Érase una vez la furia travesti. Un tiempo sin dragas, sin ballroom, sin tantas forzadas intersecciones. Érase un tiempo donde las travas gastaban los tacos en la calle, subiendo y bajando de los coches, reventando las comisarías, huyendo de los quilombos como guerrilleras del sexo. Un tiempo de cachetazo limpio, de ubicar a las atrevidas, de heredarles la historia a las pendejas a fuerza de cobrarles plaza. Un tiempo de petes en el parque, de sexo a las apuradas, de desbocada ebriedad y cocaína. Un tiempo de hoteles tomados, de calles cortadas, de bombas molotov que quemaban una legislatura. Hubo un tiempo donde las travas no le obedecían a nadie, sólo al hambre que les comía el estómago.
Hoy esa furia queda bonita en la pantalla. Sirve para llenar las páginas de una novela que todos los aliados cis van a comprar para decorar sus mesitas de café. Alimentan la narrativa de quienes se sienten under dentro del under. Se representa como una evocación nostálgica de los indisciplinados tiempos que sirvieron para germinar este presente. Ahora, las que ocupan siempre la palabra, nos cuentan entre lágrimas sobre la shoá travesti y nos invitan a hincar las rodillas frente al muro para golpearnos los pechos. Aquella furia se travistió en victimismo y perdió toda su gracia, su deformidad, su indisciplina, su incorrección. Aquella furia es sólo un slogan para vender remeras, un cliché al final de un comunicado donde educadamente le demandamos al Estado nuestros derechos.
Aquella noche, cuando Lohana Berkins subió al escenario de la plaza tras la aprobación de la Ley de Identidad de Género, dijo que el día de la furia travesti estaba llegando. “No saben lo que se les viene”, amenazó. Pero lejos de que la ley trajera una nueva oleada de despelote, se produjo un escenario de virtual reconocimiento que se fue comiendo la potencia contestaria del travestismo. De pronto, las estadísticas empezaron a reflejar que la mayoría se reconocía como mujer trans y que el discurso del abolicionismo impulsaba a las compañeras a dejar de vender el culo al cliente para vendérselo al capitalismo o al Estado. Las políticas sociales empezaron a ordenarse detrás de lo trans y las trans, detrás de las políticas sociales.
Si antes el cuerpo se inyectaba de silicona para seducir al chongo, ahora se inflama de hormonas para encajar en la transnormatividad y en los estándares con los que el Estado imagina lo trans. Poco a poco, aquella desbordante impaciencia, aquella desbocada grosería y la fiebre hambrienta que alimentaba a la furia travesti se fue haciendo blanca, domesticada, performática, educadita y peinada. De punta en blanco, vestida para el ministerio y la escuela.
Hace algunos años que noto en diferentes contextos que las chicas trans más jóvenes que yo se quedan en el molde. Por ejemplo, cuando voy al hospital y la atención se suspende, hay demoras o no hay medicamentos. Cuando el médico sale y dice su prepotente no, las pibitas se levantan calladas y se van a sus casas. A veces ni siquiera sacan la cara de sus teléfonos y sólo se levantan y se van sin protestar. Una vez un médico no quería darme mis medicamentos por una cuestión absolutamente burocrática. Yo discutí con él en la puerta del consultorio y cuando tuve oportunidad me metí, me senté y le aclaré que de ahí me podía sacar sólo de dos maneras: dándome mis pastillas (que son mi derecho por ley) o llamando a la seguridad para que me saque a la fuerza. Cuando salí del consultorio con mis pastillas en la mano todavía me alcanzó el coraje para gritar en la sala de espera: “Chicas, pastillas hay y sí no quieren dárselas tienen que quejarse”. Una semanas después me encontré en un evento con una de esas pendejitas que siempre estaban calladas y me reconoció que, después de esa escena, el médico cerró el orto y les dio las pastillas a todas las que esperaban. Esa es sólo una de las tantas veces que noté que las más viejas nos ponemos cabronas, pero las más pibas se quedan muditas en la vida real y después a lo sumo suben una historia en Instagram contando el storytime de la vez que las maltrataron en un hospital.
