Víctor cursa una internación en un hospital general. Fue recibido en la guardia confuso, sin poder ubicar claramente siquiera su nombre y DNI. Tras la revisión médica de rutina se solicita la intervención de Salud Mental, donde el paciente habla de ser atormentado por “voces, delirios, juicios en su contra”. Refiere que hace meses que casi no duerme, come muy poco, no disfruta nada de su vida y no quiere salir de su casa. “Tomo mate abajo del árbol de atrás, enfrente hay campo, no quiero que nadie me vea”. No hay antecedentes de consumos problemáticos, tiene acompañamiento familiar —esposa, hermano, hijo— y se decide su internación para compensar el cuadro, ya que nunca accedió a un tratamiento.
En la entrevista con su mujer, ella se muestra consciente de los cambios de su pareja. Y también en los cambios en su vida: llevan 19 años juntos, desde adolescentes. Tienen cuatro hijos más uno “del corazón”. Hasta hace 10 años Víctor tenía un trabajo estable en una siderúrgica, que fue reduciendo personal y nunca más volvió a conseguir un empleo “en blanco y con obra social”. “Ya era viejo”, dice de él mismo a los 33 años. A partir de ahí comenzó a trabajar en unos galpones junto a casi toda la familia política: embolsan carbón. Hay épocas —por ejemplo, para las fiestas de fin de año— donde pueden trabajar entre 15 y 20 horas de corrido, pero ahora están “parados”. “Está caro el carbón, los camiones no bajan mercadería, nos mandan a casa”. Toda la economía familiar temblequea y van por los caminos que el conurbano ofrece a quienes deben llevar comida a casa día a día: changas, venta de productos usados en las populosas ferias.
“¿Changas? No hay ¿Usted conoce personas que hoy día estén pensando en arreglar su casa, pintarla, cortar el pasto? Acá tras las últimas lluvias fuertes en las casas pusimos baldes, tachos, ollas y allí cae el agua. Luego vendrán unos días de sol y así hasta que vuelva a llover”.
En las ferias la cosa está picante: los puestos que se agregan a los existentes —los “oficiales”— ya ocupan cuadras y cuadras. Y esto genera varios problemas: peleas, enfrentamientos, recelos que luego son trasladados a los barrios. En general son todos vecinos y se conocen desde pequeños. Se odian por la venta de dos remeras que consiguieron cartoneando. Gritos, amenazas. “Yo prefiero sentarme debajo del árbol: ya no tengo amigos”.
Las mujeres de la familia vienen sintiendo las mismas pérdidas: caracterizadas por empleos como niñeras, limpiar casas de mujeres con trabajo registrado, atender comercios pequeños, cada vez pasan más tiempo en sus casas, sin generar ingresos.
A diferencia de otras crisis en Argentina, la red no funciona: no hay trueque, los comedores abren cada vez menos, la ayuda es insuficiente y las leyes de familias y vecindades, el lazo social, se ven tajeadas, violentadas, se enfrentan pobres con pobres por un rato de ocupación.
Porque el trabajo, lo sabemos, no implica sólo generar dinero para autosustentarse. Implica un orden, un cumplimiento, un sacrificio traducido en horas de (mal) viajes, llegar a la casa, saludar, bañarse, cenar y así hasta que el despertador suene nuevamente.
Y para muchas personas implica una identidad. ¿No les pasó que ante amenazas de pérdidas laborales no pueden imaginarse de que podrían trabajar?
Por eso, leemos en la actualidad el efecto contrario a la pandemia, donde —por lo menos en los primeros meses de encierro— muchas personas enfrentaban desafíos para los que antes capaz no tenían tiempo: florecían los microemprendimientos, se socializaban conocimientos, se terminaban tesis, se cambiaba de carreras y metas, se vivía diferente.
Claro que esto se manifestaba en personas que tenían algunas cuestiones resueltas: desde un sitio donde vivir hasta accesibilidad a servicios (luz o internet) hasta una red —amistosa, familiar, profesional—, hasta que empezamos a escuchar los efectos displacenteros del encierro: la soledad, las familias viviendo juntas 24 horas, las maternidades y paternidades desequilibradas, la angustia de que los días de encierro.
