“No quiero
que mis muertos descansen en paz
tienen la obligación
de estar presentes,
vivientes en cada flor que me robo
a escondidas
al filo de la medianoche
(…)
Los conmino a estar presentes
en cada pensamiento que desvelo”
Dos de noviembre, Stella Díaz Varín
Son las doce del mediodía del sábado 2 de noviembre y las calles de Ocotepec están vacías. El sol de invierno repica en el cemento y levanta temperatura. Casi todos los habitantes del pueblo ya están reunidos en un mismo lugar: el cementerio.
En realidad, los cementerios son dos. El panteón comunal viejo es el más grande, y es donde están enterradas las personas del pueblo. En el arco de su entrada colonial, en letras blancas, se lee: “Donde terminan las penas y empiezan los recuerdos”.
— Por ejemplo, si vos te murieras, te enterrarían allí.
Explica Claudia, y señala con el dedo índice un punto por sobre mi hombro. Es que separados por diez metros, del otro lado de la pedregosa calle Hidalgo, está el panteón más nuevo, donde se entierra a aquellos que vivieron en los alrededores de Ocotepec, o eran turistas o migrantes.
Claudia es una de las cientas que pasarán el día en el cementerio. Está con su hermana Laura, que llegó desde Monterrey a visitar la tumba de su madre, muerta hace unos días.
— Nosotras no hacemos ofrenda esta vez porque, según usos y costumbres de aquí, tenemos que esperar al año que viene para recibirla.
No celebrarán entonces ahí, en el nicho de Teresa, pero irán a recorrer los de otros conocidos y vecinos, para brindar. Llegaron a las siete de la mañana y se irán pasadas las cinco de la tarde.
Los miles de nichos de los dos panteones están llenos de flores naranjas brillantes casi fluorescentes. Es la flor de cempasúchil la que huele y viste el cementerio; la flor tradicional del día de muertos en México, que para distintas comunidades indígenas locales, simboliza la vida y la muerte.
En algunas tumbas, hay dos o tres cempasúchil. En algunas, diez o veinte. En otras, están las flores en la tierra, y a su alrededor, pétalos esparcidos. Hay tumbas, completamente tapadas con esos pétalos anaranjados furiosos, donde lo único que llega a verse es la cruz de madera y la cruz de hierro donde se lee el nombre de la persona enterrada y el año de su muerte. Algunos, acompañan el cempasúchil con crisantemos, rosas, flores nubes y terciopelos.
— En esta época, duplicamos las ganancias de todo el año.
Lo dice Antonio, que tiene un puesto de flores en la calle central de Ocotepec, al lado de la Iglesia y para este día, puso varias flores en su carrito y se instaló frente a las puertas del cementerio.
Poco después de las doce, una banda del pueblo con instrumentos de viento entona distintas canciones de la Iglesia y da paso a la misa. Las familias reunidas hasta entonces alrededor de los nichos se congregan en el centro del cementerio, bajo la glorieta. El cura lee los nombres de las personas que murieron durante el último año.
Salvo ese momento de solemnidad, el clima es festivo en los dos panteones; las familias se sientan en ronda a almorzar o merendar, alrededor cada nicho; algunos en banquito y otros, en el pasto mismo; algunos destapan una, dos, tres cervezas y comen tacos. Otros, se emborrachan; algunos, cantan a capella; algunos contratan mariachis; algunos ríen, cuentan anécdotas. Otros, tienen a mano los pañuelos de papel por si acaso viene el llanto. Hoy en el cementerio hay fiesta.
Los preparativos
Es jueves 30 de octubre, Conny Trejo tiene 35 años y está cansada. Aún faltan dos días para que las casas abran sus puertas y compartan las ofrendas para recibir a sus muertos. Pero ella es artesana, trabaja con papel y se dedica a preparar los altares de muchas de las casas del pueblo para estas fechas. Su trabajo empezó hace semanas y aún no termina. Este año, además, la municipalidad de Ocotepec la contrató para que decore también el altar que le harán a los seis trabajadores fallecidos en el último año.
— Como cien personas murieron en total este año acá en Ocotepec.
Según el último censo de 2020, los habitantes de Ocotepec son poco más de catorce mil. “La mayoría de causas naturales”, explicita Conny pero también aclara que varios murieron asesinados y por accidentes. A ellos, en Ocotepec se los conmemora el 17 de octubre, a diferencia de la mayoría de las regiones del país, que lo hacen el 28.