Está bien que las nuevas generaciones inventen nuevos lenguajes políticos y que hoy la calle virtual es casi tan importante como la calle real. Pero yo soy una travesti marxista y es imposible para mi anteponer lo virtual, lo simbólico y lo discursivo a la contundente brutalidad de la realidad material. Este texto va, entonces, de críticas y posicionamientos bien por izquierda y radicalizados que de seguro van a ser molestos para las que vienen participando de la bienpensante política burguesa. Mientras lo escribía, charlaba con amigas y lo primero en emerger era la cuestión de la romantización del pasado político de nuestro movimiento, que hoy está circunscrito en otras realidades y dialoga con otros espacios políticos que antes nos daban la espalda. Yo no estaría tan segura. Tengo al menos dos argumentos contra esto: el primero es que existe una buena porción de nuestra comunidad travesti y trans —quizás minoritaria en las grandes ciudades, pero de seguro enorme en los espacios no-metropolitanos— que aún al día de hoy no han recibido los efectos de las políticas de Estado que se supone son pilares de nuestra nueva condición de ciudadanas trans. El segundo es que la realidad política actual nos demuestra que nada de lo conquistado es tan firme como lo imaginábamos y en poco meses el gobierno de Javier Milei está desmantelando muchos de aquellos derechos que considerábamos nunca retrocederían. Además, desde el año pasado vemos con claridad que aquellos aliados políticos, que en otro tiempo fueron encauzando y/o disciplinando nuestros reclamos, hoy nos miran de reojo por decirle elle a un gato y nos acusan de ser responsables de la derrota electoral. Si este no es el tiempo para ponernos románticas y recuperar el valor crítico de nuestra diferencia, ¿cuál es?
Pero no pienso hacer proselitismo en este texto, sino mostrarles evidencia histórica de cuáles fueron las estrategias que maricas y travestis se dieron para luchar en aquellos tiempos donde no teníamos que pedirle permiso a nadie. Este texto es una invitación a recorrer una breve historia de la furia travesti, para que quienes nacieron en esta nueva generación de derechos conquistados sepan cómo fueron los tiempos donde la única opción era la lucha, el terrorismo sexual y el viboreo.
Estas imágenes de archivo y anécdotas no están aquí para ser una evocación morbosa del pasado, no son una búsqueda estética para decorar las paredes de un museo, no son el relato de un pasado novelado. Son los vestigios materiales de una historia de luchadoras travestis y transexuales que cachetearon al patriarcado con prepotencia, con la soberbia de quienes se saben amenazadas. Esta es la herencia a la que nuestro programa de acciones políticas debería hacer homenaje, antes que a las ficciones gringas del ballroom y la teoría de la performatividad de Judith Butler. Esta es la única, la verdadera y la auténtica resistencia trans.
Maricas Unidas Argentinas
En noviembre de 1958, la revista AHORA difundió la existencia de una “organización extraña e indecente” integrada por maricas. Esta organización es la MUA, siglas con las que las propias protagonistas de esta noticia llaman a su sociedad de Maricas Unidas de Argentina, una suerte de mutual o asociación de socorros mutuos cuyo fin era recaudar dinero para la realización de fiestas y ayudas para las maricas detenidas en el pabellón de pederastas del Penal de Villa Devoto. Aunque por años se conoció esta anécdota a través del testimonio de Malva Solis, una travesti que migró de Chile a Argentina en 1943, recientemente se conoció este documento gracias al denodado esfuerzo de Juan Queiroz, archivista, editor y co-fundador de Moléculas Malucas.
Tras una investigación que se inicia por la denuncia del mayordomo de la Catedral, quien percibe que una de las alcancías ha sido profanada, la policía detiene a siete maricas a las que la prensa sindica con sus respectivos alias: Juana de Arco, la Negra Tucumana, la Gallega, Guillermina, Malva Loca, Fanny y la Vaca Mocha. Una octava persona, Tanny, se da a la fuga. Las siete maricas porteñas son acusadas del delito de robo y asociación ilícita, debido a que habrían sustraído de diferentes iglesias una cifra superior a los 100.000 pesos de la época. Las detenidas, lejos de mostrarse avergonzadas, posan coquetas ante la prensa y hasta revelan detalles íntimos de sus rivalidades maricas. Juana de Arco y Malva Loca son las lideresas del grupo y declaran que la MUA es un logia de siete amigas leales que se prometen ir siempre juntas por la vida, incluso a la cárcel. Además, cuentan las astucias utilizadas para identificar las alcancías más generosas y declaran que una parte del dinero que sustraen de las elegantes catedrales es donada en las alcancías de otras iglesias pobres. Así, imitando a Robin Hood, estas maricas delinquen en nombre del bien de su comunidad y de los pobres.
