Fruto natural, en el barro, enfundada en rojo en medio del descampado. Antes y después de las lánguidas lolitas hubo un erotismo exuberante en ingenuidad pero también en carne. Isabel Sarli aparecía así, en un arroyo, entre juncos y pajonales, por el terraplén de un paisaje industrial, de un pueblo pesquero, una favela. Fulgurando encendida como un trueno, un fenómeno atmosférico que corta el aire.
En la época en que una libra de cadera no era cadera, los avanzados años 50, las pantallas de cine se iluminaron con las carnes trémulas de Brigitte Bardot, Anita Ekberg y otras sex symbols. Una erótica que el director Armando Bo supo, hábil, sintonizar, para estar a tiro de la industria mundial. El cine argentino nunca había llegado tan lejos en el plano internacional como con la dupla que formaron la Coca y Bo.
Isabel Sarli va a ser recordada por siempre por su tremenda sensualidad. ¿Qué la volvía un imán tan caliente? Es evidente, una belleza descomunal que la había llevado al podio de Miss Argentina, esa puerta al mundo para las chicas de provincia, el evento donde conoció a Perón y a Armando Bo. Pero sobre todo una mezcla perfecta de voluptuosidad e inocencia.
Esa cruza de porno y moral es la que leyó Rodolfo Kuhn, uno de los que valoró el cine de Sarli-Bo cuando muchos lo denostaban y otros lo censuraban. “El proceso del cine de Armando es mucho más rico [que el cine pornográfico]. Lo es por su ingenuidad, por su rescate de elementos del viejo radioteatro argentino, y sobre todo por su moralismo, por esa riqueza que le da la simple redención de la mayoría de los personajes de Isabel. Suele ser la pecadora que se redime y vuelve a Dios”, escribe Kuhn en Armando Bo, el cine, la pornografía ingenua y otras reflexiones. Había que bancarse el calor, el descontrol en el sexo que provocaban, Sarli excitada por caballos, precursora del beboteo de Adriana Brodsky y las selfies, completamente salvaje, poniendo todo duro sin perder la ternura.
Sarli fue una gran inversora de su capital erótico, combinando su persona sexual con su papel de cándida. Ninguna tonta. La de fingir desinformación o hacerse la distraída es un arma poderosa. También es pura verdad en el caracter de quien la usa. A Sarli eso le permitió hacer el primer desnudo total y frontal del cine argentino con la excusa de que no conocía muy bien las técnicas y las cámaras, pensó, le dijeron, iba a salir más de lejos. Pero siempre estuvo orgullosa de su papel y su entrega. Incluso cuando tragó “la inmundicia” de la pelea con Alba Mugica en el barro de Fuego que la dejó con una hepatitis A. Luego de sus primeras películas, a Isabel comenzaron a llamarla “La higiénica”. “Me decían así porque andaba siempre desnuda bañándome en ríos, lagunas o duchas”, contó La Coca.
Trabajadora, hija de madre sostén de familia, Sarli supo siempre que la línea de producción no se podía cortar por una tos, por una fiebre. Hablamos de la plata que cuesta cada día en un rodaje y la enorme pérdida que implicaría pararlo. Hablamos de la ganancia de Sarli no sólo como diva protagonista sino como productora de sus películas.
El barro, tal vez, no sea un elemento arbitrario. Sexplotación de los cuerpos, sí, de Coca y de los Adonis que la acompañaban, pero también Favela, un pueblo de pescadores (Sabaleros), una comunidad guaraní (India), un frigorífico (Carne). Escenarios de neorrealismo o hasta de un impensado Harun Farocki incrustados de porno soft nada suave: en la segunda mitad de los 60 en el cine de Sarli-Bo ya hay incesto, ninfomanía, lesbianismo, desnudos masculinos y homosexualidad, zoofilia, masoquismo.
Con la aguja del tiempo clavada en la fecha de la muerte de Armando, la Coca siguió su vida igual que en sus películas, haciendo el personaje de ella misma, cerca del cine, cerca de dios. Pecadora redenta, amante de un amor único y total y que trascendió los bordes de lo legal, creó un modo de familia alternativa, más afín al universo de Zeus y Deméter que al de la moral cristiana. Con Armando tuvo películas y lo acompañó hasta la muerte arrodillada a un lado de la cama —del otro lado estaba la esposa de Bo—. Amores que suman, sus hijxs del corazón, sus perritos, miles, gatos, loros, una opulencia en afecto de la flora y la fauna que la rodeaba en su casona de Martínez, la acompañaron a ella.
Vulnerable esplendorosa, peronista en la larga saga de ídolos populares, amiga de las travestis que la veían tan montada y expuesta como ellas, desnuda bajo un tapado de leopardo, musa de John Waters, la Coca se hizo camino entre las malezas variadas a los codazos, con el pelo azabache por toda vestimenta. Preguntando qué pretende usted de mí —cabalgando el mito de esa frase—, hizo muy precisamente lo que pretendía ella.