Quedarse adentro. Crónicas de la pandemia desde el pabellón

¿Cómo se vive el aislamiento en el encierro? Hoy les detenides en unidades penitenciarias están sin visitas de familiares y sin clases, pero pueden comunicarse. Entre el Centro Universitario de San Martín y les alumnes buscaron alternativas para no cortar con los talleres. Dos internas, Silvana Ortiz y Karina Ontivero, te cuentan en dos crónicas las postales en tiempos de pandemia.

Durante 2019, diez mujeres privadas de su libertad en las Unidades 46 y 47 y veinte hombres de la Unidad 48, escribieron y filmaron un corto de ficción, en el marco del Taller Audiovisual del Centro Universitario de San Martín (CUSAM). En 2020, el plan era trabajar con cine documental pero las clases presenciales no empezaron. La cuarentena dentro de los pabellones se vive sin visitas. Tampoco hay actividades académicas. Sin embargo, sí se permite el uso de algunos medios de comunicación virtuales, como Whatsapp, para seguir en contacto con familiares y conocidos. Lucía Feuillet y Juan Bugarín, docentes del taller, pudieron hacerles llegar mensajes a sus ex estudiantes y a algunas nuevas inscriptas. Empezaron un intercambio virtual de disparadores para la escritura y algunas de las chicas retomaron el taller en modalidad online.

“Al principio, les escribimos porque queríamos saber cómo estaban pasando este momento, pero poco a poco empezamos a recibir muchos pedidos de volver y acordamos retomar la actividad. Ellas nos contaban que estaban viendo mucha tele y nos pidieron tener nuevos trabajos para hacer porque ver noticieros las ponía mal. Querían hacer otras cosas y dejar de estar pendientes todo el tiempo de lo que podía llegar a pasar afuera. Lo fuimos organizando sobre la marcha para que les sirviera a ellas, pero fue muy importante para nosotros también mantener las clases.”, cuenta Feuillet.

“Por ahora, sólo es posible empezar a delinear las futuras crónicas documentales por escrito, pero en cuanto se reinicien las actividades presenciales el plan es que vuelvan a hacer producciones audiovisuales.”, dice Bugarín. “Pensamos en un seguimiento de una persona, es un ejercicio muy común en el mundo documental. En general, se comparten los recursos que tienen a mano. Ahora cada una escribe, pero muchas no tienen teléfono, así que todas usan el celular de alguna conocida para intercambiar escritos con nosotres y que les enviemos devoluciones y nuevas consignas”.

Las autoras decidieron tomar como referencia a una compañera de pabellón. Los retratos detallan el día a día de cómo se vive la pandemia desde las celdas. “Poner la mirada en una “otra” las saca de la introspección, del aburrimiento y de la “manija”. También es una forma de hacerle frente colectivamente a los miedos, como que les pase algo a sus seres queridos o contagiarse ellas. Una de las cosas que les preocupa en “el adentro” es terminar en una celda de aislamiento si alguna se contagia”, cierran les docentes.

Agradecemos a las compañeras de las Unidades 46 y 47 por la autorización para publicar estas crónicas y a los docentes del CUSAM por hacérnoslas llegar.

Yami, por Silvana Ortiz
Yami nació en Padua, Partido de Merlo. Criada con sus padres, Silvia y Guillermo. Tuvo una infancia aparentemente normal, por lo que me cuenta. Tiene tres hermanas, una de las cuales ya no está. Se considera una chica de barrio. La humildad puede notarse a lo lejos. Es muy activa y solidaria con sus pares. Se formó en la escuela primaria número 36 del Barrio Policial hasta el noveno grado. Comenzó el secundario, el cual abandonó al primer año. Allá por septiembre del 2004, Yami daba a luz a Alexis, su primogénito. Hoy tiene siete vidas por las cuales sigue adelante. Es atenta y me llama poderosamente la atención cómo a pesar de estar preocupada por su madre, quien tiene 65 años y sufre de artrosis, es ella quien se encuentra a cargo de sus hijos, le pone onda, lucha con ella mismo todo el tiempo para no levantar el tumbero[1] y llamar a su familia para saber cómo están a cada instante. Acata las normas de la cárcel, no conforme le resulta difícil asimilar las irregularidades y le provocan indignación las condiciones en las que vivimos, cómo nos encontramos. Siempre está reclamando la roncha[2], también el cloro[3].

