Débora Andino quería volver a ser madre. Tenía tres hijas y después de intentarlo mucho quedó embarazada. “Busqué como loca tu llegada hasta que por fin un día llegaste. Sentí esa felicidad con mezcla de miedos sin saber o sabiendo que iba a tener un embarazo con riesgos”, escribió en un posteo con la foto de la última ecografía.
Cuatro días después, en enero de 2022, dos varones fueron hasta la casa y la mataron de un disparo en la cabeza delante de sus hijas. Una de ellas, una niña de 9 años, quedó internada con asistencia respiratoria: una bala le dio en uno de los brazos. Vivían en un segundo piso de un Fonavi del oeste de Rosario. En el barrio decían que Débora había empezado a vender drogas ilegales después de que su hermano cayera preso. Tenía 31 años y estaba embarazada de seis meses.
El cuerpo de Georgina Holguín apareció en mayo al lado de un auto en llamas, en un descampado del oeste de Rosario. La habían ejecutado de ocho balazos. Acababa de cumplir 24 años y estaba embarazada de nueve meses.
El nombre de Georgina ya era conocido: era la mala madre. En septiembre de 2017 la Policía la detuvo en una plaza porque una vecina la había denunciado por intentar darle pastillas y vino a su hija. Georgina tenía 20, era víctima de violencia de género y se había quedado en la calle con la nena de un año. Estaba desesperada.
Los medios repitieron la noticia sin parar. En la Justicia la imputaron por intento de homicidio agravado por el vínculo. Georgina no paró de llorar en toda la audiencia mientras repetía que jamás le hubiese hecho daño a su hija, que no se acordaba de qué había pasado, que el vino y las pastillas eran para ella. Estuvo presa nueve meses hasta que logró el sobreseimiento gracias a un cambio de fiscal que tomó la causa con perspectiva de derechos humanos.
Estefanía y Mariela Gorosito eran hermanas y según su mamá no se separaban nunca. Tenían 25 y 28 años y un hijo chiquito cada una. El 19 de julio de 2022 se plancharon el pelo y se arreglaron para salir. Fueron a merendar a un bar del centro de Rosario, en bulevar Oroño y Salta. Al salir las subieron a un auto. Un día después las encontraron asesinadas en un basural de Cabín 9, en el Gran Rosario. Tenían 12 balazos entre las dos.
Sus muertes fueron calificadas como femicidios. “Por la violencia y la atrocidad, por la forma y lugar de descarte de sus cuerpos”, dijo en una de las audiencias el fiscal Patricio Saldutti. Hay cuatro imputados, dos varones y dos mujeres, una de ellas fue vinculada a un integrante de Los Monos.
—¿Qué miran?
Claudia Deldebbio y Virginia Ferreyra escucharon la pregunta justo antes de los tiros. Esperaban el colectivo en una esquina de la zona de los monoblocks de Parque Mercado, al sur de Rosario, cuando pasaron dos autos y dispararon contra los edificios frente a ellas. Los tiros no terminaron ahí. Los hombres de uno de los autos se dieron vuelta y apuntaron contra la parada. Eran las siete de la tarde.
Claudia y Virginia eran madre e hija. Claudia tenía 58 años, era asistente escolar y murió en el momento. Virginia tenía 32, era profesora de danzas árabes y murió a finales de septiembre después de dos meses internada. Un pibe de 16 años que tomaba una gaseosa con unos amigos en la esquina también quedó herido. Según la investigación judicial, los dos imputados por el crimen dispararon por encargo bajo la orden de tirar y matar o herir a cualquiera. La zona ya es histórica por la disputa entre bandas por el control territorial de la venta de drogas ilegales.
La enumeración podría seguir hasta llegar a 46 nombres de mujeres asesinadas en Rosario en 2022. La mayoría de los crímenes fueron en contexto de violencia urbana y muestran un dato hasta ahora inusual. Entre 2014 y 2021, el 90% de los homicidios de esa ciudad tenía un patrón: las víctimas eran varones jóvenes y pobres de entre 15 y 30 años de los barrios populares. Las mujeres asesinadas oscilaban entre el 7 y el 11%. La mayoría eran femicidios en contexto de violencia de género.
