Derechos de autoras

La discusión acerca de la circulación virtual y gratuita de obras literarias contemporáneas se revitalizó en tiempos de pandemia. Se recogieron viejos problemas acerca de los derechos de autor, la categoría de bien cultural y la crisis de la industria del libro. Pero poco se dijo sobre la polémica con “ojos feministas”. La poeta y librera Melina Varnavoglou escribe una nota de opinión pensando el consentimiento, las condiciones de producción y los cuerpos de las autoras.

Una reeditada polémica recorre los pasillos virtuales del circuito literario argentino. En el contexto de la pandemia, se creó un grupo denominado Biblioteca Virtual, donde sus usuarixs (al día de hoy, casi 17 mil) comparten PDFs y Epubs para libre descarga. Si bien la discusión sobre si publicar libros nuevos y en circulación en librerías ya existía, el enfrentamiento comenzó cuando fueron subidos, sin autorización de las autoras, copias digitales de los libros de Dolores Reyes, Camila Sosa Villada y Gabriela Cabezón Cámara.  Al pronunciarse, tanto ellas, como por otro lado la administradora de la Biblioteca, la poeta Selva Di Pasquale, recibieron fuertes agresiones. Sumado a esto, algunos medios hegemónicos (Clarín, La Nación) hicieron de esto una “lucha en el barro” de escritoras, generando aún más exposición para todas. 

Si bien sería falso decir que esta afrenta haya estado movida por la misoginia, no puedo evitar ver la cuestión con “ojos feministas” (Sara Ahmed).  En medio del fuego cruzado de posiciones sobre los derechos de autor y la liberación de copias digitales de libros, quedó relegado a un segundo plano el consentimiento de las autoras y sus derechos. Esta situación puede servirnos de excusa para indagar sobre las condiciones materiales de producción de literatura feminista en Argentina.  

Heroínas populares vs. bestsellers femeninos

Que el nuevo canon de la literatura argentina y quizás mundial está encabezado por mujeres es un hecho indudable.  Pero no toda la “escritura de mujeres” es igual ni tiene el mismo valor y cada una demanda condiciones materiales de producción diferenciadas.

El panorama actual es muy diferente a aquel en el que solo podían llegar a la publicación un puñado de mujeres de la aristocracia argentina como Silvina Ocampo o Sara Gallardo. A pesar de sus esfuerzos y privilegios, las mujeres de este puñado fueron en vida y durante la mayor parte de la historia de la literatura olvidadas, un olvido que favoreció a los grandes escritores varones de nuestra tradición. Mientras que en el siglo XIX las mujeres tenían que usar pseudónimos masculinos (George Sand) para poder publicar, ahora tenemos mujeres al mando de editoriales. Esta transformación se la debemos además de a la lucha feminista, al avance en los derechos de lxs trabajadorxs de la cultura.

Sin embargo, aún estamos lejos de una situación equitativa y siguen siendo minoritarias las mujeres, lesbianas, travestis y trans que pueden dedicarse tiempo completo a la escritura. En el planteo de las escritoras se incluyeron menciones a cómo las regalías habían ayudado a constituir un ingreso que les permitió garantizar algunos aspectos de la reproducción de sus vidas. Todas intentamos “vivir de la literatura”, pero la demanda de tiempo que requieren nuestras obras, muchas veces impide que podamos sostener la producción de otros ingresos (docencia, investigación, periodismo). Estos trabajos, a su vez, son también muy precarizados y distan de ser inclusivos, en general, pero aún menos lo son para mujeres pobres, lesbianas y personas trans. Ni hablar de las condiciones si somos madres, o esposas que realizan doble o triple jornada. 

Si encima sus escrituras (difícilmente apropiables para pinkwashing) vehiculizan sentidos políticos profundos, a contramano de la moral patriarcal y los imaginarios capitalistas, esas obras tienen el camino más difícil para ser de lectura masiva. Es por eso que, si queremos apoyar esas visiones del mundo, debemos pensar en primer término en mejorar las condiciones materiales de producción de escritoras de este tipo. 

