Fotos: Sol Avena
Siempre, por ahora, es posible visibilizar odios invisibles o aceptables por el sentido común —agresiones cotidianas, desconocimientos, ataques a tipos de ser, identificables por género, clase, etnia, etc. Y edad. El libro Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo, del francés Didier Eribon, expone, entre otros temas, el problema de la vejez de su mamá. Es decir, la experiencia de ser vieja, la necesidad de cuidados y atenciones específicas, las relaciones de afecto y poder que establece con su familia, profesionales y otras personas alrededor, sobre todo a partir del proceso de su ingreso a un hogar de ancianos.
Las vejeces, si las agrupamos así, conviven con una especie de regla generalizada de socialización (por lo menos en la Francia occidental, geografía donde se sitúa el texto de Eribon, y en las zonas más visibles de Argentina, y seguramente en muchos lugares del país, de Occidente y del mundo) de contar con una posición menos legitimada en opiniones cotidianas, pronunciamientos políticos y decisiones prácticas. Una imagen paradigmática y cercana fue la presencia de muches viejes en las marchas universitarias, en una proporción más grande que la de jóvenes en las marchas en defensa del aumento a las jubilaciones. Sobre esa condición como “de segunda”, una participante de una de las asambleas en el hospital Laura Bonaparte, contra el cierre anunciado por el gobierno, decía: “Soy lo más casta que hay, para Milei, jubilada, pobre y loca”.
Estas movilizaciones que se producen en una confrontación concreta, frente a amenazas de parte del gobierno actual, hacen emerger problemáticas más estructurales, que el texto de Eribon se ocupa, en parte, de pensar. Se trata del poder de decisión, las condiciones de vida, las posibilidades y limitaciones respecto de las actividades, las relaciones, los deseos de los sujetos que viven con un especial tratamiento de salud, cuidados, por vejez, por procesos psiquiátricos, por internaciones médicas.
Una lógica representativa de estos procesos aparece en la decisión, discutida entre Didier Eribon y sus hermanos pero finalmente tomada por los tres, de que su mamá viva en un hogar de ancianos. No es la voluntad de ella, que prefiere su departamento. Sin embargo, sus argumentos no son tan fuertes desde un punto de vista objetivo, el de los parámetros más aceptados. Sus caídas son cada vez más frecuentes. Necesita un tipo de atención constante que los hijos no pueden dar (trabajan, viven en otras ciudades, tienen su tiempo dedicado a otras relaciones).
Aunque esa mudanza o internación no parezca una obligación y se presente como una propuesta considerada y afectuosa, las posibilidades de decidir son prácticamente nulas para la madre. Este ejemplo sería el extremo que da cuenta de cómo, en muchas otras situaciones, vidas como esta son tratadas con un diferencial respecto de otras vidas. Vidas que precisan cuidados, más trabajo, que parecen prometer menos y demandar más.
Vayamos a un caso concreto de nuestro país que se articula a esta problemática. Entre los trabajos de cuidado cuya demanda crece hoy en Argentina, pero desde hace años, —además de los cuidadores específicos para ancianes—, en el campo de la salud mental, está el acompañamiento terapéutico, una práctica con cincuenta años de experiencia. Teniendo en cuenta su relevancia para ofrecer, a las personas usuarias de salud mental, “estrategias para favorecer su inserción social, su autonomía personal, evitar internaciones innecesarias y/o reducir los períodos de las mismas, en caso de ser requeridas”, sería razonable pensar que le correspondería una mayor jerarquía social y laboral. Su regulación está en proceso y la provincia de Buenos Aires, como acostumbra en los últimos años respecto del campo de la salud mental en general, hace sus avances.
Muchxs conocemos de cerca la importancia decisiva del acompañamiento terapéutico en las vidas de las personas usuarias de salud mental, psiquiatrizadas, medicalizadas, a veces cerca de la internación y a veces en especies de manicomios domiciliarios, marginalidades en casa —si es que tienen la posibilidad de acceder a un hogar. Pero damos por hecho que todavía es un trabajo o una función terapéutica menor, más cerca de otras funciones no tan terapéuticas, de la asistencia práctica. Y esto también es parte de una discusión mayor que puede darse sobre los sueldos de docentes, empleadas domésticas o mecánicos, en las partes bajas de la escala salarial.
El acompañamiento terapéutico, en su intervención cotidiana, ofreciendo una alternativa a la lógica manicomial, con potencial de acción en diferentes dimensiones de la vida concreta, resalta que estas vidas de personas, que, por ejemplo, no trabajan, o no entienden ironías, o no pueden seguir el ritmo que los demás pretenden en una conversación, o expresan enojos inesperables, sea cual sea el caso, merecen ser vividas, en el sentido conceptualizado por Judith Butler.
