La última yegua

Hace 30 años Gonzalo León tuvo sentados frente a su escritorio en una redacción de Santiago de Chile a las Yeguas Del Apocalipsis: Pedro Lemebel y Pancho Casas. Hoy recoge para LatFem pedazos de la historia de Pancho Casas, sus libros, sus obras e intenta un croquis de la contracultura chilena que atraviesa la Dictadura y, en el acantilado junto al mar, un boceto de quién es la última yegua.

Cuando la dictadura chilena tambaleaba, después de que el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) intentara asesinar a Augusto Pinochet en lo que sería conocido simplemente como “El atentado”, dos artistas se reunían y creaban el colectivo de arte Las Yeguas del Apocalipsis. Esos dos artistas se llamaban Francisco Casas y Pedro Mardones, que con los años serían conocidos como Pancho Casas y Pedro Lemebel. En ese entonces Francisco estudiaba literatura y Pedro era profesor de arte, aunque esa profesión ya la estaba abandonando para incursionar en un género que cultivaría brevemente: el cuento. Pancho, por su lado, escribía poesía. Con la distancia, puede extrañar que la literatura haya llevado a ambos al arte, pero así fue. Las Yeguas del Apocalipsis hicieron veinte performances entre 1987 y 1993.

Las Yeguas en La Universidad de Chile (Santiago,1988) Foto Ulises Nilo, Carlos Berenguer

Saber de ellos era un conocimiento subterráneo, clandestino, pero la creación de este colectivo de arte tuvo el apoyo de la intelectualidad contracultural, que en dictadura tenía como figuras ineludibles a Nelly Richard y Diamela Eltit, en ese sentido fue muy importante la experiencia anterior del Colectivo de Acciones de Arte (CADA), que estaba integrado por el sociólogo Fernando Balcells, los artistas Lotty Rosenfeld y Juan Castillo y los escritores Diamela Eltit y Raúl Zurita. El CADA había surgido en 1979 y realizó, en una época bastante dura de la dictadura, una serie de intervenciones callejeras, que tuvieron conocimiento público por fotografías y por el boca a boca, que fue el mismo mecanismo por el que, después, muchos nos enteramos de las performance de Las Yeguas del Apocalipsis.

Por esta cercanía entre estas dos experiencias y porque además algunos de los integrantes del CADA se convirtieron no sólo en sostén intelectual de Las Yeguas, sino en amigas, el epílogo de la novela Yo, yegua, de Francisco Casas, publicada en 2004 en Chile y reeditada recientemente en Argentina por Editorial Mansalva, está escrito por Diamela Eltit. Ahí señala ella: “Francisco Casas es un artista múltiple. Desde el cuerpo, la imagen y la letra ha construido un campo de sentido que le permitió la formulación de un lugar cultural. Ya está lo suficientemente inscrita su histórica relación con Pedro Lemebel para formar el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis, a mediados de los años 80. Allí se puso en marcha un programa artístico múltiple que buscó insertar el deseo político en el interior de un universo de estéticas deseantes y descentradas. Sin embargo, de manera simplificadora, Las Yeguas del Apocalipsis han sido reducidas a la mera irrupción de un colectivo homosexual”.

Presentación de Yo, yegua (Talca, 2017) Créditos: Héctor Labarca Rocco.

En el libro Lemebel Oral: 20 años de entrevistas, que hice hace unos años, me di cuenta de que por mucho tiempo Pedro Lemebel se encargó de repetir que Las Yeguas habían excedido el campo de “lo homosexual”, de hecho el gran trabajo que habían hecho tenía que ver con los derechos humanos. En octubre de 1994, cuando Lemebel aún no había publicado su primer libro de crónicas, hizo esta certera descripción: “Yo creo que Las Yeguas son el único gesto cultural homosexual que enlaza los dos temas: cuando trabajamos el problema de los desaparecidos, hacemos esa cruza: nosotros, desaparecidos legalmente por homosexuales, y los desaparecidos también legalmente por lo político”.

Cuando Lemebel explicaba la experiencia de trabajo con Casas, lo hacía en los siguientes términos: “Éramos una pareja artística, aunque nunca fuimos pareja gay, trabajamos esa idea para los medios y nos dio buenos resultados”; “Nuestra relación es casi lésbica”; “Es un gran compañero de un tiempo muy bello. Es un tipo muy inteligente”. Cuando pensaron el nombre del colectivo, pensaron en “yegua” como insulto, pero decidieron darle una vuelta y se apropiaron de la imagen bíblica de los Jinetes del Apocalipsis, aunque de nuevo, en vez de jinetes, que sugería lo masculino, lo heteronormado, optaron por el femenino-plural. Durante años, Lemebel y Casas contaron la misma historia: que cuando oían hablar de ellos, la gente pensaba que eran muchas, una horda de yeguas.

De hecho, cuando supe del colectivo a comienzos de los 90, me costó creer que ese colectivo estuviera integrado por dos artistas. Aunque visto en retrospectiva, eso era lo común de los colectivos contraculturales durante la dictadura: CADA, Yeguas, Contingencia Psicodélica, Caja Negra, ninguno pasaba de los cinco integrantes.