¿Queremos más libros como Indias blancas –una historia de amor romántico escrita por Florencia Bonelli que construye el estereotipo de mujeres superpoderosas reforzando el imaginario colonialista—o como Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara –una reversión en clave lésbica del mito fundacional del gaucho argentino—? ¿Queremos que tenga más tiempo para escribir una influencer o una docente de Pablo Podestá?

Sin intenciones de cuestionar el consumo o la preferencia de nadie, esta pregunta busca reponer una de las aristas que suscitó este debate: la del trabajo artístico y los grupos editoriales. Mientras que la tirada de cualquier saga de la autora de bestseller femeninos ronda entre los 20.000 y los 30.000 ejemplares, la máxima del libro más vendido de Gabriela Cabezón Cámara, Las aventuras de la China Iron (del mismo sello editorial, Random House) fue de 5000.

Además de la cantidad, podemos prestar atención a cómo y dónde los libros de cada autora se venden. Un librero del Ateneo Grand Splendid me comenta que todos los días sin excepción vende de 5 a 10 ejemplares de algún libro de Florencia Bonelli y que obviamente ni precisan recomendación.  En cambio, los libros de las escritoras de las que hablamos, fueron ranking de ventas mayormente en librerías independientes, donde la recomendación librera y la difusión en medios populares es lo que enmarca el interés y propicia la venta. Es decir, circuitos alternativos al marketing empresarial, que hacen de estos sucesos literarios un hecho artístico, de participación colectiva y no en cambio un hit comercial, que no favorecen en nada a la cultura ni generan comunidad, y sólo alimentan las ganancias de los grandes grupos editoriales y el perfil emprendedor de sus autores bestseller.  

Analizando un poco la página web de la autora de novelas románticas, podemos ver la estrategia que sus promotores han implementado ante la pandemia: una foto de ella la muestra solícita a que sus libros se regalen, mientras que desde su Instagram están “liberando” micro-cuentos inéditos.  En estos casos, la asimilación de la obra con su producto es total, así como la figura del escritorx con su branding.  

Si bien este tipo de escritorxs son trabajadores de la palabra, o ya microemprendedores, no son, para mí, escritores artistas ni trabajadores de la cultura. Porque no toda palabra es cultura ni todo libro representa un bien cultural. Como establece la feminista española Brigitte Vasallo (a quien parece también le llego un poco de esta polémica): “la gratuidad de productos culturales repercute directamente en una exclusión de clase para la creación de esos productos culturales y en el monopolio de las grandes cadenas de producción, cuyos intereses tienen mucho más que ver con el capitalismo que con la cultura”. 

¿Para qué me piratean si después me gritan?

Es dentro de este marco que creo hay que comprender el planteo que las escritoras Gabriela Cabezón Cámara, Dolores Reyes y Camila Sosa Villada han hecho. Selva Almada, fundadora de la Unión de Escritores y Escritoras (una asociación conformada en 2017 a raíz de un debate similar a este), se pronunció al respecto en solidaridad con sus colegas. Para esta nota, nos dijo:

“Todos hemos leído pdf bajados de la red; todos hemos leído de fotocopias alguna vez… creo que ninguna de las personas que participamos de esta discusión estábamos diciendo que nunca jamás leímos un pdf. Acá lo que se cuestionó es que un grupo de colegas subiera libros que salieron hace poco de colegas a los que podrían haberles mandado un mensaje preguntándoles si estaban de acuerdo en que sus libros estuvieran allí. El cuestionamiento fue básicamente ese y si hablamos de usar el trabajo de otro sin autorización siempre vamos a terminar hablando de derechos de autor. Y los derechos de esas autoras y autores fueron vulnerados”.

Ninguna hizo una denuncia ni formal ni informal, sino que se apersonaron ellas mismas y no sus editores o promotores, frente al grupo virtual. Aceptaron las disculpas de quienes las pidieron, pero la polémica continuó.  Que quienes dieron la cara hayan sido las que sufrieron personalmente agresiones (todas ellas, así como también la administradora del grupo Selva Di Pasquale, quien ha dado su testimonio en una nota con Hinde Pomeraniec), muestra que no podemos subestimar el poder nocivo que tiene el anonimato que una red social, en este contexto de virtualización total, otorga. Durante días las escritoras fueron bombardeadas de mensajes, se usó su foto y falsos testimonios en notas, fueron acusadas de “defender a la patronal”, de “caretas”, “embajadoras del copyright” y hasta de hacer todo esto para buscar más fama y acrecentar sus ventas. 