En 2022 eso cambió. Los varones jóvenes siguen siendo las principales víctimas de la violencia urbana pero las mujeres asesinadas aumentaron: representan el 25% de los 224 homicidios cometidos en Rosario entre enero y septiembre. Es decir, son una de cada cuatro víctimas de la violencia urbana: más del doble que en la última década. Los datos surgen del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe, que elabora estadísticas con información cruzada de la Policía, la Justicia y el sistema de salud.
Los crímenes se corren de la casilla tradicional de femicidio: son mujeres asesinadas en balaceras, mujeres asesinadas por formar parte del narcomenudeo, mujeres asesinadas en ataques sicarios, mujeres asesinadas por ser familiares de alguien, mujeres asesinadas por venganza, mujeres asesinadas embarazadas, mujeres asesinadas en la puerta de la casa delante de sus hijes. Son crímenes que se juzgan social y mediáticamente por los antecedentes de las víctimas, el barrio donde las matan, lo que hacían para vivir.
La explicación a estos números no es una y tampoco es definitiva. El crecimiento de la violencia urbana en Rosario empezó a ser visible hace una década con el pico de homicidios de 2013 después de la muerte del líder de Los Monos, Ariel Pájaro Cantero. Y se profundizó en los últimos años con el fracaso de las políticas de seguridad y la pandemia. Hoy Rosario tiene una tasa de homicidios que es cuatro veces más alta que la media nacional. Hay 20.5 muertes violentas por cada 100 mil habitantes cuando en el país el promedio es de 4.6. La tasa es similar a la de Río de Janeiro. Es una de las ciudades más letales del cono sur.
En todos estos años por el Ministerio de Seguridad santafesino pasaron cuadros políticos, técnicos y académicos hasta llegar a la conducción del policía Rubén Rimoldi. Es la primera vez desde la vuelta de la democracia que un integrante de la fuerza policial conduce esa cartera. Para los especialistas, la política de seguridad ha sido la misma a lo largo del tiempo.
“Si seguimos pensando los problemas en los mismos términos y ensayando las mismas respuestas, los resultados no van a ser distintos. Los momentos de aumento de la conflictividad social están asociados a cómo el Estado actúa. Las políticas punitivas llevan a una escalada de violencia. En todos estos años vemos que hay mayores condenas en la Justicia, mayor cantidad de personas presas y la tasa de homicidios sigue siendo la misma”, dice Eugenia Cozzi, doctora en Antropología especializada en derecho penal y criminología. Durante años su objeto de estudio fueron los varones jóvenes de sectores populares de Rosario y las violencias en la masculinidad.
El Ni Una Menos de 2015 generó un cambio en todos los ámbitos y el mundo del delito no quedó afuera de esas transformaciones. Tampoco el objeto de estudio de Cozzi, que hoy investiga la participación de mujeres en las tramas delictivas.
Para ella hubo dos cambios: uno en la forma de mirar a las mujeres, no solo en la investigación sino en las burocracias penales. El otro en la reconfiguración del delito. “Si bien hubo mujeres, algunas jóvenes empezaron a ocupar lugares reservados a los varones. Lo hicieron con formas tradicionales y novedosas, como pasó con la explosión de los feminismos en otros ámbitos. Hay hermanas, novias e hijas y también están las que llegan por mérito propio. Muchas veces es una participación subordinada y precaria. Otras no. Hay un intento de participar de otro modo y para lograrlo se ponen en riesgo”, dice.
Una constante que aparece en los crímenes de mujeres en Rosario es que muchas son asesinadas frente a sus hijos, en sus casas, embarazadas, mientras hacen las tareas de cuidado. Mueren niños y niñas o quedan heridos en esos ataques. La superposición de tareas permea en el mundo del delito y daña más a los sectores populares.
En 2018 la concejala peronista Norma López empezó a incluir los asesinatos de mujeres en contexto de violencia urbana en el Observatorio de Femicidios de la Corrientes, que releva tanto a nivel nacional como provincial.