Lemebel y Casas contaron la misma historia: que cuando oían hablar de ellos, la gente pensaba que eran muchas, una horda de yeguas.

Han pasado treinta años desde que conocí personalmente a estas yeguas, pero no fue por un interés mío, fueron ellos los que fueron a promocionar el libro de poesía que Pancho había publicado, Sodoma mía, a la revista donde yo recién comenzaba a trabajar. Pidieron hablar con alguien de la sección de cultura y, como todos los periodistas estaban de vacaciones –era febrero y en Chile ese mes Santiago se suele vaciar de gente–, la recepcionista me llamó y me dijo que me buscaban. Cuando bajé me los encontré, y de inmediato comenzaron a hablar atropelladamente, interrumpiéndose el uno al otro; yo no sabía a quién prestarle atención, cosa de lo que se percató Pancho, entonces paró a Pedro y tomó la palabra. La verdad es que él siguió hablando atropelladamente, Pedro de pronto decía algo como que el libro de Pancho era muy importante y tenía –lo dijo como deber– que escribir algo. Y lo hice, pero a Pancho no le gustó la reseña, la encontró poco entusiasta, así que después le hice una entrevista porque Las Yeguas se iban a un congreso de homosexuales a Londres. La nota esta vez le gustó, pero Las Yeguas no fueron a Londres. Con eso ya me comenzó a divertir la manera en que trabajaban y, también, manipulaban a los periodistas.

A medida que yo mismo me introducía en el mundo del arte, era imposible no saber de ellos, los encontrabas en inauguraciones o en bares de mala muerte, nunca en cosas vinculadas a la literatura, que al parecer les aburría. También pude darme cuenta de las diferencias que había entre Pancho y Pedro. Por ejemplo, en Pancho había y hay mucho de seducción: él envuelve a su interlocutor en citas apócrifas y reales, anécdotas, risas, bromas, va de un lado a otro y todo muy rápidamente, una estructura oral que se parece mucho a sus novelas suyas. Sin embargo, siempre detrás de esa estructura de narración está él.

Cuando estuvo en Buenos Aires en 2019 para una muestra en Proa 21, que incluyó obras de Las Yeguas y de Pedro y de él por separado, me quedó claro que esa impronta no tenía que ver con narcicismo, sino con una sensibilidad que se inscribía, como escribió Diamela Eltit, en una estética del cuerpo, en la que ponía todo de sí: “Una multitud de cuerpos indomesticados o ajenos a una escritura oficializada ha llegado hasta el escenario social para señalar, ejemplarmente, los signos ambiguos e inestables en los que se cursa la subjetividad y el deseo del cuerpo del sujeto”. Pancho seduce porque en todo lo que hace está su cuerpo y los deseos de ese cuerpo. Tanto es así que, en la inauguración de la muestra, Pancho y el artista peruano que lo acompañaba tuvieron sexo en los jardines de Proa 21.

Pancho seduce porque en todo lo que hace está su cuerpo y los deseos de ese cuerpo.

En las performances de Las Yeguas había mucho de afirmación de una identidad, de establecer una disidencia no sólo con el arte que se estaba produciendo en ese momento en Chile, sino también con lo que pasaba en la sociedad, de ahí que el otro elemento fuerte fuera la denuncia y promoción de los derechos humanos, que estaban siendo sistemáticamente violados. En ese sentido más que un trabajo erótico con el cuerpo se trataba de un trabajo con el tema de la muerte, como se puede ver en las siguientes performances: Tiananmén (1989) en homenaje a las víctimas de la emblemática plaza china del mismo nombre, La conquista de América (1989) dedicada a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos en toda América, Homenaje a Sebastián Acevedo (1991) cuyo tema giraba en torno a las víctimas del vih y de Sebastián Acevedo, un hombre que se quemó en protesta por la desaparición de sus hijos. En todas estas la pulsión de muerte era muy fuerte.

Desde luego que hubo performances donde la identidad era lo que primaba, pero no era una identidad edulcorada, siempre había en sus acciones un contenido fuertemente político. Por ejemplo, fueron los primeros en reivindicar el comercio sexual que ejercían travestis en Estrellada (1989). Las dos fridas (1989 y 1990), quizá una de sus obras más conocidas y que compró el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), es un homenaje a la artista mexicana Frida Khalo, en una alianza que desde un inicio el colectivo planteó con el feminismo y con la reivindicación de grandes mujeres del arte latinoamericano. En 1994, Lemebel dejó en claro esta alianza: “Para mí la homosexualidad tiene que ser crítica, tiene que ser subversiva como deconstrucción, como alianza con la mujer, como alianza con el discurso feminista”. Y esto que decía Pedro es aplicable a Pancho, como el mismo Pancho explicó en una entrevista que le hice a propósito de la publicación de su novela La noche boca abajo (Mansalva, 2018), donde dijo que lo que ambos sabían era lo mismo, porque habían aprendido juntas todo: “Teníamos una relación incestuosa, en la que nos unía el barroco”.