Conny aprendió el oficio de su tía, quince años atrás. Su tía le dijo que ya nadie más hacía altares tradicionales, que se iba a perder la costumbre. Cinco años después, Conny comenzó a dedicarse profesionalmente y montó su propia empresa. Casi siempre, dicen, le piden lo mismo: calaveras, cruces. Sin embargo, en el pueblo hace poco murió una maestra y como no era católica, explica Conny, la familia le encargó que hiciera adornos en relación a su trabajo. “Hicimos una pizarra, letras del abecedario, números y una manzana.”
Mientras lo dice, le pide a una de sus ayudantas que averigue cuáles son los nombres de las personas que hay que poner en el altar. Al mismo tiempo, recorta figuras en papel maché y le da indicaciones a su hermano menor para que compre más del amarillo, que no alcanzó.
— Tiene que quedar perfecto.
Conny se lo dice a su alumna y ayudanta que cuelga tiras y tiras de papel de colores alternadamente para tapar la pared. Tiene que quedar perfecto. Porque los usos y costumbres en este pueblo son importantes. Lo más importante, quizás. Sobre todo, en estas fechas.
De usos y costumbres
Ocotepec es una localidad en el municipio de Cuernavaca, dentro del partido de Morelos, a una distancia de una hora y cuarto por la carretera hacia el sur, desde la Ciudad de México. Junto con otras localidades del país como Mixquic, Pátzcuaro y Janitzio, las ceremonias del día de muertos en Ocotepec fueron distinguidas en 2014 por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Hay que honrar los reconocimientos.
Miguel es trabajador social y empleado en un centro de menores de Morelos. Además, es auxiliar de la municipalidad. No tiene un cargo designado pero se ocupa de cuestiones administrativas. A pesar de ser parte y de respetar las normas del municipio de Cuernavaca, Ocotepec tiene una organización interna, decidida por sus habitantes.
— A diferencia del ayuntamiento municipal que elige a sus representantes por un período de tres años, acá lo hacemos según nuestros usos y costumbres. Por medio de asamblea de comuneros, que son habitantes de este poblado, a fines de diciembre, exhortamos a quien quiera presentarse al cargo de ayudante municipal, junto con una comitiva, y ahí hacemos la elección. La persona elegida comienza su mandato el 1º de enero y termina el 31 de diciembre. Y no puede ser reelegida.
Parece que están todos invitados a candidatearse, pero no. Para ser candidato hay que reunir algunas condiciones: primero, ser nativo de Ocotepec; segundo, haber sido elegido previamente como comandante de ronda -que tiene las funciones de la policía, porque la policía del municipio del ayuntamiento solo entra en ocasiones particulares y con acuerdo de la municipalidad local- o como fiscal de la Iglesia -que es quien organiza todas las actividades de la institución eclesiástica-. Entonces, los candidatos son pocos cada año y no hubo ni hay hasta el momento ninguna mujer que haya ocupado el cargo de ayudante municipal. “Es que tenés que tener tiempo y economía, y estos cargos no dan dinero”, explica Miguel.
Él está contento, le gustan mucho estas fechas, tanto como la del 6 de agosto que es el la Festividad Patronal, del Divino Salvador. Lo que más le gusta es poder compartir los usos y costumbres del pueblo con gente que no es de Ocotepec.
— Ocotepec se ha caracterizado por ser uno de los pueblos originarios reconocidos en cuestión de tradiciones, usos y costumbres y eso atrae a mucha gente, tanto a vivir como a visitar. El pueblo ha crecido mucho y es reconocido internacionalmente.
Antes de la pandemia, cuenta Miguel, llegaban hasta cinco mil turistas durante los últimos días de octubre y los primeros de noviembre. “Una vez vinieron hasta cuarenta buses juntos”, relata. A Miguel, además de que le guste compartir con lxs turistas sus usos y costumbres, también le gusta que se reactive la economía local. Porque esas visitas también generan movimiento en los hoteles y locales de comida, no solo de Ocotepec sino de los poblados cercanos y de Cuernavaca, la capital del estado de Morelos, que está a media hora caminando.