En lo que va del año contaron 200 femicidios y 8 travesticidios en Argentina. En Santa Fe hubo 56, de los cuales 46 fueron en Rosario: 7 en contexto íntimo y 39 en criminalidad. Los números muestran dos cosas: un cuarto de las muertes violentas del país suceden en Santa Fe y en Rosario es más probable morir por la violencia urbana que por violencia íntima.
Las muertes de mujeres por la criminalidad las cuentan como feminicidios. “Por la responsabilidad del Estado”, explica López.
Desde su equipo notaron desde 2012 que las muertes de mujeres tenían vinculación con otras situaciones que no eran sólo de violencia íntima.
“Muchas mujeres eran asesinadas por ser testigos en causas resonantes de la economía narco o de los homicidios. También por estar estaban involucradas en las economías delictivas. Empezamos a analizar el uso de las armas de fuego y en 2017 vimos que los asesinatos de mujeres con armas de fuego superaban la media nacional. Hoy en Rosario hay más femicidios en criminalidad que íntimos”, dice López.
Para López el aumento de las mujeres asesinadas tiene varias explicaciones: “Está el incremento de la violencia pero también la feminización de la pobreza. En una crisis económica y política las mujeres somos las que recibimos el peso de la pobreza con mayor crueldad”.
López no tiene dudas de que los números que se ven hoy tiene relación con el rol de las mujeres en el cuidado, la escucha y la precarización. “Las mujeres transitamos más los espacios públicos y los territorios. En los barrios son las líderes en comedores, merenderos y bibliotecas populares. Son las que más escuchan y denuncian, tanto la violencia de género como otras violencias. En cualquier espacio comunitario hay mujeres, jóvenes y niños. Esas son las principales víctimas de la violencia hoy”.
En Rosario los índices de violencia machista son estables, los que cambiaron son los de violencia urbana, explica Gustavo González. Es secretario de Política Criminal y DDHH del Ministerio Público de la Acusación de Santa Fe y trabaja desde hace años en el análisis de los delitos en la provincia. El aumento ya lo veían en el uso de armas de fuego con más cantidad de mujeres heridas.
“La violencia altamente lesiva tiene regularidades sociales. Las víctimas son jóvenes pobres de alta vulnerabilidad social, nueve de cada diez son asesinados con arma de fuego, hay planificación previa y sicariato. Lo que cambia es la variable de género”, dice González y coincide con que hubo una entrada de las mujeres al microtráfico de drogas ilegales y lo asocia a las estrategias para sobrevivir en momentos de mayor vulnerabilidad social.
Para él, alcanza con comparar el mapa de los homicidios y los heridos con el de indicadores socioeconómicos. “Es una superposición casi perfecta. La pobreza y la violencia van de la mano. En los lugares donde aumenta la desigualdad social aumenta la letalidad homicida”.
Muchas mujeres entraron en el mercado ilegal para ocupar el lugar de varones que están presos, siempre dentro de la misma lógica de estrategia de subsistencia económica. González no considera la llegada al mundo del delito como único factor: “Las mujeres también son víctimas por una dinámica cada vez más frecuente: el salir a disparar y matar sin un destinatario directo, como las balaceras o las ráfagas. Desde hace años vemos que hay un ejercicio de la violencia más ostensible, una búsqueda de mayor visibilidad. Eso genera un cambio en los efectos de la violencia”.
Es decir, hay un aumento numérico de la violencia urbana pero también desde hace más de una década hay un cambio en la visibilidad de esa violencia. Eso se ve no sólo en las balaceras contra personas o edificios públicos sino también en los homicidios: aparecen cuerpos quemados, mutilados, expuestos. El cuerpo como una forma de dominio del otro y para dar un mensaje.
González agrega que hay una naturalización o normalización de la muerte de jóvenes en contexto de microtráfico de drogas. Como si fuesen muertes esperables. Y esa naturalización llega también a las mujeres muertas en contextos de criminalidad. “Hay mucha más visibilidad de los femicidios en contexto de violencia machista que de estos casos que parecieran inevitables. Hay que cruzar la variable de violencia de género con la violencia vinculada a las economías ilegales”, explica.