Hay dos fechas que marcan el fin de Las Yeguas del Apocalipsis: 1993 y 1997. La primera guarda relación con el fin de su trabajo periodizado y la segunda con la invitación a la Bienal de La Habana, que por decirlo así operó como despedida. Para esa fecha, Lemebel ya se estaba convirtiendo en una de las voces más interesantes de la crónica latinoamericana y Pancho comenzaba a dedicarse al cine y emigraba a México. Allí recordaba que “mi vida se armó más con la gente que me rodeaba que con los sitios turísticos”. Fueron importantes, en este sentido, su amistad con escritores como Mario Bellatín, a quien había conocido en Chile, Carlos Monsiváis y Margo Glantz.

Ejercicio de memoria (La Habana, 1997)

Sin embargo, con Yo, yegua regresa al país, aunque en su estadía trata de vivir en la periferia, en cualquier lugar que no fuera Santiago. Es así como vive en dos pequeñas ciudades costeras: San Sebastián y Las Cruces. La casa de San Sebastián era propiedad de Diamela Eltit y la de Las Cruces quedaba a dos cuadras de la casa del poeta Nicanor Parra. Recuerdo haber ido a su casa de Las Cruces, y me sorprendió que quedara tan pegada al Océano Pacífico, de hecho uno podía descender, por un camino empinado eso sí, hasta el mar. La lectura de La noche boca abajo me demostró que la manía por vivir cerca del mar no había cambiado en Pancho, quien desde hace casi diez años vive en Lima.

Quizá ese horizonte lo hizo cambiar de perspectiva de cuando vivía en México y en Santiago de Chile: “Lima está construida al borde un acantilado y yo vivo a media cuadra de él. Y está todo cubierto con mallas para que no le caiga nada a los autos. Pero Lima tiene como te digo esa particularidad de estar construida al límite, al borde de un acantilado, de hecho me recuerda a Cumbres borrascosas y la locura que les provocaba a los personajes”. Quiero creer que por estar permanentemente con la vista pegada al acantilado su contacto con el mundo literario fue casi nulo, prefirió, en cambio, el mundo de las artes visuales, como si tener vista a un acantilado fuera, de alguna manera, una manera de estar a punto de caer, a punto de hacer arte: “Cuando uno se traslada de lugares, me interesa más la arquitectura humana y de pensamiento: cómo funciona, por ejemplo, América Latina políticamente. Si tú te quedas en el oscuro Chile, la cordillera no te deja ver nada”.

Quiero creer que por estar permanentemente con la vista pegada al acantilado su contacto con el mundo literario fue casi nulo, prefirió, en cambio, el mundo de las artes visuales.

Pasados los años y después de la muerte de Pedro Lemebel en 2015, lo que hizo imposible una reunión de Las Yeguas, la visión que tiene Pancho Casas de su país está teñida de cierta amargura, de hecho se arrepiente de haber regresado en su momento: “Chile me endureció; Chile, país que odio con todas mis ganas, la sola posibilidad de volver me horroriza. Yo creo que fue un gran error volver a vivir allá”.

Esta amargura, que pensándolo mejor es desgarro, se aprecia muy bien en La noche boca abajo, que trata de la historia de un amante peruano que se brota estando en Chile y, ante eso, el protagonista tiene que hacerse cargo de él, regresar a Lima e internarlo en una institución psiquiátrica, todo esto en medio de la agonía y muerte de Pedro Lemebel, porque a eso había viajado el protagonista a Chile.

Cadáveres (New York, 1996)

No sé si sea curioso lo que voy a decir, pero Yo, yegua tiene un tono opuesto al de esa novela, porque trata de la celebración de hacer arte, pese a todos y a todo, incluso pese a la dictadura. Si bien se ha dicho que es una novela autobiográfica (como La noche boca abajo), la verdad es que, si uno no está al tanto del acontecer de cierta escena underground chilena, puede perderse, porque aquí Pedro se llama María Félix y Pancho, Dolores del Río. Los nombres son como máscaras o chapas de una escena que seguía siendo clandestina. Porque pese a que Las Yeguas siguieron haciendo performances en democracia, da la sensación de que para ellos el ejercicio artístico durante esa democracia pactada también tuvo ese carácter clandestino.
Como este colectivo hoy es estudiado y exhibido en muchas galerías y museos (Reina Sofía, Proa, Museo de Arte Moderno de Chicago, etcétera), Yo, yegua resulta interesante, porque más allá de la historia en clave, cuenta con valiosos testimonios gráficos de sus performances. Y para los que no lo conocen, pueden apreciar además en esta novela y en la anterior una oralidad barroca, porque en el fondo la estructura de la narración es como Pancho habla, todo esto hace que la subjetividad de su autor quede sobre la mesa, salte a la vista. Es la misma subjetividad que puso el cuerpo en Las Yeguas; se trata, en definitiva, de más que un documento o de una escritura autobiográfica, se trata de la Última Yegua.

Foto de portada: La nostalgia, en el Cine de Arte Normandie, Santiago de Chile, 1991. Registro de Enzo Blodel, Álvaro Hoppe, Jorge Aceituno, Claudia Román.

Archivo de Las Yeguas del Apocalipsis: http://www.yeguasdelapocalipsis.cl/