Hoy mi cuerpo fue una masacre televisada
Hoy mi cuerpo fue una masacre televisada obligada a calzar en clips de sonido
y límites de palabras
con suficientes estadísticas para contrarrestar una respuesta mesurada
Enseñamos vida, señor. Rafeef Ziadah
No importa cuando leas esto, hoy nuevamente Israel bombardeó Gaza. Cerca de 43 mil personas fueron asesinadas en Palestina por el plan de contraofensiva comandado por Netanyahu después de la masacre del 7 de octubre de 2023, cometida por Hamás en territorio israelí. Ese atentado le costó la vida a 1.200 personas, y cerca de un centenar aún permanecen como rehenes. Claramente, el plan de contraofensiva no logró o no sirvió para liberar a quienes todavía están en cautiverio. Hace dos semanas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) anunció la evacuación de más de 100 pacientes de los hospitales de Gaza de los cuales; la prensa informa que un tercio son niñas y niños. Según datos de la ONU, es el mayor operativo de ayuda humanitaria desde octubre del año pasado. Ya no hay hospital que resista tanta muerte, ni recursos para atender a tantas personas heridas, pero sí parece haber una civilización dispuesta a tolerar otro genocidio, tal como lo calificó en su informe de marzo de este año, Francesca Albanese, Relatora Especial para las Naciones Unidas ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Albanese tituló el informe como Anatomía de un genocidio.
Hay décadas de evidencia estadística, resoluciones de la ONU, testimonios, noticias, y sobre todo, imágenes de la masacre contra el pueblo palestino. Nuestro presente cuenta en imágenes cotidianas el genocidio; hay que tener el algoritmo demasiado adiestrado (o vigilado) como para que en algún momento del día no se cuele una foto o un video que cuente el brutalismo humano que ocurre en Gaza. Pero al contrario de lo que solemos creer, ni las noticias, ni las imágenes hablan por si solas, es necesario trabajar en la narrativa y encontrar palabras, abrir diálogos y reflexiones urgentes que nos permitan comprender la complejidad del discurso hegemónico que durante años fraguó judaísmo y sionismo como una misma cosa y como una única identidad posible para sí y por sobre otras, aún después del Holocausto.
Camila Baron emprendió esta tarea en 2017, sin pensar en ese momento que su diario de viaje se convertiría en Derecho de nacimiento. Crónicas de Israel y Palestina, que lo editaría en 2024 Rara Avis y que, sin dudas, se convertiría en un libro imprescindible para, -contradiciendo a Spinoza- entre risas y lágrimas, no renunciar a comprender. Las páginas de aquella libreta roja con las notas de cada jornada como método de supervivencia, se abren desde la intimidad en un ensayo sensible que nos entrega toda la potencia política de un manifiesto anti supremacista. Las crónicas se escriben en el viaje del programa BRIA, cuyas siglas en inglés refieren a Birthright Israel Argentina y en su versión local se lo conoce como Derecho de Nacimiento. Es una iniciativa que lleva varios años y tiene como objetivo convocar a las y los jóvenes de la diáspora judía para viajar a Israel a conocer la historia, las costumbres, promover el arraigo e intercambiar experiencias con jóvenes israelíes. Sin embargo, desde el inicio la atmósfera que cubre este viaje está cargada de tensión, una sensación opresiva y de control constante acompaña los días del contingente al pasar de una ciudad a otra, entre charlas que buscan acentuar las bondades del Estado de Israel, la esencia del ser judío y la cotidianeidad de una vida militarizada que comienza en la adolescencia con el paso obligado por el ejército como condición para alcanzar una ciudadanía plena. “Mi mejor amiga del colegio no quería ir al ejército”, cuenta Maia. Se hizo pasar por religiosa, pero en la charla con el rabino verificaron que no lo era. Tuvo que ir igual. Ahora cumple una condena de un mes en prisión militar porque faltó varias veces a la base”, escribe Camila.
Maia es muy joven; cuenta cómo le temblaban las manos en las prácticas de tiro, y en su cuerpo quedó la marca de un estado de guerra. Ante un estruendo fuerte su cuerpo le recuerda un hecho traumático y sin poder controlarlo, vomita. Es uno de los pocos momentos en los que lo normalizado es perforado por el terror real de vivir en una sociedad militarizada en la que hasta el aleteo de los pájaros se puede confundir con explosiones. Pero luego ese temblor pasa, el orden se recompone y la historia oficial retoma su curso. “Así funciona la sociedad militarizada: convencida de ser víctima de odio, de estar en peligro de extinción (no solo de la población local, sino de los judíos del mundo entero). La soberbia supremacista actúa inoculando el miedo junto con la vergüenza de tener miedo”, dice Silvana Rabinovich en el prólogo del libro.