Las muertes en Rosario son sufridas y lloradas. En cualquier barrio pueden verse murales de las víctimas junto con pedidos de Justicia. Pero se convirtieron en muertes esperables, en un destino posible para pibes y pibas de los barrios populares.
A eso se suma la cuestión carcelaria. Para González es clave en el fracaso de la política de seguridad. En los últimos cuatro años la población penitenciaria en Santa Fe se triplicó. En 2018 era de 3.700 personas, hoy son 9.100. Y de nuevo: la tasa de homicidios no baja.
Las cárceles se convirtieron en un eslabón central en la gestión de los conflictos. Desde ahí se organiza la criminalidad y salen muchas de las órdenes de balaceras y homicidios.
El aumento de presos y presas tiene como trasfondo que la Justicia santafesina se volvió exitosa para atrapar a quienes ocupan lugares en las organizaciones criminales. Con el juicio a los integrantes de Los Monos, el sistema judicial encontró en la asociación ilícita una figura legal que le permite juzgar delitos de narcotráfico, que corresponden a la Justicia federal. Eso se tradujo en una suba de causas judiciales, condenas y presos. Y también en más mujeres judicializadas, condenadas y presas.
Luciana Vallarella, fiscal de la Unidad de violencia de Género del MPA, explica que desde esa oficina propusieron investigar estas muertes con perspectiva de género y ensayaron algunas explicaciones al aumento de la letalidad a partir del análisis de las distintas causas judiciales.
“No toda muerte de mujer puede llamarse femicidio, en las balaceras es distinto, pero el Estado tiene la obligación de investigar los hechos con perspectiva de género, tanto cuando son víctimas como autoras. No es una decisión de los funcionarios, es una obligación”, explica.
Entre las víctimas mujeres de la violencia urbana, Vallarella describe que están las que pertenecen a la organización criminal en los eslabones más frágiles de la cadena, como el narcomenudeo, y que son las más expuestas a la violencia. “Son desechables y reemplazables”, dice. También están las usadas como objeto de venganza de un varón hacia otro varón, ya sea por ser la pareja, la madre o la hermana de alguien.
“Vemos que en propia dinámica de la violencia hay una saña particular con el cuerpo de las mujeres, tanto por violencia sexual como en el descarte de los cuerpos. En el crimen de las hermanas Gorosito eso se ve claramente. Hay una forma de confirmar el poderío masculino”, dice la fiscal y apunta también a la pandemia y a una retirada del Estado del territorio: “Todavía no fue recuperado ese espacio. Antes había políticas públicas de coordinación e intervención de distintos niveles del Estado que tenían incidencia en los territorios. Nosotros participábamos desde la Justicia y después entraba género, vivienda, desarrollo social. El Estado no llegaba a los barrios solo con allanamientos o con la policía. Y habían bajado los heridos de arma de fuego. La gente aportaba más datos, confiaba más. Esas intervenciones desaparecieron con la pandemia pero también con el cambio de gestión. Cuando el Estado se retira ganan otros actores”, opina.
El factor pandemia es señalado también por Cozzi. Y agrega los años de macrismo por la profundización de la pobreza y las desigualdades sociales. “Hubo un repliegue de la presencialidad del Estado en los barrios populares. Se mantuvieron las fuerzas de seguridad y eso generó una cuestión muy complicada. Hay que pensar cómo se recupera el espacio público. No se trata sólo de política de seguridad”.
El 3 de octubre a la noche, Ermelinda Zalazar atendía el almacén donde trabajó la mitad de su vida en el barrio La Granada, al sur de Rosario. Dos hombres llegaron en auto, uno se bajó y la mató de varios disparos. Tenía 64 años. Era la abuela de Dylan Capocha Baldón, un joven que una semana antes había sido imputado por integrar una banda liderada por Uriel Cantero, el hijo de 18 años del Pájaro Cantero.