Mariana avanzó muchísimo en su tesis doctoral durante la pandemia. Ya trabajaba online para una empresa extranjera, tenía un lindo departamento y su gato contaba con prepaga veterinaria. Pero el cambio postpandemia, las guerras y un mundo en crisis la dejó sin su ingreso principal. Decidió terminar su tesis, doctorarse y mientras tanto lo que se conoce como “freelancear”: sumar varios ingresos para alcanzar un número, ser dueña de sus horarios y una cantidad de cosas que enunciadas son divinas, pero en lo práctico la psiquis no cree tanto en lo divino. Se encontró no durmiendo de noche, pendiente del teléfono. Lo que antes eran dos copitas de vino en un cumpleaños pasó a ser media botella todas las noches, mezcladas con “un cuartito” de clonazepam —no poder dormir enloquece mucho—. Comenzó a olvidar cosas y desorganizarse, así que se compró una pizarra donde anotaba plazos para cumplir con una multiplicidad de ordenes a las que no estaba acostumbrada en su vida anterior, esa donde la preocupación con su grupo de amigas era terminar la tesis y dar, aunque fuera dos noches al mes, con algo de sexo y diversión.
Un día mandó un escrito a un medio que no se lo había pedido: no se dio cuenta hasta que le avisaron desde un sitio donde solía publicar que no había cumplido con los plazos y así notó el error.
Consultó con una profesional de su obra social, quien la escuchó quince minutos y le diagnosticó burn out.
Quemada.
Mariana estaba quemada.
Se puso el pijama —para la entrevista con la terapeuta se había vestido, peinado y maquillado— y se quedó en el sofá una semana. Una vecina se ocupaba de darle alimento al gato y le dejaba unas viandas que le permitían quedarse tirada, salvo para ir al baño.
Con la intervención de amigas y su madre consiguió levantarse e ir recuperando de a poco alguna de sus actividades. Consultó con otra profesional, a quién le contó la entrevista que tuvo por la obra social. “Me vació”, le dijo Mariana a la nueva profesional. “Me sentí como de 5 años: alguien en quince minutos me escuchó quemada, sin concreciones y puso en duda todo lo que me había sostenido hasta allí: mi carrera, mi forma de vivir”.
Desde la ausencia del embolsado del carbón de Víctor hasta la pérdida laboral de Mariana para su empresa extranjera hay un mundo de distancias: del conurbano a Villa Crespo, del colegio secundario abandonado en segundo año al doctorado, de los cinco hijos al gato con prepaga, del balde para las goteras al sillón de tres cuerpos. Sin embargo, los tiempos y distancias psíquicas logran alianzas más allá de lo evidente.
El burn out se define como “síndrome de desgaste profesional, de la fatiga en el trabajo —lo que provoca alteraciones en el buen desempeño— y es conocido como síndrome del quemado”. Es estudiado desde la década del 60, pero se lo toma más en serio en la década del 70, cuando se evalúan a profesionales y técnicos que trabajan en tratamientos con personas con problemas de adicciones y conducta. Allí, se determina que tras unos años cumpliendo labores con esas poblaciones los profesionales comienzan a ausentarse, tienen más problemas médicos y pierden el interés por su trabajo.
En el año 2000 la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo declara “factor de riesgo laboral por su capacidad para afectar la calidad de vida, la salud mental e incluso hasta poner en riesgo la vida”. Sin embargo, no está incluido en los Manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales (DSM en su versión estadounidense, CIE-10 para los ingleses). Esto no es raro: los diagnósticos mundiales —sí, en Argentina también— clasifican utilizando ambos, y el burn out permitiría a cantidad de personas acceder a licencias justificadas. Lógica del mercado: produzcamos mientras podamos; luego, afuera
Ahora se lo reconoce como un proceso multicausal y complejo. No se asocia al estrés ni al trabajo profesional únicamente, sino al aburrimiento, crisis en los desarrollos de las tareas —profesionales, técnicas, informales—, malestar económico, sobrecarga de horas (si quieren jugar midan: cuánto tiempo invierten en actividades relacionadas a lo laboral en WhatsApp, e incluyan recibir y emitir mensajes, buscar contactos, escuchar audios, inclusión en grupos profesionales, laborales, etc.), ausencia de estímulos, aislamiento.
Así, el que busca trabajo y el que lo tiene pero no le gusta ni conforta se unirían y, si pudieran tomar un café y conversar, verían que no duermen o duermen de más, que sueñan con situaciones ligadas al trabajo, que tienden a usar cada tanto o cotidianamente sustancias para poder “bajar” —Sigmund Freud las llamaba “quitapenas”, es un término muy gráfico—, que les cuesta reconocerse en esos que eran antes. La mayor causa de ingreso por guardia post pandemia se relaciona con crisis de angustia y lo que esa situación conlleva: intentos de suicidio (accidentales o provocados), ingesta de sustancias (los consumos de alcohol, psicofármacos y sustancias ilegales tienen un problema central: en un primer momento calman la angustia, pero luego generan en el cuerpo el efecto conocido como tolerancia: nada alcanza, incremento y no consigo lo que busco —sea dormir, despertarme, divertirme, funcionar—, impactos en el cuerpo —cardíacos, renales, respiratorios— asociados o con origen en situaciones psíquicas que las personas no pueden resolver.
