Agarro El Magún. Me refiero al libro que editó Rosa Iceberg y que Larisa me da con el cuidado con el que se pasa algo recién nacido. Estamos en un bar y aprovechamos para sacarnos una foto con la belleza en manos y brindamos con copas de vino caliente. La foto de cubierta es ella de chiquita. Regándose entera. Rodeada de verde y expectativa.
Antes ya había leído otras partes, las primeras partecitas que forman lo que ahora es este nuevo libro y que yo había pispiado con otro nombre. En esa época nos juntábamos con las computadoras en la casa de calle x en la que Lari vivía y bajo el techo corredizo compartíamos ratos de escritura. A veces, parábamos un segundo y levantábamos el volumen de la voz para escucharnos leer. A mí siempre me gusta cuando ella lee y todo parece detenerse en su manejo de decir y desplegar el tiempo.
Pienso en esa nena de la foto, que apenas identifico atrás del chorro de agua fresca. Puedo escucharla decir. Así de pequeño su cuerpo, así de inmensa su voz. Cuando digo voz no me refiero únicamente al color o timbre. Su narrar tiene templanza. Cuando empieza a decir el tiempo se dilata y la narración se guarda en un dobladillo el sudor de la urgencia. El relato avanza sobre un sonido que hace las veces de viaducto. Las emociones corren a la mano y las escenas de todos los tiempos se recortan. El viaje de leer El magún hace que las necesidades se suspendan. La novela hace una suerte de pase de magia con la capsula del tiempo. Después de leer, tal vez, mirábamos el reloj y metíamos rápido las cosas en mochilas para subirnos a su auto y cruzar la ciudad. Después, también, hicimos más viajes largos, primero una y luego otra con panza, compañeros, hijes.
Vuelvo a lo que contaba en un inicio. Primero escuché partes sueltas de la novela. Segundo leí en una noche entera El Magún. Repito. Siempre de a trago entero. Leo y viajo con la escucha. Sonido y verso se abrazan ¿es posible? No puedo cortar cuando empiezo a leer El Magún. No sé lo que significa la palabra. Pensé que era un ser, algún tipo de entidad, un cuco gigante. No sé lo que es, pero a mí también me agarra. Estoy segura. Esto que me pasa es “magún”. Sigo leyendo y entonces reconozco. El magún es ese sentimiento que vuelve de vez en cuando y apenas puede ser nombrado. Eso de volver de vez en cuando me hace pensar en que a veces, el magún, puede agarrar y, otras, una misma puede oficiar de ser ese torrente sensible y dar magún a alguien más.
Hace unos meses, cuando todavía estaba la pandemia cerca, fui a ver una obra en el cementerio de la Chacarita. Eran los mejores intérpretes que decían entre las tumbas. Cuando llegué a la cita teatral me avisaron que la obra iba a ser en las bóvedas. Ahí mismo me bajó como de sopetón la presión al suelo, mi imaginación infantil dibujó una cripta con telarañas. No. La arquitectura de la muerte era mucho más luminosa de lo que creía. Bajamos varios pisos por unas escaleras abiertas y yo sentía descender a algo más espeso que el subsuelo. Al tercer relato me tuve que ir. No me podía quedar quieta, me sentía desvanecer. Cuando emergí a la tierra que conocía me sentí mejor. Me puse mal por irme antes, qué mal, no pude otra cosa. Hubiera querido poder dar un nombre. Dar reparo a la invasión anímica. Me hubiera gustado decir: perdón, me fui, me agarró un magún.
Magún como hechizo, palabra mágica, conjuro secreto. El ir y venir de los lugares también provoca esa sensación. “Es el movimiento maguniano”, pienso. Es como todo lo que está en crecimiento. Que empuja, asusta e inaugura por igual.
La narradora, que narra a la madre lo que ella le narró alguna vez, le dice: <<Creés que hubieras podido hacer algo, evitar que se fuera tan pronto. Pero los abuelos, ma, siempre se nos van muy pronto>>.
Y dice Silvia Molloy: <<Recuerdo estas palabras de mi infancia, en tardes en que hacía los deberes y escuchaba hablar a mi madre y a mi tía que cosían en el cuarto contiguo. Reproduzco este desorden costurero en su memoria>>.
Pienso: a veces solo hacemos lo que podemos. Y es importante que nos sea suficiente.
El magún también es una novela sobre el placer de narrar. La narradora se hace cargo de la herencia materna y hace lo que aprendió: narrar. Primero escuchar. Segundo narrar.
Hay un poema que no recuerdo ni poeta ni poema, pero me viene a cada rato: una madre y una hija van en auto por la ruta. De repente, en el medio del camino ven un ovni. Ellas deciden no contarlo por miedo a la locura.
Larisa se para muy cerca de la herida materna. No cae, no salta, todavía no escapa. Habla de escapar, lo ve como posibilidad, pero ahora está ahí. Aguantando entre las palabras. Sosteniendo la mano de su madre mientras ella despide a los suyos, y claro, que también le son propios. Pienso que en el piamontés que te agarre el magún es un terremoto que sacude con un frio muy profundo. Pero en la lengua que Larisa rescata, y en ese gesto, también inventa, que te agarre el magùn es también un escudo, una peliculita fina sobre la herida que la hidrata y le permite respirar. La narradora recupera los relatos de la madre y les pone el cuerpo. Levanta la vista y sostiene el riego en firme ante eso que asusta desde siempre. Contar lo que me contaste hasta que ese frío profundo se convierta en nuestro templo. Pienso que dice. Una hija cuida con las palabras que heredó a su madre. La geografía familiar como una historia inconclusa que necesita de la lengua de la casa para dar luz al idioma de leche y sangre.
La primera novela de Larisa, El magún, es un viento de la tarde que sabe despejar pieles viejas. Como cuando después de una caída sobre el cemento hay que saber despejar las piedritas de las rayas rojas del hueco en la rodilla. Es una novela sobre los afectos, las despedidas, las nuevas fundaciones.
En esta novela las cosas te agarran. Sí. Por ejemplo, al final aparece un ataque de la risa. Cómo no.
EL MAGÚN
Larisa Cumin
$2.690
ISBN 9789874837134 / 2022 / 120 páginas / 20 x 14 cm / Rosa Iceberg
Novela.