Desarrollo, ¿para quién?

Salir de la encrucijada entre economía y desarrollo es fundamental para lograr la transición a un modelo de desarrollo inclusivo y sustentable. En este ensayo, María Paula Lucero, politóloga y especialista en ambiente y desarrollo sustentable, traza un mapa para pensar una matriz energética inclusiva y democrática.

La forma que adoptó el modelo de desarrollo dominante gira en torno a la explotación intensiva de recursos naturales —en gran parte no renovables— y la expansión de actividades extractivas hacia territorios antes considerados como “improductivos”. Ello trae aparejado el empeoramiento de las condiciones de vida de comunidades, el aumento de la degradación ambiental y la emergencia y/o intensificación de conflictos socioterritoriales en los espacios en los que se instalan los proyectos extractivos.  De esta tensión entre ambiente y desarrollo se desprenden una serie de desafíos que deben ser resueltos para poder lograr la transición a un modelo de desarrollo inclusivo y sustentable.

Desde su incorporación al mercado mundial, la división internacional del trabajo ha colocado a América Latina como región abastecedora de materias primas para los países centrales. Pero la dimensión ambiental no fue tenida en cuenta en las discusiones y teorías sobre el desarrollo hasta los años 70 —cuando empezaron a visibilizarse las consecuencias ambientales negativas producidas por las actividades humanas— y, en general, la cuestión ambiental parece ceder ante el imperativo del desarrollo. Paradójicamente, el combo de pérdida de biodiversidad, infertilidad de los suelos, agotamiento de recursos y otros signos de la degradación ambiental socavan las bases que hacen posible el desarrollo y el crecimiento económico.

Si bien el modelo desarrollista imperante se basa en la explotación intensiva de los recursos naturales, la naturaleza, en tanto parte constitutiva del ambiente, no aparece dotada de un valor intrínseco debido a que su mercantilización implica que la misma sólo sea valorada en función de su grado utilidad en la producción y reproducción del capital. Como dirá el ecólogo marxista James O’Connor: “ni la fuerza de trabajo humana ni la naturaleza externa ni las infraestructuras se producen de manera capitalista, aunque el capital trata estas condiciones de producción como si fuesen mercancías o capital mercantil”.

En los últimos años, la incorporación de la dimensión ambiental en las discusiones sobre el desarrollo ha cobrado protagonismo y es un debate que lejos está de encontrarse saldado. Para los organismos internacionales, las carteras de crédito y los diversos gobiernos la agenda ambiental del desarrollo parece centrarse en la forma que asumirá el crecimiento económico en un futuro con agotamiento de recursos y crisis climática. La agenda ambientalista, por su parte, aboga por una transición justa que contemple los derechos de los trabajadores, las comunidades y el ambiente. De ambos lados, la forma en que se entiende el desarrollo y el lugar que debe ocupar el ambiente entra en discusión.

La pregunta de sí el extractivismo permite alcanzar el desarrollo depende de qué se entiende por desarrollo. Está claro que el aumento de la explotación de recursos naturales trae aparejado un aumento de divisas y crecimiento económico y productivo, pero eso no siempre redunda en una mejora de las condiciones de vida de quienes habitan los territorios de donde se extraen esos recursos. En Argentina, durante 2022, las exportaciones alcanzaron una cifra récord con 88.446 millones de dólares, según datos de Cancillería. Al mismo tiempo, la pobreza alcanzó al 39,2% de la población.

Dada la responsabilidad de la matriz energética dominante en la crisis ambiental actual, en los últimos años la agenda de diversos organismos internacionales se encaminó hacia una transición energética. La sustitución de fuentes basadas en combustibles fósiles por la adopción de fuentes renovables —sol, viento, biomasa, entre otras— ocupó el centro de la escena, no exenta de tensiones geopolíticas. 

