“No me gusta tomarme la gimnasia como un trabajo, no lo disfrutaría. Me gusta participar, competir, divertirme en cualquiera de las especialidades”, decía Simone Biles hace cinco años, antes de su debut olímpico en Río 2016. En ese momento tenía 19 años y ya había una pirueta de suelo que llevaba su nombre. En esos Juegos se volvió a su casa son seis medallas, cuatro de ellas de oro. Simone era (¿es, acaso?) la atleta de Tokio. La atleta con mayúscula, la única que tiene su propio emoji (la cabra, que en inglés se dice goat, gratest of all times), a la que todxs nos preparamos para ver —con alarmas puestas de madrugada— defender esos logros, a la que imaginábamos llegando a la capital japonesa en busca de más oro, para ella, para sus compañeras, para que la federación estadounidense siguiera disputando el poderío frente a la rusa, eternos rivales en los campos de batalla y en los gimnasios de todo el mundo.
Si algo la distingue a Simone no son sus fibras de tipo IIb —de contracción rápida— o la tonificación de sus muslos, no es su potencia inigualable de la que hablan todos lxs especialistas, es un gesto diminuto, que a simple vista parece un detalle más dentro de la serie de piruetas acrobáticas y rítmicas. Pero ese gesto casi imperceptible entre mortales, suplés y spagats dice mucho más que sumar puntos para el jurado: Simone Biles sonríe. Sonríe cuando baila en las pruebas de suelo, sonríe sobre la viga, sonríe al girar en paralelas y antes de saltar en el potro.
Pero en Tokio no. En Tokio no sonríe. La cámara la enfoca, son las clasificatorias de gimnasia por equipo, Simone Biles respira hondo, toma carrera, salta sobre el potro y gira. Cuando cae, da un salto hacia adelante para acomodarse, levanta las mano y da por finalizada su pirueta. No consiguió lo que buscaba: dar dos giros y medio en el aire. Su cuerpo se frenó en pleno salto. Por esa caída, será penalizada. Antes, en su rutina de piso, Simone también había caído por fuera del límite, y también había sido penalizada. Lo mismo le sucedió en la viga de equilibrio. “¿Qué le pasa a Simone?”, “¿por qué está fallando?”, se preguntan en todas las transmisiones. La cámara la enfoca en un plano cerrado. Su boca se curva, el rictus se tensa. Nada que asemeje una sonrisa.
Simone perdió ese gesto que tanto conmovió en Río de Janeiro, cuando nos obligó a ir a buscar su nombre a google, a conocerla por las comparaciones con Nadia Comaneci, cuando nos hipnotizó mientras bailaba en busca de los aplausos del público. En ese mínimo gesto perdido se esconde lo que desea de la gimnasia: disfrutarla. “No confío en mí. Esto ya no me divierte tanto”, dijo después de anunciar su retiro de la competencia por equipos.
¿Falla ella o hace fallar al sistema?
La atleta de 24 años, siete veces campeona nacional, cinco veces campeona mundial, cuatro veces campeona olímpica, hackea la maquinaria del deporte de alto rendimiento. La estalla. Desde adentro, bien adentro. En uno de los núcleos duros de los Juegos Olímpicos: la gimnasia. Simone no aduce problemas físicos y se retira sin más, no se oculta, revela y habla frente a las cámaras. No es la primera vez que Simone hace un movimiento que rompe. Cuando se hicieron públicas las múltiples denuncias contra Larry Nassar, el médico de USA Gymnastics, la organización que presiden Bela y Martha Karoly, de la que ella es parte, Simone no tardó en hablar a través de sus redes sociales, apoyar a sus compañeras y reconocerse también como una sobreviviente de esos abusos. Y fue más allá: presionó para que se creara una comisión independiente donde las deportistas pudieran denunciar nuevos abusos y pidió por la implementación de protocolos en los gimnasios. Simone es la misma que rompió su contrato de sponsoreo con Nike, porque la empresa no apoya a deportistas embarazadas. Esta vez, en conferencia de prensa, Simone dice: No es el tobillo, es la salud mental. Y eso es más importante que cualquier medalla. Hace chillar los engranajes de la máquina: su federación deportiva, los contratos de publicidad y sponsors, los medios de comunicación que montaron coberturas especiales para ella y las expectativas del público. En una tarde japonesa, Simone frena la máquina que avasalla, moldea, traga y escupe atletas.