Convalidemos o no los modos en que lo hicieron (¿hasta cuándo la crítica a las mujeres por nuestros modos de protesta?), pienso que este planteo fue necesario principalmente por dos motivos:

  • Representó una alarma contra la alienación que la digitalización de la industria del libro y de otros contenidos culturales está generando. Se está difuminando cada vez más la relación entre productores y consumidores.
  • Sigue siendo muy válida la discusión sobre los distintos tipos de propiedad intelectual o su abolición y está más que claro que la intención de ese grupo, a diferencia de sitios de piratería, fue la de socializar materiales y generar una comunidad lectora (también se realizan lecturas en vivo) a los que es difícil acceder durante la cuarentena. De todos modos, la industria del libro, que viene ya de una crisis de largo aliento, y que en este contexto no la tiene fácil tampoco, está activa y tiene sus instancias bien concretas. En ella se emplea y produce sin absoluto respaldo por parte del Estado, lo cual, tratándose de un rubro de bienes culturales, lo coloca en desigualdad de condiciones con otros rubros de la actividad comercial. 

Que ellas se reconozcan como parte de esa cadena es saludable, que den talleres en librerías y centros culturales independientes o nacionales; que ahora como cualquier docente desde sus casas y no a través de plataformas de cursos online de capitales trasnacionales como las que están surgiendo (se me hace risible imaginar a alguna de ellas dando un curso por Domestika o Coursera); que las inviten y que vayan a numerosas escuelas y bibliotecas populares, habla de otro modo de producción y de su vocación por generar comunidad lectora y no en cambio clientes o followers.

La confusión es derivada del gris gremial en el que está nuestro trabajo, de ahí que las traten como si estuvieran defendiendo las ganancias de un producto y no sus derechos sobre la obra. Se habló de la importancia de las regalías, dado que representan un ingreso que les permitió dejar alguno de sus otros trabajos o mejorar sus condiciones de vida, sí. Pero los derechos de autor son mucho más que el copyright y las regalías. Los derechos de autor son, al momento, el único marco legal que tiene el autor respecto de lo que se haga con su obra. Un derecho que es bastante reciente para todxs, pero aún más en cuanto a las autoras mujeres, lesbianas y trans, que han tardado mucho más en acceder a la publicación y a tener contratos decentes. Es por eso que se defendieron con tanta fruición: haber consentido con la circulación sin autorización de sus libros, hubiese supuesto que el marco legal que con tanto esfuerzo se logró conseguir, no tiene ningún valor ni función.  

Luego está la opinión sobre las decisiones ético-políticas que un autorx pueda tomar respecto de los canales de comercialización que existen. Algunas de estas autoras publicaron sus primeros libros y quizás seguirán haciéndolo en editoriales independientes, otras han pasado a adoptar la postura de aceptar contratos que puedan garantizar otras condiciones. Nos cuenta la escritora de Chicas muertas

“Yo tenía el proyecto del libro de no ficción Chicas muertas y a Mardulce no le interesaba así que ellos mismos me aconsejaron que buscara otra editorial. Desde hace un par de años y aunque todavía tengo contratos vigentes con Mardulce, estoy trabajando solamente con Random. Creo que la diferencia fundamental entre una editorial mediana y una transnacional es que la segunda puede hacer tiradas más grandes y que tiene una distribución muchísimo mayor; además de ofrecer adelantos un poco más interesantes y cumplir a rajatabla con las fechas de pago de las regalías”.