En sus declaraciones previas Malva Solís presenta a MUA como la primera forma de organización político-social de las travestis y maricas en Argentina. Las constantes detenciones sufridas en tiempos de Perón y de la “Revolución Libertadora” obligaba a las maricas a pensar formas de ayuda mutua, especialmente entre las detenidas en el Penal de Devoto. Las detenciones solían durar hasta 90 días, lo que implicaba que muchas perdieran sus empleos, pertenencias y viviendas. Mientras algunas permanecían detenidas, otras trataban de reunir los medios para ayudarlas. Con esta forma de sostenimiento se organizó la MUA que procuraba reunir dinero para llevarle el “bagayo” a las detenidas. Según las declaraciones de Malva, editaron un rudimentario boletín con noticias, chismes y fechas de celebraciones que al llegar a manos de la policía desató una gran redada que puso fin a la organización.
Pamela Pérez, vedette
Entre abril y mayo de 1963 se presentó en el Teatro Gran Rex el espectáculo “La Nouvelle Eve” a cargo de un grupo de artistas franceses del afamado cabaret Carrousel de París. Un año antes, la famosísima artista transexual francesa Jaqueline Dufresnoy, más conocida como Coccinelle, habia conmocionado al público porteño. La visita de Coccinelle animó a los espectadores que por primera vez asistían a la maravilla tecnológica de una mujer transexual cuyo cuerpo había sido intervenido por la medicina para convertirla en un ícono de la nueva era. Aún bajo las sombras de los gobiernos militares, el lujo y extravagancia de los espectáculos de revista llenaba las marquesinas de la Calle Corrientes y las artistas “transformistas”, transexuales y travestis eran un clásico del género. Por eso, cuando “La Nouvelle Eve” desembarcó en las costas rioplatenses la prensa se desesperó por dar con la nueva Coccinelle y se adentró en las intimidades del show hasta revelar el secreto. Así fue que dieron, a través de chismes y averiguaciones, con que la afamada Pamela Pérez había sido anteriormente “varón”.
Diversas notas de la época muestran el escarnio al que fue sometida Pamela a quienes los periodistas hostigaban cada noche esperando obtener sus declaraciones. Ante las indiscretas preguntas sobre su sexo Pamela balbuceaba en francés incómodos murmullos, y sólo reclamaba en perfecto español que no daría la nota a menos que le pagaran. Pamela, de orígenes marroquíes españoles, nacida en Argelia y radicada en Francia había iniciado su carrera como bailarín en algunas compañías de cabaret y se presentó ante el Carrousel de Paris ya transformada en mujer a una audición de mannequins. Su ingreso a Argentina se hizo utilizando documentación donde constaba su anterior género y nombre, por lo que rápidamente la prensa alertó sobre esta extraña Eva.
La polémica en torno a Pamela suscitó las declaraciones y especulaciones de sus compañeras de elenco, personal del teatro e incluso del propio René Bardy, director de la compañía, quien aseguró que aunque sus papeles consignaban un nombre masculino, esto se debía a un error y que su propia esposa había chequeado las zonas íntimas de Pamela para certificar su correcto sexo. Ante el insoportable acoso de los periodistas que se infiltraban en camarines, perseguían a Pamela en momentos privados y acosaban al elenco, un día Pamela explotó y puso fin al escándalo. Una noche a la salida del espectáculo encontró a un periodista en su camarín que le insistió con diversas preguntas sobre su pasado y su sexualidad, primero Pamela guardó silencio pero terminó golpeando al periodista para sacarlo del camarín y ya en la puerta del teatro le arrojó un zapato. Los fotógrafos la retrataron visiblemente alterada y con su pie descalzo tras arrojar el zapato y mientras se alejaba de la prensa al grito de ¡Bastardos! ¡Bastardos!
