La bala que sí entró

Hace exactamente dos años, Cristina Fernández de Kirchner sufría un intento de femimagnicido en la puerta de su casa. Aunque la bala que quiso matar a la entonces vicepresidenta no salió, hubo otra que cumplió su cometido.

Hace exactamente dos años, el 1 de septiembre de 2022, se ejecutaba el gatillo del ejercicio de violencia política más extremo de los últimos tiempos en la Argentina: el intento de femimagnicido a la entonces vicepresidenta y dos veces presidenta, Cristina Fernández de Kirchner. La consternación fue casi total. Casi porque algunos referentes de la política que hoy en día ocupan cargos relevantes en el Gobierno no emitieron palabras de repudio, porque la investigación fue recortada a los autores materiales y evitó la trama política que los alentó y financió. La sensación a dos años es que la reacción política y social fue tibia. Y si en un primer momento algunxs hicieron una lectura instrumental y pensaron que la atrocidad del hecho podía moderar la fallida administración de Alberto Fernández y extender el mandato peronista, eso no ocurrió.

Los feminismos sabemos que a la violencia extrema se llega tras un caldo de cultivo que la habilita. En este caldo se revolvieron las guillotinas en Plaza de Mayo, las bolsas mortuorias con el nombre de Estela de Carlotto, los muñecos negros con la cara de Cristina y otros referentes con la invitación a “pegarle al que más odies”. Los discursos de odio tienen muchos más años que los que nos separan de la última pandemia. No son algo nuevo, como no lo son tampoco el odio ni la violencia en la política argentina, pero es cierto que en los últimos tiempos fueron creciendo y naturalizándose hasta oficializarse. Nos hirvieron en la olla con el agua templada como a la rana. Y aunque la bala que quiso matar a Cristina milagrosamente no salió, hubo otra que entró.

Los discursos de odio tienen muchos más años que los que nos separan de la última pandemia. No son algo nuevo, como no lo son tampoco el odio ni la violencia en la política argentina, pero es cierto que en los últimos tiempos fueron creciendo y naturalizándose hasta oficializarse.

De todas las veces que alguien emitió la frase acusatoria “¿Dónde están las feministas?”, quizás podamos concederle a Cristina que la haga sin que suene ridícula. El 14 de agosto de este año, en su exposición ante el Tribunal Oral Federal N°6 que investiga el intento de asesinato hacia su persona, de alguna manera lo hizo. “Nunca nadie dijo que me estaban agrediendo por mi condición de mujer”, dijo. Se estaba refiriendo a las caricaturas grotescas que se publicaban sobre ella alrededor del año 2009. Por aquel entonces, ya los foros de los diarios hegemónicos rebalsaban de comentarios contra su persona, se acuñaban los motes de “yegua”, “chorra”, la mostraban como una mujer golpeada, violenta, asesina, “una pobre, vieja, sola y enferma”, “el cáncer de la Argentina”. Por supuesto, hubo feministas que señalaron esa violencia, pero la ola del feminismo masivo de desborde callejero en la Argentina, que llegó con el Ni Una Menos en el 2015, todavía no había estallado.

El caldo del odio ya llevaba mucho tiempo macerándose. ¿Exactamente cuándo empieza a cocinarse? Podríamos pensar que el caldo comienza en 1945. O antes, con la Ley de residencia de 1902 o el golpe de Estado de 1930. O, quizás, mucho antes, en 1878 con la “Campaña contra los indios”. O, más recientemente, con la dictadura cívico-militar de 1976.

Un día antes del atentado a la líder política más relevante de los últimos tiempos en nuestro país, atentado que los feminismos sí calificaron de violencia política y de femimagnicidio, en LatFem publicamos este texto firmado por Agustina Frontera. El artículo analiza las razones por las que, mientras multitudes se juntaban frente a la casa de la vicepresidenta para apoyarla ante las acusaciones del fiscal Diego Luciani, las feministas no mostraban un apoyo contundente. Quizás la evidencia más clara de eso es que, una vez consumado el atentado, no hubo una respuesta masiva en las calles por parte de los feminismos. Incluso aunque hayamos participado de la manifestación del 2 de septiembre, fue de manera inorgánica o como integrantes de diversas agrupaciones o partidos políticos no exclusivamente feministas. Incluso aunque hayamos escrito comunicados aislados. Un año después se llevaban a cabo las elecciones primarias que luego llevaron, en las elecciones definitivas, a la presidencia de Javier Milei. 