De usos y costumbres, dice Miguel que es el pueblo. De usos y costumbres, sostiene Claudia que es Ocotepec. De usos y costumbres, dirán Lorenza y Susana que son acá. De usos y costumbres, dicen y repiten. Con repetición, los usos y costumbres quedan, sobreviven, resisten. Se atesoran en el corazón mismo de las 14 mil personas que habitan el lugar. De repetición se hace la fe. De repetición están hechos los rituales, las creencias, las tradiciones.
“Papá anda haciendo lío por ahí”
Es viernes 1º de noviembre y según los usos y costumbres de Ocotepec, no se trabaja y no se va a la escuela. No está escrito en ningún lado pero todos respetan esa tradición. Susana es hija de Albino, un campesino y peluquero del barrio de la Candelaria que murió este año. Son las dos de la tarde y ella, junto a sus siete hermanxs, está sentada en el patio de la casa que fuera de su padre. En el terreno contiguo y comunicado por una puerta, está el salón donde Albino atendió, durante más de cuarenta años, a sus clientes. Hoy ese salón está lleno de turistas, vecinos, familiares que pasan a visitar la ofrenda.
— Ofrenda nueva llamamos aquí a las que hacemos a aquellas personas que fallecieron durante este año, del 3 de noviembre del año pasado hasta ahora. Y le decimos cereada a ir a las casas donde están estas ofrendas y llevar velas. Se las ofrecemos a las familias que abren las puertas de sus casas para recibir a nuestros muertos. Y ellos, ofrecen algo para comer y tomar.
Esta vez, es la familia de Susana quien recibe las velas y quien hace la ofrenda para dar la bienvenida a Albino. A Albino y todo aquel que quiera pasar a visitarlo. Sobre la mesa del patio, hay agua de jamaica, café, tacos calientes rellenos de carne de res y arroz con frijoles. “Le pedimos a Dios que nos dé el permiso de abrirles las puertas para que ellos puedan estar con nosotros, los vivos, en estos días”, explica.
La familia Rosales cortó la calle porque hizo un despliegue artístico para dar la bienvenida. Armó una tienda con una tela naranja atada a palos y arrimó sillas de plástico, para que quienes visiten la ofrenda tengan sombra y lugar para comer. Además, decoró la calle con figuras y objetos que representan el trabajo en el campo de Albino. “Volá alto, Tórtola”, dice un cartel al lado de un ave de gran tamaño hecho de yeso. La tórtola es un pájaro de tamaño pequeño, que habita en algunos poblados mexicanos. A Albino lo apodaban así. “Porque era chaparrito y redondo”, dice Susana.
La calle está llena de pétalos naranjas de cempasúchil, que forman un camino hasta la sala, donde está la ofrenda. Es una tradición utilizada para marcar el recorrido al muerto que visita. Antes de entrar, un Catrine da la bienvenida. Tiene un peine en una mano, y unas tijeras en la otra. “Siempre cordial y alegre recibía a sus clientes, porque para él era importante que se fueran sonrientes”, dice un cartel escrito a mano con marcador y pegado en su torso.
El origen de la Catrina es la figura azteca Mictecacihuatl, la diosa de la muerte. El Catrine es el masculino de Catrina que, como símbolo popular fue bautizado por Diego Rivera aunque él no fue el precursor. Fue el ilustrador José Guadalupe Posada quien utilizó la imagen de la Catrina para ironizar y burlarse de las clases más privilegiadas de México durante el gobierno de Porfirio Díaz, a fines del siglo XIX y principios del XX. “La muerte es democrática, ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera”, sostenía Posada.
En la sala, otro Catrine está acostado sobre un ataúd. Lleva sobre su figura, apoyada, la ropa que usaba Albino. Abajo, en el piso, sobre una alfombra está desplegada la ofrenda: unos cuencos grandes llenos de mole, pan de muerto, frutas, tamales, dulce de calabaza y de tejocote, atole, cerveza y sal. Sobre un banquito, está la foto de Albino. A su alrededor, los elementos que usaba para cortar el pelo y peinar a sus clientes. En las ofrendas, se pone lo que le gustaba a la persona.
En la sala también están las herramientas que usaba Albino para sembrar y cosechar: pala, pico, machete, rastrillo. “Nada de máquinas, todo manual”, dice su hija. Albino compartía las tareas del campo con las de la peluquería en un mismo día; las primeras, desde la madrugada al mediodía y las segundas, por la tardecita.
