Que mucha gente considere que la Argentina es un país abolicionista parte del Convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena. Se trata de una resolución de la Asamblea General de 1949, ratificada por muy pocos países. Muchos no lo hicieron porque ya habían legalizado la prostitución y el artículo 1 incluye la expresión “incluso con el consentimiento de aquella persona”, es decir que pedía el compromiso de los Estados para avasallar el consentimiento de las mujeres. Más allá de que sorprende y parece ilegítima la sustitución de la voluntad de un sector social, la ratificación argentina ocurrió durante un gobierno de facto, el de Pedro Eugenio Aramburu. Aun cuando muchas leyes de distintas dictaduras fueron revisadas con ojos democráticos, a la ratificación de ese convenio no le llegó su momento.
La influencia significativa en ese convenio vino de parte de la organización International Abolitionist Federation (IAF), impulsada en y desde el siglo anterior por la inglesa Josephine Butler. Incluso notemos que en ningún tratado, convención o referencia legal aparece la palabra “abolición”, sino que esa impronta semántica se desprende de la IAF. Ahora bien, la investigadora Lucía Coppa señala un origen ambiguo ya que la idea de abolición estaba asociada a la abolición de los reglamentos que regulaban la prostitución en el siglo XIX, porque se consideraban coercitivos, porque los derechos civiles de las mujeres quedaban sometidos a la arbitrariedad. Es decir, toda una retórica que tenía que ver con imposiciones impropias a las prostitutas, que termina saturada, tapada, simplificada por la idea de abolición de la prostitución, que es posterior en el tiempo, y tiene como broche de oro el Convenio firmado por Aramburu.
El marco moral que condena el trabajo sexual, que tiene efectos de censura a los reclamos de derechos y en las prácticas estatales de desconocimiento de la ocupación, tuvo su reedición con las llamadas Sex Wars, piedra de toque del neoabolicionismo. Los debates entre las feministas radicales y las libertarias pasaron rápidamente de la pornografía y la censura, hacia la prostitución. “La prostituta fue tomada como un símbolo de la situación de las mujeres: usada sexualmente, estigmatizada, víctima de violencia y presa de peligros”, dice Marta Lamas en El fulgor de la noche. Esta posición, inserta en un orden heterocisexual, dice que hay un contrato sexual en el que las mujeres son sumisas y los varones dominadores. Las radfem se posicionaban en contra de la pornografía y la prostitución, a favor de la censura, e inscribían la prostitución como violencia contra las mujeres. Para las libertarias, en cambio, la trabajadora sexual es aquella que amenaza el control de la sexualidad patriarcal y entraña un modelo de autonomía.
Lo que sí firmaron más países, porque tenía una definición distinta de tráfico y no condena la prostitución voluntaria y autónoma, fue el Protocolo de Palermo o, en su nombre extenso, Protocolo para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, especialmente de Mujeres y Niños, complementario de la Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional.
A ese texto también remite el abolicionismo local para condenar el trabajo sexual, pero qué es lo que dice: “Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos”. No habla de prostitución voluntaria.
Sin embargo, previo al Protocolo de Palermo, en la Conferencia de Viena y de Beijing, el abolicionismo internacional, alineado con las posiciones de las radfem y Catharine MacKinnon, lograron inscribir la prostitución como una expresión de la violencia contra las mujeres. Que esa inscripción haya quedado responde a su mayor poder político. Para Lucía Coppa, si bien esas posiciones quedaron degradadas por otras cuestiones que se fueron poniendo en agenda -como la organización de las propias trabajadoras sexuales y su demanda de derechos- son nudos que lograron permear la retórica de los derechos humanos.
Más allá de que esas sean posiciones morales, subjetivas y mantengan victimizadas a mujeres cis y trans, como en un teléfono descompuesto, cuando esas mujeres reclaman derechos, el Estado y las radfem en él, escuchan “queremos ser rescatadas”. El campo de los derechos humanos también es un terreno fértil de disputas políticas y debates. Sobre este tema la CIDH y Amnistía Internacional dijeron bastante.
Lo que es destacable es que más allá del Convenio ratificado por Aramburu, no hay otro convenio, tratado o formato legal parecido que vaya en contra del consentimiento de la persona que ejerce el trabajo sexual y ninguno que ordene perseguir la prostitución voluntaria.