La energía fue la piedra angular para el funcionamiento del modelo de desarrollo —o mal desarrollo— dominante. La transición del carbón al petróleo, ocurrida luego del descubrimiento del primer pozo petrolero económicamente “viable” en 1859 en Texas, Estados Unidos, sentó las bases para la consolidación de un nuevo modelo de acumulación de este combustible como su pilar.  El papel del petróleo en el desarrollo del capitalismo explicaría que su agotamiento suponga una crisis sistémica y global ya que si —como establece la primera ley de la termodinámica— la energía es siempre constante porque no se pierde ni distribuye, sino que se transforma, en el escenario actual no estaríamos ante una crisis energética, sino más bien, ante una crisis de transformación de esa energía como fuente de obtención de ganancia, tal como afirma el filósofo norteamericano George Caffentzis en su libro Una teoría marxista del valor-trabajo a la luz de la industria petrolera.

La energía como mercancía vs. la energía como derecho  

Es innegable la importancia que reviste la energía en la transición hacia un modelo de desarrollo sustentable, pero la forma que asume la transición centrando la atención en la cuestión energética pareciera ser el árbol que nos tapa el bosque. Las discusiones sobre la relación entre la matriz energética actual y el modo de producción y generación de riqueza, los derechos laborales y de las comunidades, la participación política de usuarios y consumidores, no parecen formar parte del debate en el que la energía continúa siendo considerada una mercancía valorada en función de la ley de oferta y demanda, y no lo que verdaderamente es: un derecho.

La tendencia hacia la monopolización de la transición por parte de países centrales, organismos internacionales de crédito y empresas del sector choca de frente con el intento de reverdecer el sistema económico basado en energías fósiles mediante un discurso pro-energías renovables que invisibiliza las múltiples dimensiones —culturales, territoriales, políticas, sociales, económicas y ambientales— de la energía.  

En no pocos países de la región se han implementado en los últimos años emprendimientos de energías renovables que funcionan bajo la misma lógica extractivista que opera en la explotación de combustibles fósiles. En Argentina, los casos de la minería del litio y Vaca Muerta ilustran la forma en que se despliega en la región la agenda de la transición energética. Tanto el litio como el gas son presentados como elementos claves para transitar hacia una sociedad baja en carbono y reducir las consecuencias derivadas del uso de hidrocarburos —contaminación ambiental, aumento de gases de efecto invernadero, entre otros—. El marco institucional global que los percibe como “recursos estratégicos” impulsa su explotación, llevada a cabo, en su mayoría, por empresas de capital transnacional. Así, en esta nueva división internacional del trabajo, los países de América Latina brindarían los recursos requeridos para la transición energética de los países del norte. 

Las lógicas que subyacen a estos recursos “puentes” para la transición muchas veces implican la violación de derechos de las comunidades, la falta de un desarrollo que permita generar valor agregado, con regalías que rondan el 3% —para el caso del litio— y el 12% —en el gas— parece conducir nuevamente a un sendero equivocado de desarrollo. Las “ventajas” de ser un país rico en recursos naturales altamente demandados en el mercado mundial no parece generar un derrame económico que beneficie a las comunidades donde estos emprendimientos se instalan, más bien parecería transformar la matriz hacia una economía de enclave. Basta poner la lupa sobre Jujuy para ver el interés extractivista y empresarial que existe sobre estos territorios.

El intento de construcción de un nuevo sentido respecto al extractivismo intrínseco al modelo de desarrollo es, de alguna manera, una respuesta adaptativa del propio modelo ante la emergencia de demandas y cuestionamientos —cada vez más fuertes— respecto a sus efectos socioambientales negativos. En el marco de una transición que no cuestiona el modelo de desarrollo dominante, los costos sociales y ambientales de la transición tampoco parecen ser tenidos en cuenta. Con el intento de “reverdecer” el sistema económico se monopoliza la transición energética bajo una lógica neocolonialista con una nueva forma de despojo y desigualdad. En el contexto de crisis socioambiental en el que estamos inmersos, tanto la política como la planificación y la gestión de la transición energética se ha vuelto una tarea urgente con el fin de sentar las bases para lograr el cambio hacia un modelo de desarrollo menos predatorio, más inclusivo y democrático. Para lograrlo, la pregunta central sigue siendo: desarrollo, ¿para quién?

Esta nota fue realizada a partir del taller “Energía, economía y ambiente. Miradas feministas desde Latinoamérica”, organizado por el Observatorio Petrolero Sur y LatFem.