25 años de la Guerra del Agua: la memoria de una rebelión popular

A 25 años​ de la rebelión popular​ que cambió el rumbo de la historia en Bolivia y se volvió emblema global contra la privatización de la vida​, un ejercicio de memoria y un repaso por los desafíos de ​un país marcado por la lucha en defensa del agua.

Fotos: Aldo Cardoso y Tom Kruse

Por las venas de Cochabamba no sólo corre agua. Corre también la memoria de una rebelión popular que, hace 25 años, cambió el rumbo de la historia en Bolivia y se volvió emblema global contra la privatización de la vida.

Fue en el año 2000 cuando la ciudad entera se levantó para defender su agua —y mucho más que eso— frente a un intento brutal de privatización impulsado por el gobierno boliviano, entonces presidido por Hugo Banzer, y respaldado por el Banco Mundial. El conflicto se inició cuando el Estado nacional firmó un contrato con el consorcio Aguas del Tunari, vinculado a la multinacional Bechtel Corporation, de origen esta. El acuerdo entregaba el control total del agua de Cochabamba: desde el suministro urbano hasta los pozos comunitarios autogestionados. En cuestión de semanas, las tarifas aumentaron hasta un 300%.

La reacción fue espontánea, plural y profundamente organizada desde abajo. Campesinos y campesinas, trabajadores y trabajadoras, estudiantes, vecinas y vecinos de barrios populares se articularon en torno a la Coordinadora de Defensa del Agua y de la Vida. Las calles se convirtieron en trincheras comunitarias y también en espacios de encuentro.

En los mercados, las mujeres —las mamitas— tejieron una red de resistencia imprescindible. Organizaron ollas comunes, prepararon alimentos para las barricadas y pusieron el cuerpo en la primera línea. Entre las muchas historias que persisten en la memoria colectiva de Cochabamba, una se repite con orgullo: cuando algunos varones pedían a las mujeres que no participaran en las protestas, fueron precisamente ellas quienes, lejos de retirarse, tomaron la iniciativa y comenzaron a preparar molotovs con lokoto para intensificar su efecto irritante. Desobedecieron, resistieron y cuidaron al mismo tiempo. Defendían el agua, sí, pero también la vida cotidiana, el derecho a alimentar, a cuidar, a sostener la dignidad en medio del conflicto.

La participación de las mujeres no fue accesoria ni secundaria: fue estratégica, política, profundamente ligada a su rol como cuidadoras de la comunidad, pero también como protagonistas activas de decisión, organización y confrontación. En la resistencia de las mamitas se tejió una forma de hacer política desde el cuidado y el coraje, desde el cuerpo y la palabra, desde la calle y la olla.

“La Guerra del Agua fue un levantamiento social muy importante en nuestro país”, recuerda Juan Carlos Alarcón Reyes, secretario técnico de la Plataforma Boliviana Frente al Cambio Climático (PBFCC). “Representa la lucha por el derecho al acceso al agua y contra las políticas neoliberales impuestas por el Banco Mundial”, resalta.

La represión fue dura. Víctor Hugo Daza, un joven de 17 años, fue asesinado por un francotirador del ejército. Pero la movilización no se detuvo. Al contrario: creció, se fortaleció, construyó formas propias de gestión, cuidado y resistencia. “El principal elemento de significación que surge de la Guerra del Agua es considerar al agua como un bien común”, asegura Juan Carlos. Por ese motivo, este acontecimiento histórico se convirtió “en un símbolo global de resistencia que inspiró movimientos en América Latina”.

Aunque, como advierte, “la política neoliberal ya no tiene la fuerza de los años 80 y 90, la amenaza de la privatización no está cerrada”. La mercantilización del agua, hoy con otros ropajes, sigue presente en proyectos e intereses que priorizan el lucro sobre la vida.

El 10 de abril de 2000, el gobierno anuló el contrato con Aguas del Tunari. Fue una victoria del pueblo organizado, sin bandera partidaria ni liderazgos tradicionales. Fue una victoria ética y política. “Un aprendizaje clave que sigue vigente es que el agua no puede ser mercantilizada. No es un recurso más, es un sujeto de derechos”, señala Alarcón Reyes. “La Guerra del Agua también permitió identificar las fallas del modelo neoliberal y recuperar la fuerza de la acción colectiva”, aseguró.

Crisis climática, extractivismo y presente: las nuevas guerras del agua

A 25 años de aquella gesta, la lucha por el agua en Bolivia no ha terminado. Cambiaron los gobiernos, se modificaron las constituciones, pero los conflictos se transformaron, no desaparecieron. Hoy, la crisis climática, el avance del extractivismo y el debilitamiento de las autonomías comunitarias colocan al país frente a nuevas guerras del agua. En ese contexto, la organización del pueblo cochabambino en defensa del agua tiene mucho para enseñar.

