales. Un lugar donde las familias del poder construyen sus estancias y grandes fincas desconociendo su historia. Las familias desalojadas han vivido en esta región durante generaciones, pero ahora enfrentan una narrativa que subestima su identidad indígena, cuestionando su derecho a habitar estas tierras.
“Mi comunidad se llama Pueblo Kolla”, responde Máxima Bustamante cuando es consultada por la prensa en torno a su permanencia en el territorio. “Yo vengo de la quinta generación: los abuelos de mi padre, Casiano Bustamante, vivieron en ese territorio que heredamos, yo tengo 72 años y mis hijos 50, hagan números para saber desde qué año estamos viviendo ahí”, manifiesta la lideresa de la Comunidad de Guerrero al reafirmar su vínculo con el territorio. Para Doña Máxima, el desalojo no solo es una violación de su derecho a la tierra, sino un acto que borra siglos de historia familiar y comunitaria.
El desalojo: 150 policías para 5 familias
El operativo ocurrido el 15 de octubre fue particularmente violento. Más de 150 efectivos policiales irrumpieron en la comunidad de Guerrero para expulsar a cinco familias del Pueblo Kolla. Lorena Durand de Cruz, recuerda cómo la policía destruyó sus hogares y maltrató a sus animales: “Arrasaron con todo. Derribaron nuestras casas, cortaron nuestros árboles frutales y rompieron nuestras huertas”. A las personas niñas y ancianas de la comunidad tampoco se les perdonó el terror. “Sacaron a mi suegra de 99 años de su cama, la tiraron en su silla de ruedas”, añade Lorena, demostrando la brutalidad del operativo.
Durante el desalojo, relata Nancy Cabana, tesorera de la comunidad, intentaron proteger a las niñeces del caos y la violencia generalizada: “Corrí para sacar a mis hijos y llevarlos donde se encontraba la abuela imaginando que no les harían nada, pero los policías me empujaron, me golpearon. Mi hija, desesperada, corrió al cementerio y se tiró en la tumba del abuelo, pidiéndole que todo terminara”.
“Si quieren ver lo que quedó de nuestras casas tienen que ir al arroyo las peras”, explica con tristeza Lorena. Parte de sus bienes fueron tirados a unos kilómetros de su hogar bajo un puente sin tener la posibilidad de retirarlos previamente. Hoy cada una de las familias desalojadas se refugió en el hogar de algún afecto debido a la falta de respuesta estatal.
Desde entonces, Nancy junto a su marido y sus tres hijos duermen en un colchón de dos plazas: “Mis hijos no entienden porqué de un día para otro estamos durmiendo en el piso, me preguntan todas las noches cuándo van a poder volver a su cama y no sé qué decirles, ¿cómo se le explica tanta maldad a un niño? ¿cómo les explico que ese lugar ya no existe?”, se pregunta. Además de no hacerse presente durante el brutal desalojo, la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia de Jujuy no tomó contacto con las familias para acompañar a sus hijos e hijas posteriormente.
La policía no solo ignoró los derechos de las infancias, sino que tampoco permitió que las familias cuidaran de sus animales a quienes consideran parte de su comunidad. “Nuestros animales sufrieron igual que nosotros, algunos siguen desaparecidos y sin nosotros es muy difícil que sobrevivan”, agrega Nancy. Para la comunidad de Guerrero, los animales son parte fundamental de su vida cotidiana y su economía de subsistencia. Más allá de ser una fuente de alimentos y sustento, representan un vínculo profundo con la tierra y su modo de vida ancestral.
Durante el desalojo, los animales también sufrieron el abandono y la violencia: “Nos faltan vacas, ovejas, gallinas y chivos. No sabemos cómo estarán nuestros perros y gatitos. Muchos siguen desaparecidos, no nos dejan ir a alimentarlos”, explican, evidenciando la negligencia de las autoridades al no garantizar el bienestar de los animales. Para ellos, el maltrato a sus animales es una extensión del maltrato a las personas, subestimando el valor que tienen dentro de su cosmovisión y su vida diaria.
Las familias del poder detrás del desalojo
Detrás del operativo judicial, policial y mediático de Guerrero se encuentra Guillermo Jenefes, una figura central en la política y la economía jujeña. Ex vicegobernador y miembro de una de las familias más influyentes de la provincia, Jenefes ha sido señalado por usar su poder para apropiarse de tierras que, tras la reforma constitucional, quedaron expuestas al despojo. Las familias de Guerrero creen que el interés de Jenefes en su territorio está vinculado al valor inmobiliario creciente de la zona, una tierra codiciada por las élites para proyectos privados.
El conflicto territorial fue iniciado por Juan Jenefes, hijo de Guillermo y actual diputado provincial, quien en 2017 presentó un juicio alegando la propiedad de más de 1.000 hectáreas, justo cuando el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) avanzaba en el proceso de reconocer a esos terrenos como parte del territorio ancestral de la comunidad kolla de Guerrero.
El entonces gobernador Gerardo Morales, en febrero de 2021, anuló por decreto la personería jurídica de la comunidad kolla de Guerrero, dejando sin efecto tanto la resolución del INAI que validaba sus derechos territoriales, como el reconocimiento formal de la Secretaría de Asuntos Indígenas de Jujuy. Este decreto provincial debilitó la defensa legal de la comunidad frente a los intereses de la familia Jenefes, cuya abogada, Leonor Palomares, acusó a la comunidad por “usurpación” y argumentó que las provincias tienen la potestad de otorgar o rechazar personerías jurídicas a comunidades indígenas, minimizando el reconocimiento nacional del territorio indígena.