Deborah Singer, travesti al desnudo
Deborah Singer es una de las figuras claves del mundo travesti tras el retorno a la democracia. Desde su primera aparición en la prensa en 1983 aprovechó su doble condición de artista y puta para incidir en el pensamiento que la sociedad tenía sobre las travestis. En sus entrevistas revelaba sin tapujos los detalles más íntimos de su vida cómo la primera vez que, con sólo 17 años, estuvo internada en el Hospital Borda. “Por una discusión muy fuerte que tuve con mi madre. Pensando que ella no me iba a dar más bolillar intenté suicidarme tomando pastillas y cortándome las venas. La depresión que tenía era verdaderamente terrible y decidieron internarme. Me tuvieron allí durante ocho meses. Nunca voy a olvidarme de todo eso” declaró cuando todavía era una novel actriz y soñaba con “ser una buena artista, ser famosa y que a mi y a todas las personas como yo nos comprendan y entiendan que somos muy normales y que tenemos sentimientos como cualquier ser humano”.
Desde sus primeras presentaciones hasta las últimas, Deborah aprovechó el morbo de la prensa para poder plasmar sus palabras. Ya casi al final de sus días en la Revista Eroticón, posó completamente desnuda y exhibiendo sus genitales con la única condición de dejar también al desnudo “la hipocresía de una sociedad que la margina y la condena”. Junto a las fotos donde Deborah muestra orgullosa su desnudez, se atreve a disputarle a los heterosexuales las certezas. Cuando el periodista refunfuña porque le resulta complicado entender porque las travestis no se operan los genitales, Deborah responde: “Es muy complicado para vos que sos heterosexual, aburrido, que seguramente te vas a morir habiendo probado solamente la concha”. Sobre la clientela que la frecuenta en Panamericana, Deborah declara que “el 95% viene a hacerse coger, que les rompan bien el culo, que los montes como a yeguas.¡Algunos piden cada cosa! ¡Hay más viciosos de los que vos te imaginas!”. Doctores, gerentes de banco, secretarios de jueces y políticos eran los clientes asiduos de Deborah, quien podía recaudar hasta 300 dólares por noche en la Panamericana.
Irreverente, procaz, guarra, la lírica travesti de Deborah va del sexo a la política y de la política al sexo sin escalas. Cada una de sus declaraciones públicas transitan sin temor entre las infidencias de su vida puteril y su rol como cara visible del reclamo travesti por el derecho a trabajar en la Panamericana y los escenarios de cabarets. Sin ningún miedo la lengua karateca de Singer te cuenta las veces que se tuvo que acostar con tipos por un pedazo de pan, las miserias vividas junto a sus amigas y las veces que voyeuristas y viciosos le pagaron fortunas exóticas por los actos carnales más indecorosos.
La incómoda transexualidad de Karina Urbina
No sólo de incomodar a los heterosexuales se trata la desobediencia trans. Karina Urbina encarnó una clave de lucha transexual que aportaba una perspectiva completamente novedosa a la lucha por los derechos civiles de los 90s. Desde su tradicional protesta de cada miércoles en diferentes organismos estatales, la solitaria lucha de Karina Urbina por el reconocimiento legal del “cambio de sexo” y la modificación del artículo 91 del Código Penal, configuró un universo de demandas que se adelantó casi quince años a su tiempo. Cuando ninguna travesti se preocupaba por la cuestión de la identidad, la salud, la educación ni el trabajo, Karina Urbina tenía una plataforma política clara donde el reconocimiento legal del sexo era la puerta de acceso a una vida digna. Las ideas de Karina Urbina fueron incómodas para el movimiento de su época. El destape de los medios, la espectacularización de la política durante el menemismo y la centralidad de las políticas de visibilidad no fueron el terreno amigable para las ideas de una mujer que sólo quería ser reconocida como tal para tener una vida tranquila.
Entre 1991 y 1996 su activismo acompañó fuertemente a espacios gay-lésbico y llegó a ser la única organización “trans” en la organización de la Primera Marcha del Orgullo en CABA, pero con el tiempo las alianzas con las travestis para luchar contra los códigos contravencionales dejaron las demandas de Karina en segundo plano. “El tiempo va a demostrar quienes somos los verdaderos activistas” dijo en una de sus últimas cartas. Y sin dudas el tiempo le dió la razón. Superado el debate sobre los códigos contravencionales, el movimiento travesti se enfrentó a un nuevo escenario político que, aunque jamás le reconoció a Karina Urbina un rol central, tomó sus consignas y sus estrategias y las transformó a la luz de las nuevas narrativas del género y los feminismos. Así, la lucha por la Ley de Identidad de Género le debe buena parte de su jurisprudencia previa y de los debates jurídicos y políticos al activismo transexual de Karina Urbina y otras, que preocupadas por ser reconocidas como mujeres, abrieron la puerta para que se reconozca a cada quien en el género escogido.
