Hace unas semanas se conoció una noticia que tuvo poca repercusión en los medios locales: la activista saudí Lujain Al Hathloul fue finalmente liberada tras pasar 1001 días en prisión. Encarcelada en 2018 junto a un grupo de activistas que reclamaban por el derecho de las mujeres a conducir, Loujain se había convertido en un ícono de la campaña al filmar un video al volante y por ello su castigo debía ser ejemplar, casi tres años de cárcel sin cargos ni juicio.
El pasado 10 de febrero luego de una extensa campaña internacional de la que fui parte, recibíamos la noticia de su liberación a través de su hermana Lina, quien estuvo al frente de la campaña y que, como todos sus hermanos y hermanas, vive en el extranjero. La captura de la videollamada confirmaba la feliz noticia: Lujain había sido liberada. Su aspecto desmejorado da cuenta de los maltratos, torturas y vejaciones de todo tipo que ha sufrido en la cárcel. Tiene 31 años, pero ha vivido la vida de mil mujeres. Todas queremos conversar con ella, saber cómo está, pero Loujain tiene prohibido hablar como condición impuesta para su liberación. Es una libertad condicional, en un país donde las condiciones lo son todo. Libertad condicional, ciudadanía condicional, humanidad condicional.
Por qué Loujain continuó presa tras la legalización del acceso femenino a conducir es una pregunta que tenemos necesariamente que hacernos en vistas de nuestro contexto local y nuestras futuras luchas. Las nociones de feminidad y masculinidad pueden ser distintas en los diferentes contextos, pero en todos lados producen y reproducen relaciones sociales y políticas que determinan las posibilidades de las mujeres. Por ello, una alianza feminista que se piense y sienta transnacional no puede ser un diálogo sur-norte que, además, reproduce las desigualdades que intenta erradicar.
Al pensar la realidad y las luchas de las mujeres de países como Arabia Saudí es fundamental tener en cuenta que la imagen de la mujer árabe-musulmana (velada-encerrada-oprimida) ha jugado un rol determinante en la construcción imaginaria de la libertad de la mujer occidental.
Estas categorías jugaron un rol determinante en la legitimación de la llamada “guerra contra el terror” que se disputó no sólo en el terreno militar sino también y quizás sobre todo en el ideológico. En este marco se construyó un discurso político sobre las mujeres musulmanas a quienes se debe proteger o salvar, discurso que refuerza la imagen pasiva de estas mujeres a la vez que centra toda la disputa en términos raciales y de género donde como dice Spivak “los hombres blancos salvan a las mujeres morenas de los hombres morenos”. Gradualmente esta construcción se fue llevando a la identificación religiosa abarcando a todas las mujeres musulmanas. Esto llevó a la hipermasculinización del conflicto y a la infantilización de las mujeres musulmanas como víctimas pasivas de sus sociedades, incapaces de salvarse a sí mismas.
Las feministas latinoamericanas no podemos hacer eco de esta narrativa que sepulta las luchas cotidianas de nuestras compañeras en el olvido más criminal. No podemos seguir postergando una conversación necesaria y por demás enriquecedora a fuerza de reproducir estereotipos racistas que poco o nada tienen que ver con nuestra realidad y mucho con la pretensión de formar parte de una idea de Occidente que se ha erigido sobre la negación y la mutilación de nuestros territorios y nuestros cuerpos.
Hace unos meses participo de un grupo de lectura sobre Género y Nacionalismo en el Golfo junto a activistas feministas de Kuwait, Arabia Saudita y Qatar. Nos reunimos cada quince días a discutir lecturas sugeridas y a debatir en torno a cuestiones como el discurso del “empoderamiento femenino” del feminismo neo-liberal en el Golfo o la caracterización de las mujeres como madres o hijas de la nación. Me enorgullece decir que soy la única mujer no árabe incluida en el grupo; soy la “latinoamericana” y mi función es ofrecer una “perspectiva latinoamericana” de lo que allí se discute. A la luz de los debates actuales en relación a la legalización del aborto en varios países de América Latina no dejo de pensar qué necesario sería un debate en torno a las construcciones de género y el nacionalismo en nuestra región; intuyo que tiene más puntos en común con la experiencia árabe que con la europea.
La noticia de la liberación de Loujain, precaria como es, rápidamente se opaca en estos días cuando otra campaña inunda las redes sociales árabes: Dónde está Rafa Al Yami. Rafa es una deportista e instagramer que fue secuestrada por sus familiares varones; la policía saudí la encontró y, en vez de salvarla, la entregó a una “Casa de Protección” (Dar Al Re´aya). Estas Casas son centros de detención donde se encarcela y tortura a mujeres “desobedientes” que no cumplen con las normas sociales impuestas y que por ello son una vergüenza para sus familias. Allí, sabemos según los testimonios valientes de quienes han logrado salir, las sesiones de tortura son todos los jueves con latigazos, insultos y todo tipo de humillaciones que deben soportar las mujeres en el más absoluto aislamiento. En los últimos años, los intentos de suicidio han aumentado drásticamente, y los flagelos a aquéllas que no tienen éxito en lograrlo las sumen en un espiral de violencia mayor. Las reclusas intentan muchas veces quitarse la vida de formas tan absurdas como desesperadas para poner fin a una rutina incesante de tormentos y humillaciones. Hace unos meses una joven intentó ahorcarse con un corpiño y se prohibieron los corpiños. Otra quiso cortarse las venas con el borde de un cesto de basura y durante semanas no se retiró la basura de las celdas haciendo mucho más inhumana la estadía allí. “El error de una es el error de todas”, es el lema de la administración de estos centros de tortura que busca a su vez quebrar la solidaridad entre las que allí se encuentran presas.
El horror que nos produce conocer esta realidad no debe sin embargo evadirnos de que miles de mujeres en nuestros países se encuentran privadas de su libertad, de sus derechos y de su propia humanidad por sus familias, sus parejas, chupadas en redes de trata o víctimas de un sistema judicial patriarcal que las humilla, las ningunea y las mata.
Es urgente que nos hagamos de nuevas categorías, nuevas formas de pensarnos y pensar a las que han sido condenadas a ser las “otras”. Que construyamos nuevos territorios de entendimiento por fuera de las categorías enquistadas por un modo de producción material y de conocimiento racista y americano-eurocéntrico. Nuestra libertad, nuestra ciudadanía, nuestra humanidad serán siempre condicionales si no son para todas.