“Tu madre habla. Sería mejor decir que toma la palabra, el lenguaje que aún vive”
Testo yonqui, Beatriz Preciado
“¿Qué desea en lo que deseo? ¿Desea el capital o las compulsiones a la reproducción social, o solo llamamos deseo a lo que niega ese orden?”
Quipu, María Pía López
Cuando se aborda el tema de la subrogación de vientres, o cuando se deriva en él sin intención, comienzan a asomar problemas en el lenguaje. Incluso sin reparar o detenernos en ello, trabalenguas, jeringozas y contorsiones
sintagmáticas se pronuncian para designar aquello a lo que la historia, en principio, no le concedió un nombre. Así, por ejemplo, empezamos a distinguir entre embarazadas y gestantes, a adjetivar a madres y padres como “familia de intención”; a incorporar términos contractuales y especificidades científicas; a balbucear tarifarios y conversiones entre monedas, a esquivar el verbo “comprar” cuando tampoco encaja el verbo “tener”. Pero, sobre todo, y tal vez antes que nada, el tropiezo más grande es cuando nos encontramos de frente a la palabra “madre”.
Casi de un momento a otro, como provocado en lo que dura un vahído imprevisto, la madre abandonó su carácter unívoco —el latino mater semper certa est, fundamento del derecho romano— para convertirse en un término de doble filo. Doble, sí, porque madre ya no hay una sola, ni siquiera cuando nos atenemos al proceso biológico de la maternidad; múltiple, también, si luego se suman las dimensiones sociales de las crianzas. Así, hablar hoy sobre la madre es asomarse no a una certeza sino a una disputa salomónica, en cuyo centro hay nada más y nada menos que una vida, llamada bebé, hijo o hija según corresponda, según quien enuncie.
Si bien las técnicas de reproducción asistida todavía no han podido suplantar el vientre de las mujeres por algún artificio —aunque desde hace años lo intentan con animales de granja, a través de la práctica transhumanista conocida como ectogénesis—, sí se han aliado con la naturaleza para transformar la maternidad u orillarla hacia un proceso productivo. Gestación, gestión: una raíz común arrimada por el vil comercio. Del mismo modo que concepción, embarazo y parto ya no conforman parte de una misma secuencia, ni compete ya a los mismos actores, hay una lengua que la ciencia forjó y una ética que quebró o a la que, al menos, desdibujó los límites a lo impensado. Estos avances, que se fundan en convivencia y cooperación entre mujer y máquina, al mismo tiempo, dejan la puerta entornada una oportunidad latente: la de un feminismo dispuesto a discutir con el mercado.
La subrogación de vientres entrampa al lenguaje al punto de la encrucijada y deriva en categorías nuevas de pensamiento. Precisamos, para poder hablar de ella, menos un proceso de aprendizaje que de desaprendizaje que cabe también a las consignas instaladas masiva y popularmente en la lucha por los derechos de las mujeres, en especial aquellas que funcionaron para motorizar y llevar adelante la ley de IVE. Con los acopios emotivos todavía frescos, con la experiencia que significó para la sociedad (sin distinción de posicionamiento), la revisión es del orden de lo inevitable si lo que se quiere es indagar y poner cotas a la industria del alquiler de mujeres —y digo “mujeres” porque alquilar un vientre es, en efecto y como mínimo, una premisa incompleta. Si el vientre es ajeno, que al menos la lengua sea propia.
Las nociones sobre la propiedad de nuestros cuerpos, la libre elección y la igualdad colapsaron primero durante la pandemia, cuando los cuidados individuales —primero el barbijo, luego la vacunación— eran imprescindibles para su redundancia a nivel social. Hoy, frente a los embates de una derecha que no pide permiso y se consolida a nivel global, frente a los tentáculos del despotismo neoliberal, las mismas nociones —y sus respectivas síntesis— colapsan ante una realidad cada vez más cruel, desigual y con menos oportunidades. Se vuelven en contra, se alzan como ilusiones de una sociedad que se hostiliza a sí misma, en derivas no ya de ricos contra pobres o de hombres contra mujeres, sino mediante enfrentamientos intestinos de género y de clase. Y el arribo de la industria de la subrogación a la región, donde las regulaciones jurídicas son reemplazadas por artilugios comerciales privados, demanda una discusión sobre las posiciones liberales que dieron buenos resultados en otros contextos. ¿Mi cuerpo, tu bendición? ¿La maternidad será comercializada o no será? ¿Subrogación legal ya? Nuevas pancartas para nuevos desafíos. Una lengua actualizada para un conflicto añejo: el de los vientres del mundo en pugna. Igual que en los tiempos bíblicos pero en el albor del siglo XXI.