Son caminos dentro de las opciones de la industria editorial, pero no hay que olvidar que la elección que un autorx hace se basa, en todos los casos, en una distribución del valor muy desigual respecto del trabajo que realizan y el producto, ahora sí, que se genera. Del precio de tapa del libro, el autor obtiene un 10% de las ventas. Lx autorx no está directamente involucrado en el comercio de los libros. Allí entra, en primer lugar, su editorx, que tiene que extraer de la ganancia los costos de impresión (25%) y distribución y venta (50-60%). Precisamente, en este paso de la cadena, radica la concentración de poder de los grandes grupos editoriales que imprimen y distribuyen lo mismo que editan. Finalmente están las librerías, cuyo porcentaje depende de las condiciones de negociación con los distribuidores, suele ser en promedio el 40%. Gracias a la Ley de precio único (2002) el PVP (Precio de Venta al Público) está unificado en todas las librerías, sin embargo, por las desigualdades recién mencionadas en la industria editorial no todas las editoriales pueden imprimir lo mismo ni tienen los mismos gastos, ni tampoco ofrecer las mismas condiciones de trabajo a sus autores. Todo esto impacta directamente sobre el precio del libro, encareciendo un bien cultural que debería ser mucho más accesible que cualquier otro objeto del mercado.

Incorporemos

Que solo cinco autoras de literatura independiente y feminista puedan aspirar a vivir, algún día, del porcentaje de sus ventas, habla de un problema en la economía de la literatura.  También ilustra que el mercado sigue estando más concentrado en producir relatos patriarcales y clasistas o bien edulcorados con “una mirada femenina”. Las autoras de bestsellers femeninos sí pueden vivir de regalías y, en cambio, estas autoras probablemente nunca puedan hacerlo. Que Camila Sosa Villada sea la primera escritora trans en publicar en una editorial transnacional, habla de un avance en la ampliación y en el reconocimiento de derechos del colectivo travesti trans, no de un privilegio.

Pero si las criticamos por decir que con sus regalías pudieron “comprarse un lavarropas” (Villada), estar “cuatro meses enferma sin poder trabajar” (Cabezón Cámara), o “comprarle mochilas a sus hijos” (Reyes), estamos bastante lejos de poder seguir abriendo el juego a que más escritoras puedan vivir de su literatura. 

Decir “esto lo escribí yo, lo editó tal, se imprimió en tal lado”, no quiere automáticamente decir “esto es mío”, sino que es simplemente recordar, porque en tiempos de pandemia muchas presencias se olvidan, que detrás de esa obra hay no uno sino varios cuerpos en juego. 

Con el mismo cuerpo que las mujeres, lesbianas, trans y travestis recibimos violencia, escribimos. La escritura feminista es, al decir de Walsh, parte de este “violento oficio”; es una violencia usada a nuestro favor, contra los poderes, para generar fuerzas distintas. Me atrevo a afirmar que es desde este lugar que provienen las escrituras de las escritoras de las que hablamos: violentadas en sus vidas personales por estar fuera de la heteronorma y la cisexualidad o por nacer en un barrio pobre. De esa misma vida salieron historias feministas tan valientes y de poder ficcional indestructible como Cometierra, Las aventuras de la China Iron o Las Malas.  

Como lo hacen sus personajes, las autoras pusieron el cuerpo. Y recibieron a cambio violencia por exigir consentimiento para compartir su obra, por apenas decir NO, algo absolutamente fundamental para las feministas. 

Sigue siendo muy válida la discusión sobre los distintos tipos de propiedad intelectual o su abolición y está más que claro que la intención de espacios como la Biblioteca Virtual es la de generar comunidad lectora durante la pandemia. Pero pienso, al igual que algunxs colegas, que nos esperan efectos más graves que esta discusión, como la plataformización completa de la cultura del libro. Si por empezar a vulnerar derechos vamos a abrir la puerta a que la industria del libro sea a futuro suplantada por plataformas monopólicas virtuales de contenidos culturales, como Spotify o Netflix, si por el afán de circular copias digitales vamos a pasar por alto el marco legal que ampare el derecho de los autores en su pleno ejercicio; si se puede ser indolente ante el reclamo que nuestras trabajadores de la cultura hicieron; si, en definitiva, estas son las condiciones de la nueva “cultura libre” en cuanto a los libros, entonces no estoy de acuerdo con ese tipo de libertad, porque se consigue a costa de invisibilizar la precarización de nuestro trabajo, o sea de la reducción de la libertad para escribir, sin la cual será también más estrecha la de lxs lectores.

*Poeta y librera. Escribió “Por mano propia” (Caleta Olivia, 2019) y trabaja en la librería Otras Orillas.