“No quieren que quede vestigio de que alguna vez un grupo de kollas de piel oscura se atrevió a levantar la mirada y a decirle que no son nuestros patrones”, expresa Lorena, reflejando cómo las élites, encabezadas por los Jenefes, han privatizado progresivamente la región. Así, el accionar impune de los Jenefes demuestra cómo las élites locales se benefician de la nueva legislación para avanzar en proyectos especulativos, ignorando el bienestar de las comunidades indígenas que históricamente han habitado el lugar.
Máxima Bustamante: una historia de resistencia y ancestralidad
Uno de los principales argumentos que se reproducen en el Canal 7, multimedio que dirige el mismo Guillermo Jenefes y uno de los principales medios de comunicación de la provincia, sostiene que las familias indígenas “no han vivido en esas tierras por mucho tiempo”, cuestionando su identidad originaria. Sin embargo, este relato se contradice con la historia contada por Doña Máxima Bustamante, una de las mujeres mayores de la comunidad, quien explica con claridad la relación ancestral de su familia con estas tierras: “Mi abuelo nació, vivió y murió en esa tierra donde hoy se encuentra enterrado, su historia nos dice que somos de ese territorio”.
A pesar de que la comunidad tiene sus papeles en regla, incluyendo la personería jurídica que les reconoce como pueblo indígena, el Estado no protegió sus derechos. El INAI, la institución que debería haber intervenido para impedir el desalojo, no actuó de manera oportuna y su accionar nos habla de un clima de época. “Nosotros tenemos los papeles al día, pero aun así nos han desalojado como si no existiéramos”, denuncia Doña Máxima. Esta omisión muestra cómo las instituciones del Estado, que deberían velar por los derechos de las comunidades, fallan en su deber, dejando a las familias indígenas desamparadas.
El dolor de Doña Máxima no solo proviene de la pérdida de su hogar, sino también del desarraigo forzado: “Me sacaron el día de la primera lluvia. Mi mamá está desesperada, quiere volver al campo, quiere ver la tumba de su marido. Nos quitaron todo, incluso nuestras cosas más preciadas: las vasijas de barro que heredamos de nuestros abuelos, los ponchos de vicuñas y otras reliquias familiares, todo quedó destruido”.
Desde su mirada, este accionar, tan cercano al día de los muertos es una forma de violencia simbólica: “Ellos saben lo importante que es para nosotras estar cerca a nuestros ancestros en estos tiempos”. Para Máxima, además, la imposición de una vida en la ciudad es el peor castigo y se lamenta que no han vuelto a comer desde el día en que fueron desalojadas. “Nosotras comemos muy sano en casa, sabemos de dónde viene cada alimento y es producto de nuestro trabajo, de nuestra tierra… acá querían que comamos unos sanguches, eso no es comida”, instó.
Un patrón de desalojos
El caso de Guerrero no es un hecho aislado. Otras comunidades en Jujuy están siendo despojadas de sus tierras para abrir paso a proyectos extractivos, turísticos e inmobiliarios. En Palpalá, la comunidad kolla Tusca Pacha ha resistido tres intentos de desalojo, mientras que en La Quiaca Vieja, cinco familias fueron desalojadas en plena noche con solo 48 horas de aviso informal durante el mes de junio. Estos desalojos se realizan de manera violenta, sin respetar los derechos territoriales de las comunidades indígenas.
La situación en Tilcara es similar: el 16 de enero, la Policía jujeña irrumpió en el barrio Estación para desalojar a las familias que vivían cerca de las vías del nuevo Tren Turístico. Nueve personas fueron retenidas mientras se ejecutaban los desalojos, que buscaban liberar el terreno para la construcción de locales comerciales proyectados por el gobierno provincial.
La resistencia indígena: memoria y dignidad ante la crueldad
A pesar de la violencia sistemática y los desalojos, las comunidades indígenas en Jujuy y otras regiones de Argentina siguen resistiendo con dignidad. Para ellas, la lucha no es solo por la tierra, sino por su derecho a existir en los territorios que han habitado y cuidado durante generaciones. Como expresa Doña Máxima, con una convicción que refleja siglos de historia: “No vamos a desaparecer. Estamos aquí y vamos a seguir defendiendo nuestras tierras, porque son nuestras”. Esta resistencia, más allá de la supervivencia física, es un acto profundo de afirmación cultural y ancestral, en defensa del legado que sus antepasados les dejaron y que las políticas actuales intentan borrar.
Los desalojos en Jujuy, facilitados por la reforma constitucional y ejecutados con la complicidad de figuras de poder como Guillermo Jenefes, son una grave amenaza no solo para las comunidades indígenas de Jujuy, sino también para los derechos colectivos de los pueblos en todo el país. Mientras la comunidad kolla de Guerrero sufre el despojo, en el sur, la Lof Paillako de la comunidad mapuche recibió una orden de desalojo emitida por la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia. En ambos casos, y en tantos otros, las comunidades, a pesar de tener preexistencia en los territorios, son expulsadas sin que el Estado cumpla su obligación de protegerlas, vulnerando derechos reconocidos tanto en la Constitución como en tratados internacionales.
En Collasuyu, en Puelmapu, y en todo el territorio, las comunidades indígenas siguen resistiendo no solo para preservar sus tierras, sino para que sus otros modos de vida, basados en el cuidado mutuo, la convivencia con la naturaleza y la vida en comunidad, no sean invisibilizados ni negados. Frente al avance del extractivismo y la especulación, estas comunidades se alzan como horizontes posibles para quienes soñamos con el buen vivir, un modelo de vida que contrasta radicalmente con el individualismo y la crueldad política que hoy arrasan con la vida.