Fotos: Gentileza Boca Juniors / Archivo Wiki Commons
La situación de calle era su estilo de vida. Lo era como consecuencia de la orfandad y la exclusión, pero también como vuelto de un pulso vital que le venía de adentro. Solo al final, en sus últimos momentos, María Esther Duffau —histórica fan de Boca— pudo decirse dueña de algo. Recibió un “pedazo de tierra” a su nombre: una tumba azul y oro.
El cuerpo de la mujer cuya biografía está retratada en la película La Raulito descansa en la parcela que en diciembre de 2006 le donaron Guillermo Barros Schelotto y Rodrigo Palacio. Así obtuvo un lugar en un cementerio temático del club. También, ya de anciana, el club le donó una silla de ruedas de los colores que la hacían suspirar y el honor de ser velada en la Bombonera.
Aunque su historia haya terminado entre homenajes, la mayor parte de su vida el Estado argentino se encargó de perseguirla, apresándola en reformatorios, cárceles y manicomios, de los que escapaba insistentemente. Fue su capacidad de entrar y salir de las instituciones de encierro, ya sea como habilidad o como karma, en lo que eligió centrarse la película de Lautaro Murúa, que este año cumple 50.
La Raulito (1975) fue un estreno audaz por retratar una figura marginal y queer, incluso antes de que existiera esa palabra. Lo hizo además en plena represión (Triple A), y mucho antes de que las narrativas LGBT ganaran hasta cierto punto buena reputación, por lo menos por parte de algunas zonas de la cultura y la academia. La historia, interpretada por Marilina Ross, muestra cómo la violencia institucional se cruza con la exclusión por pobreza, identidad y expresión de género.
Volver a verla en pantalla grande es una oportunidad para entender cómo, sin haber sido panfletaria ni explícitamente militante, todavía funciona como una denuncia de distintas formas de segregación, con crudeza y también ternura. El pasado 25 de julio, en la cancha de Boca, fue proyectada y Sandra Mihanovich conversó con Marilina Ross y con el público. Y el jueves 4 de septiembre a las 19 habrá una nueva proyección/homenaje: en el ciclo de cine y diversidad del diario Página/12 y Cine Arte Cacodelphia (Av. Pres. Roque Sáenz Peña 1150, CABA).

La Raulito, la real, adoptó una identidad masculina para sobrevivir en las calles de Buenos Aires. Aun en la completa marginalidad, aprovechó algo de los resabios de los privilegios de la masculinidad, que operan incluso en la vida vagabunda. En la película, Marilina Ross lo menciona varias veces: para una mujer es casi imposible sobrevivir en la calle. La masculinidad le otorgaba entonces algo así como una coartada.
La película retrata una Raulito sola contra todos. Con una vida atravesada por la manía futbolera, que es al mismo tiempo lo que la enciende y lo que la condena: su fanatismo la lleva a romper vidrieras, robar pelotas, cometer actos a medio camino entre la contravención y la travesura. Así, es recluida una y otra vez en reformatorios y cárceles.
Cada vez que en la película su yire da la impresión de llegar a algún punto de calma —en un breve trabajo como canillita, por ejemplo—, la pasión bostera la lleva a romper sistemáticamente todo esquema de contención. Son pequeñas fugas, escapes de las reglas de las instituciones. Todas ellas: del loquero al matrimonio, con su gramática de orden y prohibiciones. La Raulito vivió al margen, también, de las leyes del género.
Aun así, la Raulito que interpreta Marilina no es un personaje sexualizado. No está “politizado” en los términos en los que hoy dictaría una impronta más decididamente activista. No hay referencias concretas a su orientación sexual en la película. El psiquiatra que la atiende dice que su psiquis permanece congelada en “los catorce años”. En la adolescencia, la edad de las definiciones.
Su pulsión de huida no debilita al personaje. La Raulito no cuaja con el identikit de la víctima 100 por ciento pasiva. Vale la pregunta de hasta qué punto se puede decir que un personaje de su tipo “elige”. Pero aun así se puede sospechar cierto tipo de agencia cada vez que sale corriendo de algún espacio cerrado.
El lesbianismo y la transexualidad en La Raulito son poco visibles e innombrables, en parte porque lo mismo pasaba en el contexto en que se gestó la película. Su ambigüedad de género funciona como crítica implícita. La Raulito no está sola en esto, es parte de la renovación estética de la década del 70. Esta emergencia de lo queer, asociado a vidas “por la colectora”, aparece también en películas como La tregua (Sergio Renán), La intrusa (Carlos Hugo Christensen), Piedra libre (Leopoldo Torre Nilsson), Tres veces Ana (David José Kohon), o ya en dictadura, en Señora de nadie (María Luisa Bemberg).