Varios carteles repartidos por la casa, la sala y la vereda advierten: “No pasar disfrazado”. De usos y costumbres, el pueblo. De usos y costumbres, esta familia.
— Nada de Halloween acá; en otros lados puede ser, acá no.
Susana es tajante. A diferencia de lo que sucede en otros pueblos o ciudades de México donde el día de muertos se conmemora con desfiles en las calles, con grandes carrozas, con muñecos enormes, con disfraces de distintos personajes, en Ocotepec no ocurre nada de eso. Aunque por las calles hay niños con las caras pintadas de Catrinas, no son quienes visitan las ofrendas. Tampoco dicen “truco o dulce” los 31 de octubre a la noche, como indica la tradición importada de Estados Unidos y que se replica en algunas partes de México.
“La diversidad cultural de este país se refleja en la manera en que cada región celebra el Día de Muertos. Por ejemplo, en la región purépecha (P’urhépecha) de Michoacán, la festividad es solemne, con altares cuidadosamente dispuestos en cementerios y el lago de Pátzcuaro como escenario de las velas y ofrendas que iluminan la noche. En Oaxaca, la celebración tiene un carácter festivo y colorido, con comparsas y rituales que evocan los lazos entre vivos y muertos. En la región maya, el Hanal Pixán o “comida de las almas” combina el concepto de alimentar el alma de los difuntos con elementos de la cultura originaria y el catolicismo. Así, cada comunidad imprime sus tradiciones, valores y formas de ver la muerte en estas celebraciones. Cada región nos habla de las tradiciones específicas de los pueblos originarios que ahí habitan y resisten”, explica la antropóloga social mexicana Nuria Gironés González.
Susana dice que antes era igual pero diferente. Habla de los usos y costumbres de su propio pueblo. Para que algo se mantenga, hay que encontrar una pequeña variación, mínima aunque sea, para que no se anquilose y caiga por su propio peso. Ocotepec encontró esa variación en su tradición. Ella se refiere a su infancia, en los años ‘60.
— Por entonces no había turistas, todo era más chico, servíamos ofrenda para nuestros muertos en una mesa, hacíamos una fogata en los patios de nuestras casas -que eran patios compartidos con la misma familia o con otras-; después, nos íbamos a dejar velas en las otras ofrendas. Éramos menos en el pueblo, nos conocíamos todos y había cinco o seis muertes al año; entonces, mi papá hacía el cronograma y nos decía: “Primero vamos acá y después acá”.
Según sus cálculos, ya visitaron la ofrenda a su padre cincuenta personas. Todavía, dice, queda el grueso de gente que llega a la tarde noche. “Hay algunos que vienen a las cinco de la mañana y vos tenes que estar ahí, despierto para recibirlo y darles café y tacos”, dice Susana, mientras le hace señas a otra de sus hermanas para que atienda a los recién llegados. Son rubios, altos, con pantalones caqui y sombreros de sol. Hablan en francés.
Uno de los franceses se sobresalta con un estruendo fuerte. Y luego otro más, y otro. Susana lo tranquiliza y le explica que son cohetes, que es parte de la tradición, que se tiran para recibir a los muertos, para indicarles el camino a casa.
— Antes venían buses llenos de turistas; las empresas les ofrecían un paquete completo que incluía la visita a nuestras casas y la comida. La comida era lo que nosotros ofrecemos a quienes nos visitan. Claro que las empresas cobraban por eso, por nuestras tradiciones y nosotros, nada.
Susana lo cuenta sin enojo. También, como a Miguel, le gusta compartir con extranjeros, sus usos y costumbres. No le importa que las empresas lucren con sus tradiciones.
A sus espaldas, hay varias fotos de su padre, en distintas escenas. Señala una en la que Albino está en el campo, junto a un árbol, con los brazos abiertos, mirando el cielo.
“Así era mi padre, un hombre libre y fiestero, le encantaba disfrutar y bailar”, dice. A la mañana, antes de que llegaran las visitas, Susana lloró. “No todo es alegría en estos días, se mezclan las sensaciones; la felicidad de recordarlo y la tristeza porque ya no está”. Mira a la cocina y sonríe, apretando los labios en una mueca pícara.
— Hoy temprano se cayó un plato, que estaba bien acomodado y no tenía por qué caerse. Sin embargo, se cayó. Entonces, todos supimos que mi papá andaba haciendo lío por ahí.