“Estamos pagando una condena, Sil”, me dice, “pero para el sistema no existimos, directamente no nos nombran, ni se acuerdan”. Sus ojos se llenan de brillo y levanta sus cejas moviendo su cabeza para ambos lados y un suspiro largo deja salir de su boca un comentario: “Si pasara algo con mi familia en la calle con esto del coronavirus no me lo dirían. Es que saben cómo soy y cómo me pongo”. Ella es inquieta, nunca para. Si no está haciendo un flan está picando verdura para hacer un guiso, pintando juguetes de madera que provee el Servicio y son destinados a donación para niños que se encuentran alojados en hogares de abrigo por distintas situaciones de la vida. Es flaquita, de cabellos castaños claros, ojos saltones y labios gruesos. Este tiempo en la cárcel siente y piensa diferente y aumentó un poquito de su peso, aunque sigue siendo lo suficientemente delgada como para usar un talle 1 de ropa. Su voz es música en el pabellón cuando el silencio es perturbador. Es optimista y contagia.

Pregunto: “Yami, ¿qué pensás sobre la situación que estamos viviendo con la pandemia?”. Contesta: “Y… nos cambió todo lo que pueda llegar a pasar. Por momentos, tuve miedo. Tengo terror de no volver a ver a mis hijos. Si en vez de estar acá pudiera estar en mi casa con ellos quizás el temor sería menor. Acá a veces no hay línea y me pongo loca. Quiero saber todo el tiempo cómo están”. Sus gestos me conmueven, la preocupación y la tristeza traspasan toda limitación de pensamientos.

Su mirada atenta y concentrada muestra un antes y un después del COVID-19. La Yami alegre sigue, aunque a veces la alegría es fingida. No puede permitirse traspasarles a las compañeras la angustia de su corazón. Pero aun así ella no dejó de moverse nunca, no tiene tiempo para bajar los brazos.

Alexis, de 15, Morena, de 12, Antonela, de 10, Mia, de 8, Maximiliano, de 6, Ramiro, de 4 y Alejo, de 3 años recién cumplidos, se encuentran esperándola en ese departamento donde ella nació, creció y dejó no hace mucho tiempo. Ese departamento al cual anhela volver, por lo pronto, a cobijarse junto a su madre y a Laureana, su sobrina, de 18 años, hasta su deseado regreso.

19 horas. Esquela[4]:
Laureana está con fiebre. Están esperando a la ambulancia. Estoy muy preocupada.

Llama. Se comunica con su familia al día siguiente. Sí, Laureana está mejor. Era una simple angina. Pero los minutos eran eternos. Cada hora que pasa, muero por dentro. La preocupación parecía ir más allá del fin del mundo. Y eso nadie lo sabe, solo yo percibo porque soy bastante observadora. Ve películas reproducidas por DVD, no tiene antena, todo lo que se entera del covid es por intermedio de otras compañeras, las que comentan en el pabellón. Sus gestos son de incertidumbre, expectante de saber un poco más del desastre que viene provocando el coronavirus a nivel mundial. Es casi aterrador. “Hoy llueve y no me van a venir a depositar[5]”, dice.

Susana, por Karina Ontivero
Mi compañera Susana tiene 34, es de Misiones, tiene tres hijos, una nena y dos varones. Se encuentra alojada en la Unidad Penitenciaria 46, Complejo San Martín. Está cumpliendo una condena caratulada como robo simple. Ya tiene de tiempo sufrido 10 años y 3 meses. Me pareció hacerle este reportaje a Susana ya que ella es una mujer distinta y distante. También compañera. Trabaja en una lavandería de la unidad casi todo el día, desde la mañana hasta la tarde. Siempre observo su cansancio.