Los demonios en la cabeza
En julio de 2013, cuando tenía 16 años, en una competencia en Estados Unidos, Simone se cayó de las barras después de la viga de equilibrio y también cayó mientras hacía su rutina de piso. Se torció el tobillo y no compitió en salto de potro. Aimeé Boorman, su entrenadora personal le dijo que no seguiría compitiendo y que empezaría terapia. Desde ese día, Simone tiene análisis una vez por semana.
“Desde que entro a escena, estoy yo sola tratando con demonios en mi cabeza. Debo hacer lo que es bueno para mí y concentrarme en mi salud mental”, dijo Simone antes de anunciar su retiro también de las competiciones individuales. En esa renuncia asumió un no deseo, que invita a pensar la variable de la salud mental más allá del exitismo y del reconocimiento social. Simone resistió a lo que se esperaba de ella y tomó una decisión, escuchó lo que su cuerpo puso en actos durante la competencia: falló, pero eso no fue leído para ella como un error sino como un límite. Simone decidió terminar con el exceso de presión, de expectativas, de sufrimiento y se hizo cargo de ello. Dejó en claro que su bienestar no se encuentra, esta vez, en la posibilidad de subir al podio. Aún y más allá de su bienestar, la gimnasta apostó también a su autopreservación y supervivencia, conociendo las experiencias de las gimnastas Julissa Gómez, Christy Henrich y Elena Mukhina, a las que la maquinaria de la violencia sistemática que operó sobre ellas les costó la vida. Simone nos deja a todxs mirándola una vez más, pero esta vez no por sus movimiento casi al límite de la perfección —como en Río 2016—, si no justamente por agrietar esa idea de perfección, de héroes y heroínas del deporte, de deidades olímpicas. Simone nos muestra la contracara: sus demonios, que son también los nuestros, los de todxs lxs mortales.
Algo parecido había hecho también Naomi Osaka, la tenista japonesa número dos del mundo y ganadora de cuatro Grand Slams, cuando este año en Roland Garros, fue multada por la Federación Francesa de Tenis con 15 mil dólares por negarse a brindar conferencias de prensa. La tenista se retiró de ese torneo en segunda ronda y dijo que después de salir campeona en el US Open de 2018 sufrió depresión, que los medios le generan ansiedad y que siente demasiada presión. Volvió a decirlo después de quedar eliminada en estos Juegos Olímpicos. Muchxs atletas salieron a apoyar públicamente a ambas y a reconocer situaciones similares a las vividas por ellas. Hubo otros que señalaron que la presión y la exposición mediática son parte del alto rendimiento y que hay que saber lidiar con ellas. Algunos medios de comunicación, en sintonía con estas lógicas resultadistas y del triunfo asociado al éxito hablaron de problemas mentales, de debilidad y fragilidad. Sin embargo, la torsión de Simone Biles al sistema representa la antítesis de eso. Simone devela lo que permanece oculto a las miradas obnubiladas ante cuerpos que desafían, una y otra vez, los límites de lo posible. Su movimiento disruptivo nos acerca a nosotrxs mismxs y nos hace preguntas: ¿Por qué tengo que pasar por todo esto? ¿por quién?, ¿desistir es un fracaso?, ¿no responder a las expectativas de otrxs es fallar? Además, abre otros caminos para seguir pensando: ¿cómo los medios van a empezar a hablar de los aspectos psico-emocionales? ¿cómo van a abordarlos sin patologizar?
Simone, deja su corona de reina olímpica, esa que no quiere llevar. La apoya en una de las colchonetas azules del gimnasio y se va a la tribuna. Desde ahí, mira la final del all around individual. La cámara la enfoca: Simone aplaude a sus compañeras, las alienta. Vuelve a sonreír.