Sarlo, mujer argentina

Tras la muerte de Beatriz Sarlo, escritora, pensadora, ensayista, se habló de la última muerte del siglo XX, del fin del pensamiento argentino, del adiós a una época. Todo vale, incluso las anécdotas personales. Porque cuando una grande se va sacude la vida de quienes la leyeron o la cruzaron en algún bar. Una despedida afectuosa para una mujer grabada a fuego en nuestra historia. 

Ha sido abrumadora la catarata de despedidas a Beatriz Sarlo. Nos salen al encuentro a través de posteos en todas y cada una de las redes sociales; infinidad de cartas virtuales, algunas -ojalá- manuscritas y secretas, destinadas a ser escondidas entre las páginas de uno de sus libros; cientos de selfies que la incluyen casi como un trofeo nutriendo este registro actual de no ceder un ápice de relevancia yoica ante la magnitud incontrastable del otrx; comunicados institucionales, anécdotas; perlas de su historia hasta ahora salvaguardadas por intimidades compartidas que hoy, por la muerte, son rescatadas del olvido. Porque la muerte hace muchas cosas. Pero también produce esa paradoja: nos revive. 

Sarlo organizó la llamada “universidad de las catacumbas” en tiempos de la feroz dictadura cívico-militar; grupos de lectura, estudio y resistencia en los que generosamente entregaba las llaves de las puertas al formalismo ruso, al estructuralismo, a la teoría literaria que rugía de efervescencia en tierras lejanas y que clamaba para sí un abordaje situado en el sur, una recepción de lectura sin límites que iba a entramarse en la historia de nuestra teoría literaria y crítica cultural para siempre. “Éramos criollistas”, dijo de ella y de Horacio González en el texto de despedida que le dedicó, uno de los más bellos de la historia intelectual argentina.

Sarlo se sentaba arriba del escritorio para dar clases en plena década del ‘80. “Me igualaba con los estudiantes”, decía. En ese entonces, la primavera democrática abría universos de sentido fascinantes de los que ella fue indiscutible anfitriona, pero también donde los elementos de sacralización de la autoridad intelectual eran aún más rígidos. Beatriz escribió textos sin los cuales no podría pensarse la literatura y la cultura argentinas sin bordear el camino sinuoso de la deshonestidad intelectual, de una comprensión incompleta de su trabajo como docente formadora de generaciones enteras que, leyendo desde sus ojos a pensadores franceses y norteamericanos, se sumergían en Arlt, Borges, Cortázar, Walsh, las Ocampo con una pasión enriquecida y virtuosamente contaminada. Beatriz nos construyó, en un acto de justicia memorable, a Juan José Saer. 

Sarlo organizó la llamada “universidad de las catacumbas” en tiempos de la feroz dictadura cívico-militar.

Beatriz participó con su foto en la edición número 23 de la revista Tres Puntos del año 1997, cuya tapa llevaba como título “Yo aborté”. Se expuso con valentía junto a otras mujeres de entornos diversos para extraer el tema de la interrupción voluntaria del embarazo del ámbito privado, de su clandestinidad y silencio, y exponerlo como una cuestión de salud pública con perspectiva de género. Beatriz dijo que ella no se sintió discriminada en las esferas intelectuales y culturales por su condición de mujer. Pero se encargó de enfatizar que fue varias veces la primera mujer en llegar a ciertos lugares. Muchas veces, las pioneras reniegan de la fortaleza silenciosa que exige ser punta de lanza en la historia quizás porque, en su caso, siempre habitó una piel gruesa a prueba de desagravios y desprecios, lejos de la pulsión de caerle en gracia a sus pares varones o construir una retórica que la exonere de conflictos varios a fuerza de amabilidad. Disputó toda su vida la característica de la candidez atribuida históricamente a las mujeres; más bien fue desarrollando un arco de registros que podían viajar del territorio de la ironía hacia el de una hostilidad certera, haciendo de las pocas pulgas un valor personal.   

Sarlo fue antiperonista. Por historia familiar, por sus ámbitos de militancia, por sus pases de magia borgeanos que la dejaron parada del otro lado profundizando especialmente su posición en los años kirchneristas. Aún así, escribió un libro notable sobre Néstor y reconoció a regañadientes la potencia histórica y política de Cristina. Incluso como mujer, casi como en un juego de espejos argentinos, aunque no lo dijera. Siempre defendió la educación pública con convicción y compromiso, la necesidad de la presencia del Estado como ordenador de la vida y promotor de la cultura, la pluralidad necesaria en la conversación pública, y el respeto por el adversario; el respeto por los antagonismos como motores del pensamiento colectivo. 

Beatriz participó con su foto del N° 23 de la revista Tres Puntos del año 1997, cuya tapa llevaba como título “Yo aborté”.

Sarlo nos dejó la premisa de que para debatir, discutir, antagonizar, hay que leer, poder argumentar las posiciones y reconocer lo que tiene de valioso aquello que nos presenta el adversario. Una suerte de principio de caridad filosófico condimentando, eso sí, con pocas pulgas pero de esas pulgas saltarinas que parecen estar pasándola muy bien en el parque de diversiones que es la discusión por el verdadero sentido de las cosas. Esto lo hemos visto en una de sus últimas entrevistas por stream; se pelea con la oscuridad infecta de la posverdad y hace un llamamiento gráficamente sarleano a no huir de las discusiones porque sin ellas deja de existir un horizonte posible de construcción de acuerdos. Es posible que por esta causa no hubiera representantes del Ministerio de Cultura de la Nación ni de la Ciudad de Buenos Aires en su velorio. Hay pocas cosas más reñidas con el existenciario libertario que todo lo que representaba Beatriz Sarlo. 

La presente despedida se suma a la catarata. Es inevitable y es de justicia porque la gratitud es de las virtudes más bellas que podemos aspirar a encarnar. Es también un panegírico porque Beatriz fue una figura pública que queda grabada a fuego en nuestra historia, pero a su vez es una elegía en todo lo que guarda de tristeza por su pérdida, y de nostalgia por un tiempo en el que tener adversarios exultantes de dignidad y honestidad expandía nuestros mundos en vez de apocarlos. Entonces esta despedida, ¿sería una panegía? No creo que a Beatriz le gustara mucho el neologismo. O quizás sí. Porque amó la palabra y, más profundamente, la palabra argentina.