Cuando llega de trabajar, casi siempre con la mejor cara, hacia delante, le pregunto cómo cambió su rutina de vida con el COVID-19. Ella me responde que cambió su rutina bastante. No tiene colegio, no tienen visitas, no puede ver a sus hijos. Preocupada por los nenes, siempre pensando en ellos, en lo que está pasando afuera. Y por nosotras que estamos en este lugar.

Le pregunto: “¿Sabés cómo se generó el COVID-19?”. “Sí”, me contesta, “proviene de China. Anteriormente sabía ya”, me contesta. Para diciembre, en China, se encontraban con el virus, mientras que acá en Argentina llegó a mediados de marzo, casi fecha 12 de marzo. Pensamos, sacamos cuentas de los tiempos. Me contesta también: “La higiene personal donde vivimos es imprescindible, también en el trabajo. Siempre ando con mucho cuidado para tener la higiene controlada, para no infectarnos”.

Susana no tiene visitas de su familia porque viven en Misiones, su madre, sus hermanos, sus seres queridos. Observo su mirada cuando hablamos de ellos y le pregunto por su familia. Me cuenta como ella llegó a Buenos Aires en busca de trabajo. Después de un tiempo sin trabajo, difícil para conseguirlo, terminó en una situación para mantener a sus hijos, con el riesgo, a pesar de todo. El padre de sus hijos nunca, desde que llegamos o desde siempre, puso voluntad a sus responsabilidades como padre.

Haciéndole estas preguntas, Susana se larga en un llanto, qué difícil, qué triste. Es ella la que sabe lo que se siente y nadie más. Cada una de nosotras lo sentimos y nos expresamos diferente, pero solamente la mirada lejana y triste refleja una inmensa tristeza y una angustia total.

Hoy Susana se encuentra alegre, creo que son días… Es según su estado de ánimo. Le pregunto: “¿Te sentís bien?”. “Sí”, me contesta, con una sonrisa. La miro, me mira y se le nota inmediatamente una expresión fuera de lo normal, como si le estuviera pasando algo bueno. Me alegro al verla así, casi feliz. A pesar de encontrarse en este lugar, en contexto de encierro, piensa positivo, me dice no todo es para siempre. Tomando unos mates, yo le pregunto cosas extrañas… “Yo también”, le digo, “Ya falta poco”. Acerca de que lo que le pasó a Susana, es parte de su experiencia de vida, y el día que ella recupere su vida habitual no va a regresar ahí bajo ningún motivo. Aprendió una lección, la cual fue muy dura y cruel. Pero también aprendió otras cosas que son valores de vida y supervivencia. Gracias a Dios estamos con vida.


[1] Tubo o tumbero se le llama al teléfono de línea que provee el SPB a las internas para que se comuniquen con sus familias. Por cierto, vale aclarar que dicho teléfono la mayoría de las veces no cuenta con la línea, formando parte más de adorno que de comunicación. Sin contar con que para utilizar este servicio es necesario contar con una tarjeta de pulsos, las llamadas tarjeta control, que son provistas por las mismas familias.
[2] Roncha es la vianda que les llega a las internas que no pueden comer la comida del comedor, les llegan frutas, verduras y huevos.
[3] Cloro es lavandina. Nos mandan solo 5 litros de lavandina para todo el pabellón.
[4] Esquela significa nota que se pasa de chapón a chapón, con las manos, para mandarnos alguna noticia, preguntarnos algo o pedirnos alguna cosa que necesitáramos.
[5] Depósito se llama cuando la familia trae a la unidad elementos de higiene y alimentos. Vienen hasta la puerta de la unidad, entregan su DNI al servicio, luego pasan por una requisa y el depósito es entregado a cada interna.