“En muchos territorios donde trabajamos, pese a que existen garantías legales, las formas comunitarias de gestión del agua siguen sin consolidarse”, advierte Alarcón Reyes. “Las autonomías indígenas no logran definir políticas propias de manejo hídrico, y los planes territoriales no reciben apoyo estatal”, denuncia el referente.

Aunque Bolivia cuenta con un marco legal progresista que reconoce el agua como derecho humano y prohíbe su privatización, “esa letra no se traduce en agua limpia, segura y accesible en los territorios”. Para Alarcón, “hay una de las mejores normativas del continente, pero también una de las peores condiciones materiales. Falta infraestructura básica, hay contaminación, desigualdad en el acceso y falta de voluntad política”.

Ese contraste entre la ley y la vida se agrava ante un colapso ambiental que ya no puede ocultarse. Según el Instituto de Investigaciones Socio-Económicas (IISEC), Bolivia es el tercer país con mayor pérdida forestal del mundo. Desde noviembre de 2024, ha sufrido las lluvias más intensas en cuatro décadas: 81 municipios en desastre, más de 859.000 familias afectadas, casi 70 fallecidos y desaparecidos. A esto se suma la deforestación de 696.000 hectáreas, incluidas 490.000 de bosque primario.

“La sequía en regiones como la Chiquitania y el Pantanal deja a comunidades enteras sin ríos, pozos ni puquios. A esto se suman los incendios forestales, que contaminan o directamente secan las fuentes. Existe un conflicto entre quienes quieren conservar el agua para la vida y quienes la quieren para el lucro”, subraya Alarcón.

Desde la Plataforma denuncian que tanto gobiernos neoliberales como progresistas insisten en un modelo de desarrollo que convierte la naturaleza en mercancía. “El apego desarrollista del Estado boliviano sigue insistiendo en un modelo de crecimiento económico basado en minería, hidrocarburos y agroindustria. Ya sabemos lo que eso implica para los territorios y las fuentes hídricas”.

En este contexto, Alarcón subraya que “la gobernanza territorial está debilitada. Las autonomías indígenas siguen amarradas a un modelo municipal, sin posibilidad real de ejercer autogobierno sobre el agua”.

Sin embargo, también existen experiencias que muestran otro camino: “Comunidades como Río Chico en Chuquisaca, o municipios como Palos Blancos y Alto Beni, se han declarado libres de minería y territorios agroecológicos. Son ejemplos vivos de autogestión hídrica y defensa territorial”.

La PBFCC impulsa un anteproyecto de ley del agua que actualice la normativa de 1906 y reconozca al agua como bien común. También trabajan en una ley sobre bosques y sistemas de vida que frene la deforestación y los incendios: “El agua es un elemento multidimensional. Está ligada a la salud, la alimentación, la economía, la espiritualidad, no puede seguir siendo tratada como mercancía”.

A su vez, promueven respuestas territoriales: “Apoyamos economías comunitarias que son amigables con el agua, como la producción de asaí, aceites esenciales o sistemas agroforestales. Fortalecemos redes de mujeres indígenas que defienden el agua desafiando roles patriarcales y conectando cuidado, territorio y vida”.

En ese horizonte, también habita la memoria: “Hay jóvenes que heredan esa historia como identidad política. La transmiten en festivales, en museos del agua, en TikTok o Instagram”. Es así que para Alarcón las narrativas se amplían: “el agua ahora se relaciona con biodiversidad, alimentación, justicia climática”. Pero también advierte con preocupación la profundización de aquellos “procesos de individualización que debilitan la acción colectiva”.

Desde la Plataforma, la defensa del agua se entiende también como defensa de la vida en su dimensión cultural y espiritual. “Hay pueblos indígenas que tienen una relación profunda con el agua, que la ven como parte de su cosmovisión. La defienden no sólo como recurso, sino como ser vivo, como derecho, como fuente de vida colectiva”.

Frente al colapso ecológico, la apuesta se mantiene firme: “Trabajamos con comités de agua, impulsamos la consulta previa, promovemos la educación ambiental y la alfabetización climática. Nuestro desafío es frenar la crisis hídrica y climática, denunciar los megaproyectos contaminantes y construir alternativas desde una justicia hídrica y territorial”.

A 25 años, Cochabamba no sólo recuerda. Cochabamba enseña. La Guerra del Agua dejó un legado de dignidad, comunidad y poder popular que sigue vigente en cada río defendido, en cada cuenca cuidada, en cada mujer que protegió —y sigue protegiendo— el agua como fuente de vida. El agua, como entonces, sigue siendo el hilo que une la memoria con el futuro.