Para complejizar más el cuadro, desde el año 2022 la Organización Internacional del Trabajo (OIT) advierte sobre el crecimiento del miedo a perder el trabajo. Cualquiera que viva en Argentina en los últimos meses sabrá de lo que hablo, ¿verdad? Según distintos especialistas tiene consecuencias más desequilibrantes para la salud mental que lo que ocurre en personas que ya lo perdieron. Está más ligado, por ejemplo, a la imposibilidad de pensar en un proyecto más allá del día a día.
Flor vive en Suecia hace 13 años, desde que con su novio, de esa nacionalidad, decidieron establecerse allí. Él trabaja en tecnologías, ella es profesional de la salud. Tienen su propio departamento, viajan por el mundo una vez al año, salen con amigos, y viven sin sobresaltos, lo más grave es el efecto de la oscuridad. Son largas temporadas con frío y ausencia de sol, que hacen que la vida se reduzca a vivir sin estímulos. Hace un tiempo decidieron mudarse a un departamento más grande. Pero Suecia —como España, Alemania y casi toda Europa en general— comenzó a sufrir el impacto de la inflación. Hay un aumento de entre 1 y 2% en bienes y productos que ha sumido a muchas personas en un estado de terror a la pérdida. No es angustia, sino que se asocia concretamente más al miedo. El miedo a perder mi bienestar, mi mundo como el que lo he conocido siempre. Federico, que vive en España hace dos años, lo graficaba así: “Acá durante 20 años el aceite salía 5 euros ponele, imagínate cuando subió a 6…”. Entonces, el miedo opera paralizando. No puedo proyectar, no pienso en introducir cambios, el mundo deja de ser un lugar seguro. Me pierdo en un mundo que no reconozco. Tiemblo. Me vuelvo un niño necesitado de referentes y figuras protectoras.
¿Podrá ser la IA, por ejemplo, una figura que me conforte? Claramente no: la OIT incluyó como categoría mundial la “angustia de los robots”. Es decir: infinidad de personas en el mundo mal duermen pensando que van a ser desplazados por máquinas.
Barbara Perrot, especialista en empleo y desarrollo productivo de la oficina de país de la OIT para Argentina, dice lúcidamente: “La informalidad, una característica de nuestro país y de la región, nos ubica en una situación aún mayor de vulnerabilidad porque el Estado se enfrenta al desafío de discernir respuestas y mecanismos de contención para el universo informal. Por esto consideramos que, en contextos como el actual, existe un mayor riesgo de que aumente la desigualdad (…) La gente que tiene trabajo tiene cada vez más trabajo, las personas que tienen las mejores oportunidades cada vez tienen más oportunidades, y las que tienen menos oportunidades cada vez tienen menos oportunidades”.
Desde mi trabajo en Salud Mental, lo que puedo decir es que no hay soluciones mágicas para problemas tan complejos: el mundo viene cambiando, pero nuestras subjetividades no dependen exclusivamente de contextos poco amables. Habrá en nuestra prehistoria e historia huellas que podremos recuperar, habrá que volver a escuchar eso único e irrepetible que nos constituye, hay que hablar y escuchar-se. Buscarse. En lo que fuimos, en lo que deseamos ser. Nuestro trabajo no es clasificar, indicar diagnóstico y buscar una “solución” para todas y todos. Es al uno por uno, al caso por caso.
Como Mariana, que volvió a centrarse en la tesis y a tirar CVs porque el freelanceo no le hace bien.
Como Víctor, que pudo hablar de lo bien que se sintió hace unos años cuando fue a ver en vivo a los Rolling Stones, de lo mucho que le gusta pescar y que él es un operario calificado con quince años de experiencia. ¿Habrá alguna empresa que lo necesite?
No todas y todos podemos vender tortas por Instagram, y menos en estas épocas….
Bibliografía:
- Revista Apertura Nro. 345
- www.Intramed.net
- Saborio Morales y otros: Síndrome de Burn Out. Costa Rica, 2015, en www.Scielo.sa.cr
- Freud S.: El malestar en la cultura, 1930.
¹ Lic. Miriam Maidana es psicóloga de planta del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires, docente regular de la Facultad de Psicología de la UBA, docente de posgrado de la Facultad de Psicología UBA y ex-investigadora UBACyT.