El abolicionismo local se refiere a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) para decir que si hubiera un reconocimiento del trabajo sexual se estaría violando la Convención. En realidad, si leemos CEDAW no vamos a encontrar ninguna referencia a la prostitución voluntaria o trabajo sexual. Condena la explotación de la prostitución ajena y “recomienda que se aumente el empoderamiento económico de la mujer reforzando las oportunidades de generación de ingresos y que se establezcan programas de ayuda para las mujeres que deseen abandonar la prostitución”. Esa oportunidad podría ser la Ley de Cupo Laboral Travesti Trans de la provincia de Buenos Aires, que no se está cumpliendo.
La abogada Agustina Iglesias Skulj no encuentra ninguna convención de derechos humanos que tipifique la prostitución autónoma ni que impida que el Estado reconozca la prostitución como trabajo. Por otra parte, el problema de que el proxenetismo -condenado en la Argentina desde 1921- esté definido de forma tan amplia y ambigua ha dado lugar a la criminalización de las mujeres que de alguna manera organizan su trabajo sexual con otras. Como en cualquier rubro laboral -el periodismo, por ejemplo, que requiere fotógrafes, editorxs, redactorxs, diseñadorxs, ilustradorxs- que se desarrolla con la impronta de trabajo colectivo, asociativo, con la idea base de la persecución del proxenetismo en realidad se impide la organización de las propias trabajadoras sexuales. El efecto en la realidad es la alta criminalización de mujeres.
El Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en su cuarto informe sobre la Argentina, en 2018, no se refiere a la prostitución, ni forzada ni voluntaria. La Declaración Universal de Derechos Humanos tampoco habla sobre el trabajo sexual o la prostitución voluntaria. No lo hace la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida como “Pacto de San José de Costa Rica”. Belém do Pará habla de trata de personas y prostitución forzada; nada dice sobre el trabajo sexual.
De lo que suele hablarse menos es cómo la impronta antiderechos del abolicionismo impacta en quienes se reconocen en situación de prostitución y necesitan políticas activas. Hoy no hay derechos ni políticas para nadie. Lucía Coppa lo explica así: el reconocimiento del trabajo sexual permitiría comenzar a discriminar entre el avance hacia el reconocimiento de derechos en clave laboral para quienes así se reconocen: trabajadoras del sexo. Y, por otro lado, eso supone la necesidad de pensar el diseño de políticas públicas y ampliación de alternativas laborales en función de esa distinción, que en el caso de las travestis y trans sobre todo es una deuda histórica.
La Relatora Especial sobre tráfico de personas, especialmente mujeres y niñes, Joy Ngozi Ezeilo, recordó en el informe final de su misión a la Argentina, que la prostitución como tal no está prohibida, sino el proxenetismo. Y la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias, del Consejo de Derechos Humanos, advirtió en su visita a la Argentina sobre la aplicación de contravenciones policiales, aún cuando fueron declaradas inconstitucionales, y que penalizan el comportamiento de las prostitutas.
Por otra parte, la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de Sus Familiares señaló en 2020, en sus observaciones finales sobre el segundo informe periódico de la Argentina que “le preocupan los informes de que grupos de trabajadores migrantes, incluidos los vendedores ambulantes (“manteros”), en particular aquellos de origen senegalés o haitiano, los trabajadores de la industria textil, las mujeres que ejercen la prostitución y los trabajadores migrantes lesbianas, gais, bisexuales y transexuales son objetos de violencia y acoso por parte de la policía.
Este largo racconto viene al caso. Intentamos desmenuzar las afirmaciones que se tiran en el debate público sin posibilidad de análisis: como si hablar la lengua del derecho obturara de entrada la lengua de las disputas políticas. Entonces, bien, vayamos a ver el lenguaje del derecho para ver qué dice: no dice nada en contra del trabajo sexual ni en contra de que el Estado dé previsión y derechos a las trabajadoras sexuales.
La comisionada de la CIDH Margarette May Macaulay, reconocida por su defensa de los derechos de las mujeres, dijo estar de acuerdo en que “el trabajo siempre es digno, y señaló que lo que es indigno es la forma en que son tratadas las trabajadoras sexuales por parte de agentes estatales” y que para “progresar en la protección de los derechos de las trabajadoras sexuales, el trabajo sexual debería ser descriminalizado”.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) expresó en 2017 su preocupación por la situación de falta de seguridad jurídica en que se encuentran las mujeres trabajadoras sexuales en América. Y urgió a los Estados a diseñar normativas y políticas públicas que garanticen los derechos humanos de las trabajadoras sexuales. No sabemos por qué aún no lo están haciendo.
*Foto: Sol Avena