“Me doy cuenta que nunca estuve tan cerca, durante tanto tiempo, de un arma de verdad y cargada”, cuenta la autora y nos trae las imágenes de las calles en las que chicos y chicas caminan con sus uniformes, se abrazan; una pareja camina de la mano como si sus cuerpos no estuvieran atravesados en la espalda por fusiles. Hace unos pocos días, más precisamente el 8 de noviembre pasado, la BBC publicó otro informe elaborado por la ONU en el que se denuncia que el 44% de las víctimas en Gaza son niñas y niños cuyas edades más representadas en el informe van de los cinco a los nueve años. Pareciera que las niñas, niños y adolescentes también son objetivos del ejército de Israel como si la orden fuera exterminar el futuro del pueblo palestino. Son estos jóvenes militares israelíes quienes disparan sobre Gaza, se toman fotos en medio del horror y sostienen, como Gabriel: “No maté personas, maté animales”. En esta afirmación, se encarnan décadas de un proceso profundamente deshumanizador, tanto como el que vivió le pueblo judío antes y durante el Holocausto. Esta es la singularidad, dice Ariel Feldman en su ensayo La identidad secuestrada, que se vuelve medular: “La gran víctima de la modernidad europea, los judíos, que estarían representados por el Estado de Israel, están cometiendo un genocidio en Gaza”.
En el transcurso del viaje, Camila advierte algo central: “El programa ya no busca contribuir al cálculo demográfico sino formar jóvenes embajadores capaces de sostener el relato que a veces toma la forma de silencio y, otras, de censura”. Sostener el relato es no cuestionarlo, ser verdaderamente judío y enaltecer los valores del pueblo históricamente perseguido, de la “única democracia” de medio oriente y su progreso tecnológico. Ante todo, es defender el proyecto colonizador del sionismo que confinó al desarraigo al pueblo palestino desde 1948, incluso impidiéndole el retorno, y que hoy se expresa en el acto más brutalista de la humanidad como es un genocidio. A quien cuestione se le dirá que no entiende, se le acusará de antisemita o, se le dirá “judía vergonzante” como Camila recuerda que le dijeron a Hannah Arendt por cuestionar los tribunales israelíes. Por eso, es imprescindible separar al judaísmo del sionismo, porque cuestionar el colonialismo y el proyecto de limpieza étnica del Estado de Israel no constituye una práctica antisemita, sino un grito desesperado para ponerle fin a las atrocidades a las que se somete al pueblo palestino porque en ellas está en juego la condición humana.
Hace un año, Mahmud, integrante de un organismo de ayuda humanitaria desde Palestina decía a LatFem: “Yo no sé si voy a poder terminar esta entrevista o si un misil va a matarme antes. Yo solo quiero aportar que ahora mismo hay civiles sentados en la oscuridad sin agua, comida, ni electricidad, esperando la muerte en manos del cuarto país más poderoso del mundo que es Israel”. A un año de este testimonio, Israel sigue atacando Gaza. En su ensayo Palestina, el contratiempo, que forma parte del libro Palestina. Anatomía de un genocidio editado por Tinta Limón, el traductor y filósofo chileno, Pablo Abufón sostiene: “En Palestina se habita el tiempo permanente de la resistencia y en ella se desenvuelve con intensidad la resistencia del tiempo a vaciarse de su humanidad”. Es urgente frenar la maquinaria de deshumanización, es necesario rastrear en el acervo judío que no es la que representa únicamente el Estado de Israel y que Camila Baron recupera en sus crónicas.
El pensamiento de Hannah Arendt, Baruch Spinoza, Rosa Luxemburgo, y otrxs, componen esa tradición judía rebelde, humanista y alterna al poder. Una tradición que no se forja mediante una matriz identitaria a partir de su abyecto, de su otro constitutivo y deshumanizado. No hace falta mostrar credenciales judías para tomar la tarea que propone el libro e inventar la palabra que sirva de antónimo a todo supremacismo. Tal vez, como en algún momento dijo Eduardo Grüner, haya que volver loca a la lengua para hacerla decir lo indecible. Esa tarea colectiva tendrá lugar entre conversaciones, poesía, música y abrirá puertas que celebren el pasaje a la liberación y el fin de la opresión. Derecho de nacimiento, de Camila Baron, ya forma parte de esa tradición humanista y más que una excusa, es una oportunidad para el diálogo.