Esto vuelve al texto de Eribon, por las lógicas que se naturalizan en nuestras sociedades respecto de las vejeces. En el ámbito del acompañamiento terapéutico, es común el trabajo con viejes y crece, en un país que empieza un movimiento demográfico de envejecimiento, la demanda de cuidadores y acompañantes. Pero además, esos dispositivos, al momento de su justificación clínica y/o institucional —en momentos de ajuste presupuestario con efectos en sectores estatales y privados (sobre todo cuando los privados tercerizan, “monotributean”, desregulando de hecho el trabajo)—, plantean un problema que jaquea la lógica hegemónica de la salud y la cura. Subyace, hasta en jóvenes y humildes trabajadores precarizades del universo de la salud y el cuidado (por contar con pocas herramientas para pensar de otra forma), la idea o mandato de que un trabajo en salud interviene y mejora, cura y produce un resultado efectivo que aumenta la funcionalidad de la persona.
Para que una obra social sostenga un tratamiento ambulatorio de cuidado, se analizan los logros, las mejoras que une cuidadore o acompañante produjo sobre sobre el caso. Pero esta lógica de los logros muchas veces supone una progresión que no está pensada especialmente para la vida en la vejez y según sus demandas y características.
Eribon en su ensayo pone en cuestión, con rigurosidad y con un balanceo entre la distancia, el afecto, en una sociología del yo (la conceptualización de problemas sociológicas a partir de experiencias singulares del investigador), la politicidad de las voces de las vejeces. “¿Qué es una declaración política que permanece reducida a la esfera privada, que no puede acceder a la esfera pública?”, se pregunta, ante las quejas de su madre frente al sistema de cuidados que la moldea, quejas de carácter político pero con alcance limitado. Es decir, la politicidad de esas quejas es amortiguada cotidianamente por nuestras costumbres, posibilidades, imposibilidades y equilibrios de intereses afectivos, sociales, económicos.
El libro piensa la vejez y la muerte. No termina de responder por qué él y sus hermanos actúan así con la muerte de la madre. Pero sin decirlo plantea el problema sobre a qué otras formas de tratarla podemos recurrir, y dónde están nuestras limitaciones o las de cada familia o cada cultura. ¿Nos urge admitir que también hay vejeces activas, creativas, sacudir los estereotipos también en términos etarios? ¿En términos de Ana Fascioli, “para el paciente que llega lúcido al final de la vida [que no siempre es viejx], es un tiempo de ‘dejar legado’, de ‘trascender en las cosas y las personas’ y de recibir reconocimiento por el legado que deja”? ¿Las personas viejas, de las que siempre alguien se ocupa, están destinadas, como plantea Eribon, a “ser siempre una especie de categoría-objeto cuya identidad, cuya imagen, cuya representación provienen del exterior y no del interior”?
Los rasgos duros y generosos del texto de Eribon, en parte, se fundan en que el texto está situado con claridad en los efectos estructurales de aparatos sociales masivos, consigue dialectizar lo general con lo particular, trabajar los problemas sociales en cada vida concreta y contribuir a pensar los problemas sociales a partir de esas biografías.
¿Pero qué hacer después de esto? Los argumentos más a la mano para pensar los cuidados en la vejez y sus placeres, decisiones, formas de experiencia y de habla son limitados, siguen chocando. Poblaciones en el mundo, incluyendo a nuestro país, se componen cada vez más de viejes, lo cual pone en cuestión los esquemas que componen los sistemas previsionales. De ahí las formas torpes y crueles de intervenir sobre esos sistemas de parte de gobiernos como los alineados con la internacional reaccionaria de la que participan nuestras autoridades nacionales, y sus respuestas, o su relación con las migraciones.
Para terminar con un terreno distinto, las voces del viejo Charly García en su último disco, La lógica del escorpión, fueron inmediatamente rechazadas en algunos comentarios. Pero estas críticas no avanzan de juzgar el timbre de la voz según ciertos parámetros naturalizados. Lo viejo no es argumento suficiente para bueno o malo. En las formas generalizadas de evaluar y encuadrar los trabajos de cuidado, o en el estúpido y hueco insulto “viejo meado”, parecemos quedarnos lejos de algo que está cambiando con las vejeces, lejos de una lógica urgente y diferente a la que estamos acostumbrades.