El viernes 4 de agosto se nos rompió (otra vez) el corazón. Mientras promediaba ese día de sol, muchas pensamos (otra vez) “No, que no sea… que sea otra u otro pero no ella, lo siento, sí, es raro, buscamos a una y aparecen otros, pero no, que no sea ella, por favor”. Cuando finalmente se confirmó que Anahí Benítez, la chica de 16 años que estaba desaparecida desde el sábado 29 de julio, había aparecido asesinada estallaron las redes. #NiUnaMenos se transformó en trending topic, al concluir una semana en la que ya habían estallado cuando el ex-ministro de educación y actual precandidato a senador por la provincia de Buenos Aires Esteban Bullrich se refirió a las mujeres como envases, justificando su postura anti-aborto como otra expresión del “Ni Una Menos”. En una semana caliente, al enterarnos de lo de Anahí el viernes supimos que sentimientos tan opuestos como la furia y la tristeza podían mezclarse y dar como resultado ese quedarse suspendidas, ese claro preludio a tomar nuevamente las calles.
Según el registro de MuMaLá—Mujeres de la Matria Latinoamericana—en Argentina en el mes de julio hubo un femicidio cada 23 horas. 25 mujeres fueron asesinadas por ser mujeres y además se contabilizaron 7 femicidios vinculados (de hombres, niños, niñas y mujeres). Anahí, la estudiante de la Escuela Normal Antonio Mentruyt (ENAM) cuyo cuerpo fue hallado semi-enterrado en la reserva Santa Catalina en la zona sur del conurbano bonaerense, era artista y militaba en el centro de estudiantes de su escuela. De hecho, una vez conocida la noticia del femicidio, una foto donde se la ve en una marcha sosteniendo un cartel (que probablemente haya pintado ella) empezó a dar vueltas por las redes, como si Anahí ya estuviera liderando la manifestación del sábado. Esa foto de Anahí militante, con su cartel, despegada de la muchedumbre y sin embargo claramente “allí”, se replicó en la marcha, portada por chicas como ella. Una extraña puesta en abismo; muñecas rusas que dejaban bien claro el porqué de esos cuerpos en la calle, marchando de nuevo. La historia de Anahí conmovió a muchxs, pero sobre todo a las pibas, que en sus carteles también gritaron “La próxima podés ser vos” y “No quiero salir y tener miedo de no volver”.
Llevar un cartel con la foto de Anahí llevando un cartel no quiere decir, como muchos se apuran a decir, que las marchas no sirven para nada; ni tampoco revela que las que marchan son las que después caen, como si una extraña maldición se desatara sobre las desobedientes. Vaya estrategia de disciplinamiento.
Si las marchas de Ni Una Menos vienen siendo lugares para acuerparnos, para tramitar el dolor y la bronca, el duelo y la furia junto al clamor de “El estado es responsable”, sumarse a ésta en particular tuvo una fuerte impronta de respeto, de cautela. Donde hay dolor es lugar sagrado, y eso quizás sintieron muchas cuando se sumaron a las columnas que marchaban, como extrañas, como cuerpos algo fuera de lugar. Los amigos de Anahí, sus compañeros de escuela, una escuela de estudiantes organizados, se habían movilizado durante toda la semana para encontrarla, pegando carteles, hablando con gente, moviendo las redes. La marcha transmitía eso: una movilización mayoritariamente adolescente, de chicxs abrazándose, y de organizaciones estudiantiles que ya venían de días e historia de trabajo conjunto, de marea.
“Nos mueve el deseo por cambiarlo todo” decía una cartulina. “Arriba las mujeres que luchan” escribieron en la calle con aerosol, al lado de “El estado es culpable”. Furia y tristeza. Esa extraña intersección de emociones que tiñó el viernes parecía continuarse en la marcha. Cuerpos desordenados, coreografías entreveradas, con atención en varios focos a la vez como pararse para cortar el tránsito y sostener un cartel llorando.
El nombre de Anahí, el clamor de justicia, el grito de “Presente”, llenaron el espacio sonoro, le dieron protagonismo absoluto junto al “Ni una menos, vivas nos queremos”. Pero en la cabecera, y de un modo que se sintió orgánico, justo, sabio, lideraban también otros nombres como el de Nadia Rojas, desaparecida por segunda vez, a quien buscamos y por quien, también, marchamos. De Nadia se ha dicho poco porque no llegó a ganarse el lugar de “buena víctima” que se le asignó a Anahí después de que las investigaciones y dichos de la madre arrojaran que no “salía mucho, ni se drogaba, ni fumaba”.
Sin embargo, aun cuando los lugares no sean intercambiables, la etiqueta de “buena víctima” no es indeleble. Mientras escribo esta crónica, cuando los pasos de la marcha y nuestro acuerparnos ya van quedando como huellas, los medios y la justicia machista (otra vez) siguen narrando e hilvanando historias que hacen tambalear la figura de Anahí como víctima buena.
“Ganarse la muerte”, el título de una novela de Griselda Gambaro, es el fantasma que ronda a todas las víctimas de femicidio y hace desear la facultad de estar en asamblea permanente, para seguir dándole cuerpo conjunto a la bronca y a la tristeza, para generar momentos como el de hoy cuando hablaron los amigos de Anahí haciendo una fuerte crítica de la cobertura mediática del caso. Redes de cuidado. Otra marcha que pasó. Pero sigue el trabajo, y no porque las marchas no importen o porque las que van sean las que después caen. Sino porque las marchas y el trabajo en redes—redes de cuidado, redes de narración de los femicidios como parte de una trama mayor de violencias, incluída la mediática—son los espacios donde se acumula nuestro poder. Porque como lo saben Anahí, Araceli, Emma, Pamela, el patriarcado se va a caer. Porque se lo debemos a las que nunca volvieron. Porque no somos ni queremos ser envases ni muñecas rusas.