En Honduras más del 60% de la población vive bajo la línea de pobreza y el acceso a la vivienda se vuelve cada vez más difícil por la especulación inmobiliaria. Pero algunas comunidades han decidido desobedecer al orden individualista que domina nuestras sociedades, se organizaron en cooperativas de vivienda y construyeron colectivamente no solo sus casas sino también otra forma de habitar. Estas cooperativas funcionan como el punto de partida para otros iniciar otros procesos: redes de cuidado, soberanía alimentaria, organización de la vida cotidiana y participación política. En lugar de quedarse esperando respuestas estatales, las cooperativas apuestan a lo común como refugio y proyecto.
“Ser cooperativista no es solo una estructura legal. Es una forma de vivir, una filosofía de vida que te transforma”, dice Gladys Díaz, integrante de la Mesa Coordinadora de Cooperativas de Vivienda del Sur de Honduras (MECOOVISURH), con la claridad de quien ha atravesado el proceso de construir una comunidad entera desde abajo. En un mundo donde se promueve el individualismo como única estrategia de supervivencia, estas cooperativas hondureñas proponen convivir, compartir y construir en colectivo. Y ese cambio no es menor. “El cooperativismo te enseña a no pensar solo en vos. A dar, no porque esperás algo a cambio, sino porque sos parte de una comunidad”, reflexiona.
Cada año, el primer sábado de julio se celebra el Día Internacional del Cooperativismo. Y en tiempos de crisis económica, ecológica y social, experiencias como las de la Mesa Coordinadora de Cooperativas de Vivienda del Sur de Honduras multiplican la esperanza de que otro mundo es posible. No solo garantizan el derecho a la vivienda para personas históricamente excluidas del mercado formal, también organizan la vida cotidiana de forma solidaria, participativa y feminista. Allí, las mujeres son protagonistas: toman decisiones, gestionan recursos, lideran procesos comunitarios y transforman su entorno con una lógica que prioriza los cuidados, la educación, la salud y la alimentación.
Construir desde abajo: tierra, organización y comunidad
Amada Martínez recuerda cómo se sumó a una de las primeras cooperativas del sur de Honduras. Por entonces trabajaba en una melonera, tenía dos hijas pequeñas y vivía en una casa prestada por su suegro. Su madre fue quien asistió a las primeras reuniones en su nombre. “Yo no entendía muy bien de qué se trataba hasta que me quedé sin trabajo y pensé en salirme. Pero mi esposo me dijo: ‘No es para venderla, es para vivir’. Ahí entendí todo”. Junto a otras familias, compraron cinco manzanas de tierra, iniciaron un proceso de formación y participación, y levantaron su propio barrio.
“Ser cooperativista no es solo una estructura legal. Es una forma de vivir, una filosofía de vida que te transforma”.
“Cuando me entregaron mi casa y vi que tenía puertas, lloré. Nunca había tenido una casa con puertas. Saber que mis hijas podían cerrar el cuarto, estar tranquilas, sentirse seguras, eso no lo conocí de niña. Esa sensación me cambió la vida”, cuenta. Y no fue lo único que cambió: “La cooperativa me dio herramientas, formación, otra forma de pensar. Gracias a eso mejoré mi situación económica, accedí a otros espacios. Todo eso lo logré por ser parte”.

