En las últimas semanas, miles de personas se manifestaron en Guatemala para exigir la renuncia del presidente Alejandro Giammattei. Sufrieron el paso de dos huracanes en menos de quince días. Aún quedan decenas de municipios inundados. En esa coyuntura, el 2 de diciembre, We Effect presentó en forma virtual, de la mano de LATFEM y la Red de Periodistas Feministas de Latinoamérica, el informe “Luchas de alto riesgo: Las mujeres en primera línea en la defensa de la tierra y el territorio” con un panorama sobre cómo las defensoras ambientales y de derechos humanos han pasado este año pandémico, cómo resisten desde sus territorios, en una región donde sólo el 18% de lxs propietarixs de la tierra son mujeres. María José Macz, subcoordinadora nacional del Comité de Unidad Campesina (CUC), iba a ser parte de la presentación del informe, entrevistada por Celeste Mayorga del portal Ruda, pero no pudo lograr una buena conexión a internet porque estaba arriba de una lancha improvisada, llevando víveres a las comunidades indígenas aisladas por la inundación.

— Tengo 38 años. Soy madre independiente de tres hijos: una hija de 15 y dos gemelos de 6 años. Vivo en una colonia de Tactic, municipio del departamento de Alta Verapaz. Mi madre tiene ascendencia q’eqchi’ y mi padre kaqchikel.
Un padre al que no conoció porque fue secuestrado el 5 de diciembre de 1981 durante el conflicto armado en Chimaltenango. Lo supo tiempo después, cuando su mamá se animó a hablar, a contarle que él había sido llevado por militares tras organizarse con otros para defender la tierra. Cuando se lo llevaron, María José todavía estaba en el vientre materno; faltaban tres meses para que naciera.
Hermana de otras dos mujeres y un varón, Macz creció en la pobreza, sufriendo mucha discriminación y luchando, dice. “Mi mamá nos dijo que teníamos que prepararnos, saber escribir y leer”, recuerda, ya graduada de perito contador, profesión que le permitió ingresar al CUC donde tenían un puesto vacante.
— Así fui conociendo mi historia. Lamentablemente crecimos hablando el castellano. La educación todavía no nos cuenta la historia oficial: nunca nos hablaron del conflicto armado. Era totalmente ignorante. No sabía cómo vivían las comunidades. Gracias al CUC me fui formando e involucrando: con el interés, me metí a escuchar y vi cómo era peor la situación en las comunidades. El trabajo comunitario es para mí un don, me gusta eso. Siempre había intentado defender mis derechos. Yo creo que lo mío viene de la sangre de lucha de nuestros padres y abuelos y quise involucrarme en organizaciones.
Hoy, reelecta como subcoordinadora nacional del CUC durante la asamblea general que la organización realiza cada cuatro años, María José recuerda cuando la eligieron en ese cargo por primera vez, luego de acompañar a las 800 familias desalojadas forzosamente entre el 15 y 18 de marzo de 2011 en el valle del Polochic. En ese episodio, más de 2500 personas perdieron su hogar, fueron reprimidas con gases lacrimógenos y un hombre murió.
— Fue impactante: yo venía de cero. Les decía a las compañeras que no podía, pero ellas me dijeron que valoraban cómo trabajaba. Me apoyaron, me animaron. Ahora estoy en segundo período como subcoordinadora. No bajamos la guardia en la defensa de nuestros derechos y alzando la voz de nosotras las mujeres.
No es fácil. Debe alzar la voz en medio de este “sistema de muerte, machista, capitalista, patriarcal, donde no hay politicas de gobierno para el mejoramiento ni el desarrollo de las comunidades, que han sido empobrecidas solo para beneficiar a la oligarquía”, dice entrevistada por LatFem.
En ese desalojo del 2011 fueron expulsadas miles de personas pertenecientes a 14 comunidades q’echi’es, en parte, asentadas en la finca Quinich, en Panzós (Alta Verapaz), un ingenio azucarero. Quemaron sus casas, destruyeron la poca maquinaria que lxs campesinxs tenían. “Las mujeres nos pusimos de pie frente a las fuerzas de seguridad para detenerlas, pero no ayudó”, dice Claudia, otra defensora guatemalteca, en el informe de We Effect.
Las escenas de 2011 se repiten: podrían ser las de hace 500 años o las del 9 y 10 de diciembre pasados cuando, en dos comunidades en Sayaxché (Petén), la Policía Nacional Civil desalojó y agredió a unas 200 familias, que quedaron sin nada.