Es sabido: el capital no es sólo una maquinaria que crea su propia demanda. Para tener éxito, también artificia sus propias narrativas, con habilidades que tienen que ver más con imaginarios de ficción que con tecnicismos o la letra chica procedimental, la que explica el cómo. Las clínicas y agencias especializadas en subrogación se erigen como instituciones santo seculares, uno de los espacios donde la ideología mejor se camufla en el marketing. En esos consultorios, en esos pasillos, sobre esas camillas, dentro de esos laboratorios y salas de parto, es donde se cumple un deseo, donde se hace un bien, donde se dirime (¡al fin!) la constitución de una familia. La lengua de elección es la moral, una vieja astucia que ahuyenta cualquier indagación crítica —como lo prefirieron, por ejemplo, las alas duras de las iglesias cuando se discutió el aborto— y previene su discusión. Son muchos los mercados que se consolidan en base al chantaje, haría falta una vida para nombrar uno a uno.
No es casual la estética rosa celeste en el diseño gráfico de las ofertas, no es casual la elección de nombres para las marquesinas virtuales de sus negocios ni el trato cándido de sus agentes de ventas, políglotas y siempre bien predispuestas. Mucho menos casual es que se utilicen las gestaciones altruistas como casos exitosos y de ejemplaridad, acaso el mascarón de proa para convencer al liberal o al distraído de que se trata de lo mismo cuando el arreglo se traslada al terreno transaccional. La política es clara: desplazar la atención del fin a los medios y convencer de que lo que compran los clientes no es un bebé sino bondad.
Las candidatas a gestantes son adultas, capaces de tomar sus propias decisiones, y no es cuestión de victimizarlas o fiscalizar lo que hagan con su cuerpo. Pero sí de reconocer que quienes ven una oportunidad ¿laboral? en la subrogación comercial acudan a ella a falta de oportunidades o alternativas. Ver la fisura donde los dueños del circo pretenden hacer ilusionismo implica advertir (y asumir) que los márgenes de decisión y motivaciones en casos solidarios y mercantiles no son propicios para practicar una apología de la igualdad. Son instancias que no semejan. Si lo hicieran, para empezar, una industria que en la actualidad se valúa en billones de dólares y conforma el 98% de las subrogaciones a nivel mundial no existiría. Moraliza, moraliza, que algo quedará.
Al mercado le conviene, entonces, que no vayamos contra la narrativa que logró imponer. Le conviene, entonces, que compremos su versión de maternidades indolentes, santificadas y sacrificadas, el cuento laureado, mientras detrás de la cortina ocurre lo que nadie quiere pronunciar ni en lo que nadie quiere pensar a quien nadie quiere recordar. Le conviene, también, que el asunto se dirima en los términos del uno-contra-uno que propone su ideología matriz: en un enfrentamiento entre pares que evite, a cualquier costo, el cuestionamiento de la abyección inherente al sistema. Mientras produce, la usina de bebés silencia y reina. Como mucho, se despeina con las voces que hizo alzar la española Ana Obregón, la indignación que importamos como un perfume o un iPhone fingiendo que en el país no existen precedentes similares o que nuestra región no tiene las características de fertilidad que precisa el mercado reproductivo de bajo costo. La metáfora aparece sola en una América Latina atomizada y empobrecida. También desregulada.
Los discursos que rompan los maniqueísmos son lo únicos que pueden desafiar la voracidad del sistema. Los que desconfíen de la garantía de libertad que supone la libre elección. Los que se repongan a la lógica de buenos versus malos, de víctimas y victimarios. Los que sepan discernir entre deseo y derecho, entre un acto de amor y una decisión desesperada, apurada por las condiciones de vida o el hambre de los propios. Los que admitan que no hay ideal sin el trasfondo de los malos escenarios.