Escándalos travestis
Los años 90 fueron el epicentro de los mayores escándalos travestis. Más de una vez las comisarías, la legislatura porteña y otros edificios públicos fueron vandalizados e incluso incendiados como parte de las protestas de las travestis. El 2 de Julio de 1998, sucedió un hecho particularmente llamativo y radical que simboliza la enorme potencia del movimiento travesti liderado por aquel entonces por Lohana Berkins y Nadia Echazú. Tras la negativa de los policías de dejar ingresar a las travestis al recinto legislativo donde se discutía una modificación sustancial del Código de Convivencia Urbana de la Ciudad de Buenos Aires, un grupo de cerca de 50 travestis inició una protesta. Los efectivos policiales dispusieron que sólo dejarían entrar a las personas que tengan sus documentos, lo cual enfureció a las travestis presentes en las escalinatas del palacio legislativo. La medida, tomada claramente para entorpecer la participación de las travas en la sesión despertó una inesperada reacción: las travestis lideradas por Lohana Berkins comenzaron a romper sus DNI frente al estupefacto rostro de los guardias. “No soy sólo un documento, yo soy Jessica”, se oyó, también otras exhibían como sus DNI no tenían ni un solo sello en la sección electoral, evidenciando que siempre fueron dejadas al margen de la democracia. La propia Lohana rompió su DNI mientras decía: “Compañeras, las que tienen documentos, saquen! Los vamos a romper para que vean lo que hacemos con los documentos”. “Nunca nos sirvieron, los documentos” grita una. “Mostrale la foto”, dice otra. “Ahí tienen los documentos. Esto es una payasada, ni con estos documentos nos respetan, ahora quieren exigir documentos. La Legislatura tiene que reconocer que se ha dejado vencer en la pulseada con la Policía Federal”, sentencia Lohana ante las cámaras de la TV, mientras Nadia, enardecida, grita: “No nos vamos a ir de Palermo. Nos van a matar en Palermo, pero no nos vamos a ir. Somos ciudadanas, somos vecinas de Palermo, pagamos impuestos y tenemos derecho a transitar por el lugar”.
Este y otros muchos escándalos travestis encabezados por Lohana y Nadia forjaron la furia travesti. En 1999 una sentada afuera de la legislatura terminó en represión y golpes entre las travestis y la policía, varias veces se rompieron comisarías, destrozaron patrulleros y se las ingeniaron para poner a la yuta en ridículo. También en 1999 una protesta afuera de la embajada del Reino Unido durante una visita del Príncipe de Gales, a quienes las travestis solicitaban asilo político terminó en un gigante escándalo televisado. En 2003 la Legislatura fue incendiada por un grupo de travestis y vendedores ambulantes que se oponían a nuevas modificaciones al Código de Convivencia Urbana durante la gestión macrista en la Ciudad. El mix de travestis y piqueteros fue protagonista de las luchas de inicios del siglo XXI y figuras como las de Diana Sacayán o Maite Amaya condensaba la lucha de las clases populares codo a codo con las “minorías sexuales”.
El escándalo entre las travestis tiene un valor distinto y particular. Es un arrebato momentáneo al poder, que permite por unos segundos invertir la ecuación, poner el poder de herir en mano de las travestis. En Scandalous Acts, Don Kulick y Charles Klein, piensan sobre las políticas de la vergüenza, al analizar cómo las travestis, a través del escándalo, tienen el poder de avergonzar a los clientes y en ese acto de renegociar tarifas, condiciones y violencias. El escándalo pone la atención sobre la denuncia de las travestis, sobre el reclamo de estas ante una situación injusta, obliga a los agresores a bajar la mirada, a mirar con vergüenza y a esconderse ante la posible revancha de la furia. El escándalo permite que la travesti se escape, se fugue, se refugie. Hacer un escándalo las convierte en un sujeto notorio y por ende las devuelve al terreno de lo humano. Por eso, montar un escándalo, lejos de ser una actitud histérica y exagerada es una de las tantas formas de supervivencia que las travestis han inventado para obligar a los paquis a sentirse apenados. Así como el desnudo dentro de una escena teatral rompe con la convención de la cuarta pared y devuelve al espectador a su sitio de voyeurista, para las travesti el escándalo y la desnudez obligan a que los demás miren a otro costado, atemorizados de ser descubiertos en su deseo.