En Alta Verapaz hay varias transnacionales que están acaparando tierras y territorio: empresas dedicadas a la minería, a represas hidroeléctricas, al monocultivo de palma aceitera (antes la caña era la explotación estrella en la zona) y “terratenientes que se dedican a ilícitos aunque se encubren como ganaderos, pero les decimos ‘narcoganaderos’”, dice Macz. “Los supuestos dueños intimidan, persiguen y criminalizan a las legítimas dueñas de la tierra”, afirma.
Minutos antes de comenzar la entrevista con LatFem, María José había recibido el aviso de un compañero agredido por parte de la supuesta dueña de la tierra. Él circulaba por la comunidad Izabal, como parte del relevamiento que el CUC está haciendo allí para saber cuántas familias han sido afectadas por el temporal, qué se puede cultivar (“conforme lo que la Madre Tierra produce según la región; principalmente maíz y frijol, que es el sagrado alimento de nosotros”), en qué tiempo (“hay que esperar que se vaya la plaga mala” que queda cuando el agua baja) y así trazar una estrategia de reactivación económica a largo plazo, con formación agroecológica y acompañamiento en los cultivos a quienes lo soliciten.
— Y salió la supuesta dueña de la tierra. Lo quiso machetear. Afortunadamente no lastimó al compañero, pero él quedó mal psicológicamente. Y quisieron quitarle la moto. Estas grandes empresas, en confabulación con el gobierno, ellos se comunican y mandan policía y ejército sin hacer estudio de a quién pertenecen las tierras. Los títulos son ilegítimos.
El acaparamiento y la reconcentración de tierras se produce mediante la compra, arrendamiento o concesión a largo plazo para las corporaciones, en territorios de campesinos, indígenas y afrodescendientes, explica el informe de We Effect: zonas alejadas, donde el Estado no llega o llega mal.
Y ya lo dice Claudia en la misma publicación: “Ser una campesina sin tierra no funciona”.

El derecho a la tierra no es solo adquirir una parcela, bajo formas de titularidad de propiedad privada muy lejanas a las formas acordadas en las comunidades originarias. El acceso a la tierra es el derecho a la alimentación, al desarrollo económico, a la vivienda, en fin, a la vida digna; y a las mujeres, además, les permite garantizar autonomía.
— El acceso a la tierra para nosotras es súper complicado. No hay políticas que lo garanticen.
Dice María José y recuerda cómo las mujeres quedaron “invisibilizadas” en la repartición de tierras que lograron, tras exigirle al gobierno de Otto Pérez Molina que realoje a las familias que tenían medidas cautelares tras el violento desalojo ya mencionado.
— Realizamos una marcha de Cobán (Alta Verapaz) a la capital para asentar a las familias — se refiere a la Marcha Indígena Campesina que llegó a la ciudad de Guatemala el 28 de marzo de 2012— . De 800 familias sólo 355 recibieron tierras. Y las mujeres quedamos invisibilizadas: en la repartición de tierra no estábamos incluidas, aunque somos las que sufrimos más. Un trabajador del Fondo de Tierras me gritó y dijo que por mi culpa (porque yo exigía que entregaran tierras a las mujeres) se suspendía la compra de tierras. Eso hizo que la comunidad se venga contra mi persona. A pesar de que supuestamente hay equidad en la entrega de tierra, los abogados dicen que si buscábamos eso se atrasaba el proceso. Es un sistema, como se dice, de racismo y patriarcado. Las mujeres somos invisibilizadas, más aun las de los pueblos originarios. En muchas ocasiones las mujeres no tienen siquiera documento de identidad; o nos ponen requisitos muy grandes cuando no tenemos hijos o marido, o si tenemos hijos, nos exigen unión de hecho. Y quienes nos decimos defensoras de derechos humanos, nos llevamos la peor parte.
Como también denuncia el informe de We Effect, la tarea de las y los defensorxs de pueblos y territorios está amenazada también a través de campañas de difamación, persecución política y criminalización.
— En Guatemala hay más de mil criminalizados y perseguidos. En el CUC tenemos 300 órdenes de captura y 80 órdenes de desalojo. Sólo en la comunidad Río Dolores hay 66 órdenes de captura, y al saber que tienes una orden de captura ya no te sientes en libertad. Es una forma de acallarnos. El único delito de las comunidades es defender sus tierras y territorios, y somos acusados de ocupación, por ejemplo. Además, de 2000 a 2012 hubo 45 asesinatos de hombres y mujeres y a dos niños (de 8 y 12 años).