La Raulito original nació el 23 de julio de 1933. Su mamá murió en el parto y su padre la abandonó a los seis años. Desde entonces su vida estuvo marcada por entradas y salidas de instituciones: de menores, juveniles y para adultos. Su sueño era ser jugadora. Se pasaba el día en los potreros jugando con chicos de la calle. De haber nacido varias décadas después, quizá lo hubiera podido hacer en el fútbol femenino.
“Me visto de hombre para defenderme… No quiero ser varón, pero tampoco quiero ser mujer”, le dijo la Raulito real a Marilina Ross.
1975, el año de estreno de la película que le dio la fama, fue también un momento clave para quien la actriz que la interpretó. Marilina venía de haber hecho una versión de la Raulito para la TV. Ese mismo año Canal 13 emitió Piel naranja uno de los grandes éxitos de Alberto Migré en los que Marilina marcó picos de rating junto a Arnaldo André, y lanzó su álbum Estados de ánimo. Poco después empezó a sufrir amenazas de muerte y censura. De hecho, cuando filma La Raulito, Marilina tenía pedido de captura de la Triple A. El hecho de haber estado irreconocible y de que las grabaciones en exteriores hayan sido con cámara oculta, le funcionó como camuflaje.
Con la dictadura de 1976, Ross se exilió en España. El éxito de La Raulito en ese país le abrió puertas, pero también la encasilló: muchos de los papeles que vinieron luego buscaron “reafirmarla” como mujer, muchas veces desnudándola, para compensar la ambigüedad sexual que había encarnado en la película de Murúa.

La mayoría de las internas vitalicias del Hospital Moyano permanecen ahí más por estigmatización y pobreza que por diagnósticos. La Raulito no escapó a ese destino: vivió 30 años internada hasta que logró ser trasladada a un geriátrico.
Para entonces ya era una estrella urbana. El éxito de la película la transformó en emblema del mundo boquense. Durante los 60, solía escaparse del hospital para ver entrenamientos. El club llegó a asignarle un auto que la llevaba a la cancha. La gente le pedía autógrafos; se codeaba con Maradona. Fue invitada a asados en el club, a compartir reuniones con dirigentes y jugadores. Era un fenómeno extraño en una época en la que la participación femenina en las canchas se reducía a un palco específico y separado del resto. Las pocas mujeres que se animaban a ir a la bombonera se ubicaban todas juntas en uno de los codos de las gradas bajas del estadio. Recién en los años 90 las plateas empezaron a ser mixtas.
La película muestra hasta qué punto la calle se presenta como una mejor opción para ella, no sólo que cualquier institución, sino también que cualquier propuesta de estabilidad que implique detener el vagabundeo. Hacerse de un hogar es transar con la quietud, y con ella, con máximas que no está dispuesta a aceptar. Si para dormir bajo techo hay que aguantar las requisas y aceptar la voz de mando, prefiere no hacerlo. Esas cosas que “hay que hacer” por casa y comida —convertirse en la compañera sexual de alguien a quien no desea, o aceptar violencias— no son opción.

Casi toda la película de algún modo se trata de su relación con la ciudad: el yire de la Raulito por estaciones, descampados del sur de la Ciudad, y parrillas donde la invitan.
La escena final transcurre en Miramar. Su compañera ocasional es otra niña, con seudónimo, Medio Pollo, y camuflada más allá de los indicios del género. La Raulito se refleja en la versión de ella misma, pero todavía más infantil, que representa Medio Pollo. Llegan como polizonas en un tren, se esconden en el baño, viven un día de alegría. Dos chicas de la calle ven el mar por primera vez. Juegan entre los médanos, se mojan los pies, pelotean.
De pronto llega la policía. Y la Raulito protagoniza, como una presa de caza, otra vez una persecución. En ese final, con Medio Pollo en brazos, la Raulito avanza contra el viento y las cortinas de arena. Las sirenas se escuchan a lo lejos. Las fuerzas del orden se acercan. La vagabunda más lúcida de la historia del cine nacional parece estar, una vez más, rodeada. Aun así, no da la impresión de que vaya a acatar la voz de alto. No parece dispuesta a entregarse, por más que tenga que arrastrar a su pequeña amiga en brazos. No va a parar, aunque deba cargar con el peso de todo un mundo a contramano.