Estas experiencias comenzaron a tomar forma a principios de los 2000, cuando desde Uruguay se trasladó a Centroamérica el modelo de cooperativas de vivienda por ayuda mutua. Las primeras en Honduras se organizaron en los departamentos del sur del país, como Choluteca y Valle. Desde entonces, las asambleas, las capacitaciones colectivas y la autogestión se volvieron parte de la vida diaria. “Hoy no se trata solo de tener una casa: es saber que cada decisión que tomamos afecta a todas las personas, y que lo que hacemos, lo hacemos por el bien común”, explica Amada.
La vivienda como base para organizar el cuidado, la alimentación y la educación
Estas cooperativas, muchas nacidas en comunidades campesinas, no se limitan a construir viviendas. Organizan huertas, producen alimentos, crean centros de cuidado, diseñan espacios educativos. “Algunas cooperativas producen sus propias bebidas con frutas de la zona. Se discute qué consumimos, cómo nos alimentamos, qué valores transmitimos”, cuenta Jayro Gómez, coordinador de la Mesa Coordinadora, que articula a 23 cooperativas en cinco departamentos del país caribeño.
También se diseñan espacios para jóvenes y niñeces, se crean lugares tranquilos para estudiar, compartir, jugar. “Las niñas y los niños participan desde el comienzo, dibujan cómo imaginan su comunidad, proponen qué quieren en el barrio. Y eso se escucha. Porque acá no se construyen casas: se construyen proyectos de vida”, explica Jayro. Ese enfoque colectivo transforma lo cotidiano. “Cuando no tenés espacio en tu casa, vas al centro comunitario. Cuando necesitás ayuda, sabés que no estás sola. Esa red de apoyo es lo más valioso”, agrega Amada.
“Cuando me entregaron mi casa y vi que tenía puertas, lloré. Nunca había tenido una casa con puertas. Saber que mis hijas podían sentirse seguras. Esa sensación me cambió la vida”.
“Tenemos que pensarlo todo como una pequeña sociedad”, dice Jayro. Para él, si alguien está enfermo o no puede trabajar, la comunidad responde. Esta lógica también permea la crianza y los vínculos intergeneracionales. Lo que se aprende no es solo un modelo habitacional, sino una práctica política de cuidado y corresponsabilidad: “Nuestros hijos e hijas crecieron en cooperativa, ya no conocen otra forma de organizar la vida”, agrega Gladys. El cooperativismo como forma de vida que se hereda, se fortalece y se multiplica.
Democracia, equidad y ayuda mutua: principios para una nueva forma de habitar
En cada cooperativa, las decisiones se toman en asamblea. Se debate desde el diseño del barrio hasta las normas de convivencia. “Si la mayoría decide algo, lo aceptás. Y eso se aprende, porque venimos de una cultura donde lo individual está primero”, dice Gladys. Se funciona con comisiones que se ocupan de salud, educación, infraestructura y cultura, y se promueve el trabajo colectivo en tareas comunes: jornadas de limpieza, construcción de espacios compartidos, cuidado de niñeces y personas mayores.
Este entramado comunitario se sostiene sobre pilares profundamente democráticos: la participación activa, la autogestión y la ayuda mutua. Muchas mujeres reconocen que, gracias a la cooperativa, comenzaron a nombrar y transformar situaciones de violencia. “Antes pensábamos que ciertas cosas eran normales. Ahora sabemos que tenemos derechos, que podemos organizarnos para defenderlos”, explican.

Obstáculos estructurales: tierra y legislación, los principales desafíos
El principal obstáculo que enfrentan hoy estas cooperativas es el acceso a la tierra. La especulación inmobiliaria disparó los precios en zonas donde ya existen experiencias exitosas. “Nuestros propios proyectos hicieron que la tierra suba. Pero ahora no se puede comprar”, advierte Amada. A eso se suma la falta de políticas públicas que financien la adquisición de terrenos: “Hay créditos para vivienda, pero no para tierra, ¿Cómo se pueden empezar nuevas cooperativas?, se pregunta”.
Otro problema es el marco legal. En Honduras no se reconoce formalmente la propiedad colectiva. Aunque cada casa tenga una escritura individual, muchas cooperativas funcionan como comunidades. “Cuidamos lo común, lo sentimos propio que no es solo mi casa, es todo el barrio. Pero eso la ley no lo reconoce todavía”, señala Jayro.
Estas dificultades no son aisladas: forman parte de una tendencia regional donde el derecho a la vivienda es desplazado por la lógica del mercado. En América Latina y el Caribe, el avance del extractivismo, el despojo territorial y la financiarización del suelo urbano y rural generan condiciones adversas para cualquier forma de vida comunitaria. Las cooperativas no solo deben organizarse sin apoyo estatal, también enfrentan un entorno hostil que penaliza lo colectivo y favorece la acumulación privada.
“Hoy soy cooperativista y eso significa que no estoy sola, que somos muchas y que podemos”.
El sueño de una vida mejor: cooperar como forma de esperanza
En un contexto donde las juventudes ya no pueden imaginar un futuro con vivienda propia, estas experiencias devuelven la esperanza y ponen en el centro a la organización para lograrlo. “Cuando una persona adulta por primera vez puede decidir cómo va a ser su casa, cómo va a ser su barrio, algo cambia porque el sueño se vuelve real”, dice Jayro.
Gladys, Amada y cientos de mujeres como ellas lo saben: el cooperativismo no es una solución mágica, pero es una herramienta poderosa. Les dio vivienda, sí. Pero sobre todo, les dio comunidad, pertenencia y herramientas para transformar su vida. “Yo no me aparté más. Hoy soy cooperativista y eso significa que no estoy sola, que somos muchas y que podemos”, dice Gladys.


Estas experiencias no solo mejoran la vida de quienes las integran, también desafían las lógicas predominantes del acceso a la vivienda y la organización social. Frente a un modelo centrado en la propiedad privada y la especulación, las cooperativas proponen una alternativa concreta basada en la participación y la gestión democrática. En un escenario regional marcado por la desigualdad, la informalidad y el despojo urbano, estas formas de organización demuestran que otra manera de habitar es posible.