La movilización feminista ya había perdido intensidad durante la pandemia, que nos obligó a abandonar el espacio callejero, y después de la sanción de la ley de interrrupción voluntaria del embarazo. Tras el atentado, la falta de movilización quedó en evidencia. Luego vinieron muchos intentos de reactivar la organización en defensa de nuestros derechos y lo conquistado, pero la efervescencia de aquellos años de Ni Una Menos y marea verde parecen estar muy lejos aún. 

No podemos ni queremos esquivar la autocrítica, pero la poca reacción del amplio campo político no puede reducirse solo a los feminismos. Aunque el atentado se adscribiera como una violencia política exacerbada por razones de género, la falta de manifestación contundente en las calles por parte del feminismo da cuenta de cómo incluso antes de Milei ya ese consenso social y esa potencia crítica del movimiento se estaba deshilachando. Algunas agrupaciones resumían el estupor con la remanida frase “todas somos Cristina”. Hoy podemos decir que esa consigna es cierta en la medida en que la bala que estaba preparada para golpear a Cristina acabó hiriendo a los feminismos y, también, al progresismo y a todo el campo popular. Cumplió su cometido.

Pero más que dónde están las feministas, nosotras podríamos preguntar: ¿dónde está la dirigencia política de la oposición al gobierno de ultraderecha?

A dos años de aquel atentado, vemos cómo dejan a miles de personas sin trabajo, cómo recortan políticas alimentarias en un país dónde un millón de pibes se van a dormir sin comer; cómo desmantelan los programas para acompañar a víctimas de violencias y desahucian organismos como el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, el INADI o los Centros de Acceso a la Justicia (CAJ) de un plumazo; escuchamos a Mariano Cuneo Libarona, ministro de Justicia de la Nación, rechazando la existencia de la diversidad de género o vemos cómo reprimen a jubilados y no rompemos más que un par de teclas para tuitear indignadas. Pero más que dónde están las feministas, nosotras podríamos preguntar: ¿dónde está la dirigencia política de la oposición al gobierno de ultraderecha? Y, por favor, que no nos digan que todavía es temprano para organizarse o que están juntando firmas.

Es cierto que esta vez la derecha radical triunfó en las urnas, que su ascenso es democrático en un sentido amplio. Pero también es cierto que ese triunfo se asentó sobre el desinterés (y la piedad) de la mayoría de la población y de la clase política frente a la violencia política concreta hacia la mujer con más poder del país.

El loco de la motosierra no parecía algo tan descabellado en un país en el que “un loco suelto” intenta asesinar a la vicepresidenta y todo sigue con total normalidad.

Entonces, sí hizo falta la violencia política para que gobierne la derecha. No se trata solo de una consecuencia lógica y natural de un pueblo frustrado y empobrecido. El atentado contra Cristina Fernández de Kirchner del 1 de septiembre de 2022 habilitó un delirio de vale todo que incluyó votar al más violento de todos los candidatos. El loco de la motosierra no parecía algo tan descabellado en un país en el que “un loco suelto” intenta asesinar a la vicepresidenta y todo sigue con total normalidad.

Esta excepción, aceptar que se puede retornar a la violencia para hacer política, no había ocurrido de forma legitimada institucionalmente en estos 40 años de democracia. Es novedoso. El odio hacia una mujer poderosa, política, peronista (por momentos, progresista) apañó el intento de asesinarla. La tibia reacción social —incluso del movimiento más reactivo de los últimos años, el feminista— también habilitó, junto a otros factores, este presente en el que la mayor violencia es la pobreza y el odio hacia los trabajadores. Un presente de desprecio hacia la mirada de género, hacia los valores feministas y de la justicia social en general. La bala no salió, pero entró.