“La muerte es un descanso”
— Nos da el gusto de que venga gente de fuera a ver todo lo que nosotros creemos y tenemos por nuestros abuelos, porque todo esto viene pues desde nuestros abuelos que nos inculcaron estas tradiciones, y nos gusta que la gente que viene de lejos se lleve nuestras culturas a otros países, que vean que no nos olvidamos de nuestros seres queridos
Son las diez de la mañana del jueves 30 de octubre. Lorenza tiene 55 años y llegó a las ocho al panteón viejo, junto a su marido Carlos y su tía Juanita. Los tres le van a dedicar casi siete horas a emprolijar las tumbas de sus familiares y alistarlas para el sábado 2 de noviembre.
“La celebración de Día de Muertos tiene raíces en las antiguas culturas prehispánicas, particularmente entre los mexicas, mayas, purépechas y totonacas, quienes realizaban ceremonias para honrar a sus muertos. Estos pueblos concebían la muerte como una etapa de transición, y sus rituales buscaban acompañar el alma en su viaje hacia el Mictlán, el inframundo o lugar de reposo final. Con la llegada de los españoles, estas tradiciones se encontraron con el Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos de la religión católica. De este encuentro surgió un sincretismo que conservó elementos de ambas cosmovisiones”, dice Nuria Gironés González.
En Ocotepec, esta tradición de celebración la expandieron los Tlahuicas, comunidad prehispánica que habitó en la región de Morelos. “Ellos enterraban a sus muertos en la iglesia mayor. Luego se llenó y tuvieron que hacer este este panteón y como la gente seguía sin caber, hicieron el nuevo. Pero ya no caben, ni acá ni allá. Hay muchos a los que han sacado, o los vamos enterrando amontonados”, cuenta Lorenza.
Mientras habla, lija la tumba de sus abuelos. Después, la pintará de rojo y verde. A unos metros, Juanita, con su escasa cabellera cana, desmaleza con las manos la tierra donde en febrero sepultó a su hijo Valentín, un militar al que mataron en su casa.
Juanita tiene setenta años, siete hijos vivos, dos muertos, un marido fallecido, una decena de sobrinos. En una caída muy fuerte que tuvo hace unos meses, casi pierde la vida, pero solo perdió el apetito y las fuerzas para levantarse de la cama, temporalmente.
De sus siete hijos vivos, tres no creen que los muertos los visiten, tampoco participan de las ofrendas, ni van al cementerio. Una de ellas es Lucía. Lucía no cree; no cree que exista más que un Dios, ni cree en santos. Lucía sí va a la iglesia. No a la católica. Es cristiana. Intentó convencer a su mamá de que fuera con ella pero no hubo caso. A pesar de no creer, es el tercer año consecutivo en que participa de las celebraciones por pedido de Juanita. En esta ocasión, por su hermano Valentín. El año anterior, por el fallecimiento de su padre, y en 2002, por otro de sus hermanos. “Son cosas paganas”, dice Lucía.
Al contrario de Lucía, Lorenza sí cree en estos rituales. Es ama de casa, católica y rezadora. Rezadoras llaman a quienes rezan el rosario, para distintas fechas y ocasiones. Ella lleva haciéndolo hace treinta y cinco años, pero particularmente para difuntos, trece. Empezó cuando murió su abuela, la mamá de su mamá y no había nadie que rezara. Entonces, se ofreció. La gente del pueblo la escuchó y comenzó a pedirle sus servicios.
— Vos tenés una oración, me la das, yo la digo. Para estas fechas, me solicitan mucho y no me puedo negar porque es un peldaño más en el camino a Dios.
Después de que termine de pintar, Lorenza irá a la casa de Juanita, donde desde hace algunos días le reza el rosario a Valentín. Juanita le dio la oración. En Ocotepec, por usos y costumbres, se hace lo que se llama el novenario, que son nueve días de rezo. Por cuestiones económicas, ajustaron sus usos y costumbres, a tres días, para aquellas familias que no puedan afrontar los gastos. El último coincide con el Día de Muertos.
— Lorenza, ¿qué es para usted la muerte?
— Para nosotros no es muerte. Sí duele, porque ya no los vamos a ver pero tenemos la creencia de que trascienden. La muerte es un descanso y una vida nueva para nuestros seres queridos.