Habitar la ingratitud
Por supuesto que mi mirada sobre estos hechos del pasado están plagados de romanticismo. Me confieso como una enamorada incondicional de la Historia. La clave política del presente no parece habilitar (todavía) al escándalo, al delito, a la violencia y al desnudo como una clave de agenciamiento político. Sin embargo, estas evocaciones del pasado son una buena invitación a pensar qué tipo de ciudadanía trans queremos construir para las próximas generaciones. Marcia Ochoa describe un tipo de ciudadanía trans a la que llama “ciudadanía ingrata”.
Dice Ochoa: “Hay muchas mujeres trans que son o quieren ser buenas ciudadanas, pero me parece importante que nuestra visión política no se limite por la expectativa que todas vamos a querer ser buenas ciudadanas. Una ‘ingrata’ es parecida a la figura de la ‘feminist killjoy’ de Sara Ahmed, es alguien que rompe el contrato social heteropatriarcal. Alguien que no puede seguir con el chiste porque no le parece chistoso. (…) A diferencia de una persona non grata o un ciudadano no grato –que efectivamente son sujetos rechazados formalmente por el estado, una ingrata rechaza por su propia parte a la sociedad y el estado. Es desagradecida, resentida. Las mujeres trans tienen todas las razones del mundo de ser resentidas y desagradecidas con la sociedad –el milagro para mí es que no todas lo son”. Así, Ochoa apuesta a una ciudadanía no-normativa, es decir a un tipo de ciudadanía que no nos obliga a adaptarnos y ser bien portadas, sino que incorpora las disidencias, el puterío y la mala onda.
Sobre estas claves de lectura en torno al escándalo y la ingratitud; y con esta evidencia de un pasado ni siquiera tan lejano quiero que pensemos cómo haremos –especialmente en este contexto de derrota casi total del progresismo, el feminismo y la agenda LGBT– para hacer un nuevo horizonte político que no sea una aletargada celebración de las conquistas institucionales, que no sea un saludo a la bandera, una burocrática y formal marcha por la vereda llena de glitter. Ya está, chicas. Se acabó el tiempo de pedirle al Estado, de celebrar a “la primera trans” que maneja un avión, que sale en un noticiero o que juega a la pelota. ¿Por que de qué nos sirve tener tantas primeras trans sí detrás de ellas no hay espacio para otras? ¿Cuánto más vamos a celebrar la creación de una Secretaría, que le pongan lucecitas al monumento de la ciudad o que elijan a la reina de la chinchilla trans? Ya fue suficiente.
Tenemos que empezar a reclamarnos más cosas, a cuestionarnos los privilegios —por más pequeños que estos sean— y a bancarnos los disensos, los quilombos, los gritos en una asamblea. Si queremos conservar algo de aquella potencia incendiaria de la furia travesti, tenemos que aceptar que haya compañeras que no quieran ser blancas, flacas, lindas, no binarias, hormonadas, pelilargas, pelicortas, tetonas o chatas. Nos tenemos que querer con nuestra monstruosidad, con nuestras disidencias políticas, con nuestro inconformismo y con nuestra radicalidad. Sólo así tendremos posibilidades de disputar todos los frentes posibles. Habrá quienes quieran ser la funcionaria ministerial con trajecito sastre, quienes como yo quieran disputar dentro de la academia, las que quieran bailar ballroom, las que reciten poesía, las que le chupen la verga a un cana y le roben la billetera, la que funde una cooperativa y la que escriba tweets. Pero tenemos que construir una programa político con todas, por más que nos demos muchas veces vergüenza. Lo importante es que no nos dejemos consumir por los discursos hegemónicos sobre la construcción política. Siempre tuvimos nuestras propias maneras de luchar y las construimos en contrasentido de la moral de la clase media argentina.
Los paquis seguirán haciendo sus partidos, disputando sus internas, peleando con los troskos, jugando a ser trolls en Internet; pero nosotras tenemos las venas llenas de hambre y no podemos jugar a la política burguesa (y no estamos invitadas tampoco). A nosotras nos heredaron la furia travesti y tenemos la responsabilidad histórica de construir con nuestros sucios y prohibidos deseos la política que haga posible la existencia de una generación que nos sobreviva y siga disputando desde el valor crítico de la diferencia.