Es la noche del 10 de mayo de 2017. Hasta hace unos minutos, una multitud llenaba la Plaza de Mayo para repudiar el fallo de la Corte Suprema que otorgaba el beneficio de 2×1 a personas condenadas por delitos de lesa humanidad. Norita está en La Embajada, histórico bar de la Avenida de Mayo al que le gustaba ir con su familia y compañeras de militancia después de cada ronda. “Madre de la Plaza, el pueblo te abraza”, le cantan desde las otras mesas. La gente que pasa por la avenida, desconcentrando después de una movilización histórica, se suma al canto. Le piden fotos y abrazos. Le tiran besos. “¡Aguante, Norita!”, se escucha desde la calle. Con casi 90 años y bajo el cuidado atento de los mozos, Norita se sube a una silla y, con su puño en alto, arenga: “30 mil compañeros detenidos desaparecidos, ¡presentes! Ahora, ¡y siempre! ¡Venceremos, compañeros, venceremos!”.
Norita era la irreverencia. Era como una polvorita en frasco chico: chispeante, expansiva, inquieta. Siempre apurada, siempre yendo a algún lado, siempre con algo que atender. “A mí me gustaría simplemente que me recordaran y dijeran ‘¿Te acordás de Nora? Uyyy, venía a todos lados'”, dijo alguna vez. Y así era. Iba a todos lados, siempre con la sonrisa intacta. Esa sonrisa era un mensaje: estaba convencida de que el futuro iba a ser mejor. “Venceremos, venceremos, venceremos”, repetía —casi como un mantra— como si pudiera ver ese futuro mejor para todos, todas y todes. Como una forma de decirnos que no podíamos darnos el lujo de rendirnos.
La desaparición de su hijo la convirtió en militante política. El 15 de abril de 1977, Gustavo Cortiñas fue secuestrado en la estación de tren de Castelar, en la provincia de Buenos Aires. Tenía 24 años, era parte de la Juventud Peronista (JP) y militaba con el Padre Carlos Múgica en la Villa 31. Estaba casado con Ana Cernadas y tenía un hijo de dos años. Desde ese mismo día, Norita salió a buscarlo y nunca más frenó.
Primero buscó ayuda en la Catedral de Morón. Después fue a la comisaría. Todo sin suerte. Ella misma firmó el hábeas corpus por Gustavo y se acercó a los organismos de derechos humanos que ya existían en aquellos años: la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH). Supo que había un grupo de mujeres como ella que se reunían para buscar a sus familiares y exigir respuestas. No dudo en acercarse y así fue como se convirtió en una Madre de Plaza de Mayo, donde siguió marchando cada jueves de su vida durante 47 años. A pie, con bastón o en silla de ruedas, nada la detuvo.
Norita era la valentía. En plena dictadura genocida, se metió en Mansión Seré, el centro clandestino que funcionaba en Castelar, para buscar a su hijo y saber si allí había personas secuestradas, como se comentaba en la zona. Poco después supo que en la costa de Santa Teresita habían aparecido cadáveres sin identificación y viajó para ver si era su hijo e investigar el hallazgo.
Hasta su último día de vida, Norita buscó a Gustavo y a los hijos e hijas de todas las Madres y mantuvo siempre firme su demanda para que se abrieran los archivos de la dictadura. No la frenaron las amenazas, la desaparición de sus compañeras ni los indultos de los 90. “Desde el día en que empecé a salir a la calle siempre fui adelante, no me importó qué me podía pasar”.
En 2015 volvió a presentar un habeas corpus por su hijo. “Antes de morirme quiero saber qué pasó con Gustavo”, le dijo al juez. Pero Norita nunca pudo saber qué hicieron los genocidas con su hijo.
Norita era enorme. La desaparición de Gustavo le mostró, de la forma más cruel, la matriz de un sistema que extrae vitalidad a cambio de nada y entendió que su lucha era parte de muchas otras. “Nosotras ya no somos madres de un solo hijo, somos madres de todos los desaparecidos. Nuestro hijo biológico se transformó en 30.000 hijos y por ellos parimos una vida totalmente política y en la calle”, decía.
Con su baja estatura y su aparente fragilidad, Norita estaba con los presos políticos mapuche en el sur, solidarizándose con cada lucha sindical, en las fábricas recuperadas o en la marea verde para pedir aborto legal, seguro y gratuito. Apoyando las demandas de las villas y barrios populares de todo el país, acompañando las luchas ambientales, jugando un picadito en el Congreso para exigir la absolución de Higui o denunciando el racismo y el clasismo judicial. Abrazando a las familias de Luciano Arruga y Santiago Maldonado, apoyando la lucha palestina o defendiendo la salud pública en el Hospital Posadas. Norita, madre de todas las luchas, siempre estaba ahí, con su ternura y coraje.
Ya en democracia y como referenta de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, nuestra amiga Mabel Bellucci la acercó al feminismo. En 1987, Norita participó del primer Encuentro Nacional de Mujeres —faltaban todavía muchos años para que sean nombrados como Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans— y las feministas se sumaron a las rondas de las Madres. “Empecé a darme cuenta de que, además de deberes, tenía derechos. Hasta ese momento, era una ama de casa y creía que solo tenía deberes, pero cuando pegué ese salto, ahí se terminó todo y se encaminó al camino de estar en la calle, con todas las mujeres”, contó en una entrevista célebre con Ana Cacopardo. Y es que el teje por los derechos humanos es como una trenza que suma capas, se anuda, por momentos se enreda, pero siempre construye y sostiene.
En la trayectoria de lucha de Norita se puede contar también el linaje común entre los pañuelos blancos y los verdes. Pañuelos que se unen y escriben historia. Que son un gesto de complicidad y de cuidado. Pañuelos cargados de memoria y de futuro. Con su pañuelo blanco en la cabeza y el verde en la muñeca, en los últimos años Norita se convirtió, también, en una rock star de la lucha feminista. “Ahora que soy feminista es una cosa bárbara”, dijo entre risas alguna vez. Norita se reía y entonces nada parecía imposible. Porque si algo nunca pudieron sacarle fue la alegría.
Norita era la vitalidad. Más de una vez nos mandamos por WhatsApp stickers con su imagen cuando el cansancio, el frío o simplemente la fiaca amenazaban con desmovilizar. Porque, no sabemos cómo hacía, pero ella nunca se cansó de nada.
“Querida, esto es muy grave, tenemos que hacer algo”, es una frase que muchas le escuchamos decir en más de una oportunidad. Alcanzaba un llamado o un mensaje para que Norita saliera de su casa, se tomara el tren y fuera a poner el cuerpo allí dónde era necesario. Y nosotras la seguíamos, claro. ¿Cómo le íbamos a decir a ella que estábamos cansadas? ¿Cómo decirle que no si era ella la que nos contagiaba la energía para seguir? Su ética firme, transparente y sin dobleces fue y va a seguir siendo un ejemplo de vida y de lucha. “¿Qué haría Norita?” es una pregunta que se parece a prender una linterna y echar luz en tiempos en que cuesta ver con claridad.
Ya te extrañamos, pero nunca te vas a ir. Seguís con nosotras para siempre. Hasta que todo sea como lo soñaste, Norita.