Enfermerxs y balserxs
— Como CUC hicimos lo poco que podíamos. Hemos enviado víveres donados por comunidades que no sufrieron inundaciones y dieron maíz y frijol para Izabal y Alta Verapaz, que perdieron los cultivos. Es algo paliativo. Esto no garantiza ni siquiera la seguridad alimentaria. Tampoco tenemos la capacidad, pero acá no hay voluntad política del gobierno y somos conscientes en cuanto a las necesidades de las personas que se han quedado encerradas por la pandemia -dice María José.
Antes de montar una balsa improvisada el 2 de diciembre para navegar entre inundaciones y derrumbes, Macz ya había acercado donaciones a las comunidades donde no llegó informacion concreta para la prevención de la COVID-19 ni atención a las familias.
— Solo nos dijeron que hay cuarentena. No hay seguimiento, no hay medios para transportarse para ir a centros de salud; hemos sobrevivido con conocimientos ancestrales y armamos jornadas de atención médica porque no hay respuestas de gobierno y la situación económica empeora sin oportunidades de empleo.
Bajo las tormentas de los huracanes ETA e IOTA se perdieron muchos cultivos y aves de corral. En Alta Verapaz, la cabecera departamental estaba totalmente inundada, con cien viviendas bajo agua.
— El agua estaba sobre las láminas. Ese día que no pude conectarme para la presentación del informe, el agua estaba bajando de cuatro a seis metros de profundidad y tenía más de un kilómetro de extensión. Los vecinos se organizaron e hicieron lanchas improvisadas con llantas y maderas, pasaron de ser tuctuqueros a balseros.
Ese día llevaron cien quintales de maíz, sopa y mox a la comunidad de San Pascual, en Cobán, Alta Verapaz, una de las 12 comunidades incomunicadas tras el paso de ETA. Allí viven varias familias reasentadas tras el desalojo de 2011. María José llega con la balsa. Las imágenes de nueve años atrás se reavivaron y mezclaron con el presente.
— Ochocientas familias. Una semana de desalojo, muertes, ese día fue bastante para mí ver a las mujeres con niños sin saber a dónde ir, las viviendas ardiendo en llamas. Ahora la comunidad es casi que inhumana: está sobre la carretera, en pésimas condiciones. Quedó inundada. Lo hemos reportado varias veces. Nadie ha dado una respuesta. Los niños totalmente desnudos. La inocencia de los niños, ellos felices de estar en el agua, pero se perdió todo: los cultivos y las semillas criollas.
Ahora el agua está bajando, pero aunque quede seco, queda una plaga: no pueden sembrar porque nacen unos bichos, una plaga, que se come lo poco que queda y causa enfermedades en la población. Y no cuentan con agua potable. Van hasta el río a buscar agua, pero con las inundaciones no se puede tomar.
— Entregamos tinacos, pero eso no nos resuelve. Hemos hecho reuniones de alto nivel. Ellos se comprometieron a llevarles agua entubada, pero no se ha cumplido y las familias están prácticamente vulnerables. Intentamos sacarlos pero no tenemos a dónde llevarlos. Llevarlos a un albergue, encerrarlos en un salón, no es lo mismo a que estén en su comunidad. La responsabilidad es del Estado, no solo de organizaciones ni de la cooperación internacional. Tratamos de incidir ante instituciones de gobierno para agilizar, les damos a conocer situaciones, planes y propuestas. Aquí no hay voluntad politica. No se quiere.
— ¿Cómo seguirán?
— Cada delegación debe pasar por varias comunidades para llegar y relevar la información sobre cómo se encuentran y qué necesitan. Pero han sido manipulados por los grandes terratenientes o empresas. Por eso se escucha que entre los mismos campesinos se pelean, pero hay manipulación y caen por la misma necesidad que hay, por la falta de oportunidades que hay. Porque les ofrecen empleo y ante la necesidad por el hambre, la falta de trabajo y de tierras, caen en la trampa de empresas y se producen ataques. Es bien complicado ir a las comunidades. Por eso coordinamos con familias conocidas para ingresar. O notificamos al Procurador de Derechos Humanos (PDH) desde la capital y nos dan algún acompañamiento; a veces coordinamos con la Policía Nacional Civil. En el Estado deberían hacer este trabajo, pero no lo hacen y nosotros no podemos dejar de lado a las comunidades.
— ¿Por qué seguir?
—Ya no quiero que más personas sufran lo que nosotras sufrimos. Eso nos motiva a seguir a pesar de las adversidades que encontramos en el camino. Creo que es un legado que les dejamos a nuestros hijos, a nuestras familias. Ahora mis hijos ya saben más de lo que pasó que lo que yo sabía a su edad. Nuestro plan es seguir, fortalecidos, con la frente en alto. Cabeza clara, corazón solidario, puño combativo.